Back to Top

contacto@nuestrarevista.com.mx

headerfacebook headertwitter
 

¿Canonjía inconstitucional o señuelo distractor?

Xavier Díez de Urdanivia

La burda maniobra ejecutada por el Senado el jueves anterior es una aberración jurídica que constituye, además, una actitud política execrable y un comportamiento éticamente condenable.

El artículo 97 constitucional dispone, inequívocamente, lo siguiente: “Cada cuatro años, el Pleno elegirá de entre sus miembros al Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el cual no podrá ser reelecto para el periodo inmediato posterior”.

A pesar de eso, sorpresivamente y fuera de todo protocolo procedimental, el Partido Verde se prestó a presentar al Pleno un Artículo transitorio adicional para el decreto que reforma la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación y otras vinculadas con la función judicial. El Artículo propuesto, en la parte que más importa, dice: “Con el fin de implementar la reforma constitucional al Poder Judicial de la Federación publicada en el Diario Oficial de la Federación el 11 de marzo de 2021 y las leyes reglamentarias a las que se refiere el presente decreto, la persona que a su entrada en vigor ocupe la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal ocupará ese cargo hasta el 30 de noviembre de 2024”, es decir, hasta el final del sexenio en curso.

La inconstitucionalidad del decreto es palmaria y su vulnerabilidad mayúscula, por lo que, si se aprobara también en la Cámara de Diputados, es de esperarse que sea puntualmente impugnado por los legisladores que, en minoría suficiente, promuevan las medidas necesarias ante la Suprema Corte, y que el ascendiente del presidente de ella, si intentara interferir, no le alcance para que sus pares claudiquen de su deber primordial, teniendo presente la grave prevaricación en que incurrirían.

Si no fuera así, quedan todavía las instancias internacionales, a las que ya ha advertido el senador Dante Delgado que acudirán en caso de ser necesario, actitud que es digna de aplauso, porque es necesario impedir que el despropósito prospere.

Con todo, la suspicacia es inevitable, porque tan grotesco pegoste está llamado al fracaso y aun si prosperara, es dudoso -y siempre pobre- el beneficio que podría acarrear en la práctica a quienes mueven el abanico de la política en estos días.

¿Acaso habrá una intención ulterior? No deja de ser una curiosa “coincidencia” que lo narrado haya tenido lugar el jueves y ocasionado la explicable agitación que causó, mientras acababa de cocinarse una gravísima vulneración del derecho fundamental a la intimidad, mediante el establecimiento del Padrón Nacional de Usuarios de Telefonía Móvil en el “Decreto por el que se reforman y adicionan diversas disposiciones de la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión”, que el Diario Oficial de la Federación publicó, como único asunto y en una edición vespertina extraordinaria, el día siguiente ¿Sería acaso un distractor el episodio senatorial?

El padrón registrará, entre otra información, los “Datos Biométricos del usuario y, en su caso, del representante legal de la persona moral, conforme a las disposiciones administrativas de carácter general que al efecto emita el Instituto”, así como el nombre completo, el domicilio y algunos más, que deberán mantenerse actualizados.

¿Qué cree usted que sea más valioso, políticamente hablando, para la élite en el poder?

Quienes se prestaron al sainete de la que ya llaman algunos “Ley Zaldívar”, incluidos los que votaron a favor o se abstuvieron (entre ellos varios connotados priistas) no están a la altura de la representación que ostentan y quizás no merezcan ser parte del Senado, pero ¿qué decir de quienes lo hicieron con la aprobación de las reformas a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión?

En el Poder Judicial de la Federación hay pundonorosos servidores, gente valiosa y de probidad acreditada que sabrá actuar con corrección y hacer justicia en los procedimientos de impugnación que reciban.

Para ellos -incluidos ministros, magistrados y jueces- los senadores y diputados con sentido de responsabilidad, pero también para los ciudadanos de este país, esta es una hora de definiciones.

El ‘Estado de Bienestar’, una utopía perniciosa

Xavier Díez de Urdanivia

Mucho se ha dicho que hay que propender al “Estado de Bienestar”, me temo que sin haber considerado mucho, me temo, las consecuencias de la propuesta. Vale la pena, por tanto, una breve reflexión sobre el tema.

Hay que remontarnos al siglo 19, en el que la revolución industrial repercutió generando profundas transformaciones sociales, mismas que estimularon a los pensadores de la época para buscar las respuestas que la nueva circunstancia reclamaba.

Entre ellos destacó Karl Marx, cuyas tesis provocaron fuertes oleadas reivindicadoras de derechos entre los integrantes de la emergente “clase trabajadora” de los países recién industrializados.  

La preocupación por el descontrol que esas “cuestiones sociales” estaban generando impulsó la adopción de medidas tendientes a paliar las condiciones de precariedad económica extrema de una buena parte la población, con la Alemania de Bismarck a la cabeza.

Fue así como, entre 1884 y 1887, el Reichstag alemán adoptó un conjunto de leyes que otorgaban una protección elemental bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez, al tiempo en que promovió leyes antisocialistas, en un evidente intento de desmantelar el movimiento obrero, declarándolo ilegal mientras con medidas protectoras intentaba ganarse la voluntad de los obreros.

El modelo fue imitado en otros países, pero es muy significativo lo que ocurrió en Gran Bretaña, primero, y los Estados Unidos, después, porgue en la experiencia británica se percibe ya un germen ideológico de reivindicación social, auspiciado por intelectuales tales como H. G. Wells y George Bernard Shaw, y fue ahí donde Arthur C. Pigou publicó su obra de economía política, a la que puso el título de “La economía del bienestar” (“The Economics of Welfare”), de donde deriva el nombre del modelo que unos años después se replicaría en los Estados Unidos de América para hacer frente a la debacle social que siguió a la crisis bursátil de 1929.

Hay que reconocer que, en términos de lo que podría llamarse “empatía social”, el término y el argumento en el que suele apoyarse  tienen su encanto y hasta para muchos pueden ser seductores, aunque en el fondo oculten factores que hacen a esta visión inoperante y al final, contraproducente.

Es así porque implica la necesidad de cuantiosos fondos públicos, por definición normalmente escasos.

Agenciarlos no es fácil y requiere adoptar medidas fiscales, consistentes en nuevas y más gravosas contribuciones; financieras, mediante préstamos, normalmente internacionales, por la carencia de ahorro interno; o monetarias, lo que tendría gravísimas consecuencias porque la tentación de imprimir billetes sin respaldo en la generación de recursos solo genera inflación, resultando mucho más perjudicial que benéfica.

Pero tiene una consecuencia todavía más perniciosa: La actitud paternalista introduce un incentivo negativo porque desestimula la iniciativa de participar, aportando capital o trabajo, en las actividades económicamente productivas, desde que ofrece más beneficios a quien no trabaja que a quien sí lo hace o se esfuerza por hacerlo.

Mejor sería pensar en un estado socialmente comprometido, no en un gobierno dadivoso a conveniencia, lo que implicaría reconocer la corresponsabilidad de todos respecto de los asuntos que a todos atañen, sin privilegios ni prerrogativas ilegítimas y una convicción ética general que, por desgracia, se ve cada día más lejana.

Es decir, hace falta entender que el estado es la sociedad toda, no el gobierno y la solidaridad un imperativo ético inseparable de cualquier actividad humana, incluidas la política, la economía y la cultura misma.

A olvidar eso se debe que, con frecuencia, las voces que más reclaman medidas pródigas en “bienestar social” lo hagan desde una individualidad rayana en el egocentrismo, perdiendo de vista que a nadie beneficia alcanzar un “bienestar” artificial y menos aún si es inmerecido.

Mejor sería procurar un estado en el que se respeten las normas, porque seguir otra ruta inevitablemente llevará a dar bruces con la aterradora experiencia de estar convertidos en el “estado fallido” que en muchos aspectos de la realidad cotidiana ya está
presente.

El derecho al buen gobierno

Xavier Díez de Urdanivia

Han transcurrido ya más de dos años desde que se publicó el programa especial en materia de derechos humanos, derivado del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, en el que, a la manera que se ha vuelto clásica de los tiempos que corren, se afirma que “la herencia más dolorosa que recibió la presente administración es la profunda crisis de derechos humanos que se vive en todo el país. Su naturaleza es histórica y sus expresiones más sensibles son la desigualdad, la pobreza, la violencia y la impunidad, así como los obstáculos y limitaciones que han enfrentado las víctimas para acceder, gozar y ejercer sus derechos humanos”.

Más allá de la preambular transferencia de culpas, cabe destacar algo que es innegable: La más grave y dolorosa lacra que sufre nuestro país es el desprecio por los derechos de los seres humanos, cuya protección y garantía corren a cargo, en última instancia, de quienes ejercen el poder público.

Es curioso que el documento que hoy se recuerda señale como causas de esa crítica situación las “políticas de Estado fallidas, un pasado de abandono institucional y el desmantelamiento de los órganos de Estado para beneficio de unos pocos”.

Curioso, porque eso que se dijo entonces bien podría decirse hoy, pero también muy preocupante, porque los indicadores para medir la gravedad del problema son estos tiempos más dignos de causar alarma.

La desigualdad, la pobreza, la violencia e inseguridad, así como la impunidad y, en general, la corrupción, no ceden, sino que se ven crecientes.

No sólo eso: El deterioro institucional impide cumplir apenas con el imperativo mínimo de todo gobierno: Asegurar las condiciones que permitan el justo desarrollo de sus integrantes, en conjunto e individualmente, en un clima de libertades iguales y oportunidades equiparables, supliendo, cuando sea necesario, las desigualdades de origen.

“Si los hombres fueran ángeles, no haría falta gobierno. Si los gobernantes fueran ángeles, ningún control, externo o interno, sobre los gobiernos sería necesario”, dijo James Madison en uno de sus artículos publicados en “El Federalista”, añadiendo que la gran dificultad para diseñar un gobierno de hombres sobre hombres “estriba en que primero debe otorgarse a los dirigentes un poder sobre los ciudadanos y, en segundo lugar, obligar a este poder a controlarse a sí mismo”.

Depender del voto de la gente constituye un control primario, pero es evidente que son necesarias otras medidas permitan controles más permanentes para asegurar que un buen gobierno lo sea permanente y perdurablemente, sin incurrir en la tentación de derivar en el ejercicio de un poder tiránico que se conciba a sí mismo como al margen de la ley y sin más coto que su propio sentido de una autodefinida “justicia”.

En el diagnóstico aludido en el primer párrafo de este artículo se alude al “desmantelamiento de los órganos de Estado”, asumiendo el valor que tiene la autonomía de ellos en el desarrollo democrático, muy señaladamente la de ese instituto, que tiene su cargo velar por que no se vulneren los accesos a la función gubernamental con desequilibrios y ventajas indebidas, sino en competencias equitativas y desarrolladas conforme a la ley.

A dos años y poco más de haberse hecho esa proclama hay baterías políticas enderezadas en contra del INE porque ese organismo ha aplicado una ley previamente expedida, que lo obliga, tanto como a todos los participantes en el proceso electoral, de manera inexcusable.

El derecho fundamental al buen gobierno requiere, para ser adecuadamente servido, de reforzar las garantías de la autonomía, misión a la que es contraria toda intención de someterla y hacerla servir a voluntades distintas de la soberana que está plasmada en la constitución y las leyes.

Es un derecho que corresponde a todos los habitantes del estado en el que se gobierna, atañe de manera directa al interés general y es de esperarse que, quien tiene el deber de respetarlo, protegerlo, promoverlo y garantizarlo, cumpla su cometido sin reparos y sin reserva alguna.

Vacunación deficiente

Xavier Díez de Urdanivia

Ha circulado en las redes sociales un documento aparentemente suscrito por un médico miembro destacado de Morena. Omito los detalles porque no se han podido comprobar, pero retomo la narración que contiene porque exhibe un defecto grave del proceso de vacunación en curso.

Expresa satisfacción por haber cumplido lo que califica como “compromiso de vida” con su esposa, al hacer posible que recibiera la segunda dosis de la vacuna contra el Covid-19, pero lamenta haber tenido que hacerlo en Galveston, Texas, pues no fue posible en México.

¿La causa? Ella, expone, según “una interpretación absurda, no cumple los criterios “sanitarios” fijados por las autoridades de salud de nuestro país para ser vacunada en esta etapa, esto a pesar de haber tenido un adenocarcinoma pulmonar y de que le quitaron el 60% del pulmón derecho”, además -dice- de haber enfrentado un contagio previo de SARS-CoV-2,“lo que la ponía en grave riesgo ante la posibilidad de una reinfección por Covid-19”.

Es cierto: No es la edad el único factor de riesgo; no es siquiera el más importante. Cuando la autoridad sanitaria de este país previno sobre la pandemia, señaló claramente como factores de riesgo, especialmente entre la gente mayor, el hecho de padecer enfermedades pulmonares crónicas, hipertensión, diabetes, inmunodeficiencias y obesidad, principalmente, mientras que al hacer el padrón de vacunación solo tomaron en cuenta los años vividos.

Una mejor y más ordenada integración de participantes y actores, públicos y privados, en esta actividad, hubiera podido llegar a una más detallada y meticulosa clasificación, lo que el afán de monopolizarla no ha permitido.

Tiene razón quien se queja: “Es un grave error no vacunar en México a la población menor de 60 años con una comorbilidad. Tiene mucho mayor riesgo de complicarse y morir una persona de 45 años con diabetes que se enferme de Covid, que una persona sin comorbilidades de 70 años”.

Más la tendría si señalara que entre las personas de más edad esas condiciones aumentan los riesgos, a pesar de lo cual y de que eso se contempló oportunamente, en México no ha sido considerado, a diferencia de lo que sucede en otros países.

Se atribuye la situación, en el escrito, a la “grave negligencia” y a las “decisiones erróneas” -son sus palabras- “de los responsables de contener desde el Gobierno la pandemia” y señala que “es parte de este desorden, la reciente afirmación del subsecretario de Salud Hugo López-Gatell, quien ha dicho que biológicamente no hay ningún peligro al mezclar una dosis de una vacuna, con la dosis de otra distinta de origen y preparación, contradiciendo a la Organización Mundial de la Salud, a expertos del mundo y a las propias empresas farmacéuticas, quienes no recomiendan tales combinaciones”.

Pero no queda ahí, porque continúa diciendo que las especulaciones -así las llama- del subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud “ponen en riesgo a la población mexicana, que ante la mala planeación se decide aplicar dos vacunas distintas a una misma persona, poniendo al pueblo de México como auténticos ‘conejillos de Indias’ de sus ‘experimentos’, lo que no sucede en otros países que respetan los protocolos médicos y tienen estrategias de vacunación con mejores resultados, sin estar inventando alternativas peligrosas y hasta potencialmente criminales”.

Pesada crítica, sobre todo si como se aduce, proviene de un correligionario. Lo es, en cualquier caso, porque no hace sino ilustrar la mala gestión de un proceso que a todas luces hubiera transcurrido más felizmente sin el empecinamiento por excluir de él, a toda costa, toda concurrencia de instituciones públicas y privadas, quién sabe con qué inconfesables intenciones.

Tratar de enmendar esas fallas de planeación sería contraproducente a estas alturas. Mucho ayudaría, en cambio, abrir el empeño a la participación de las administraciones locales e instituciones privadas.

Evidentemente se alcanzarían mejor y más rápidamente los resultados que la gente necesita, y no hay justificación para que el Gobierno federal los escatime y postergue en aras de oscuros intereses.

Un proyecto sin ley

Xavier Díez de Urdanivia

Recuerdo bien que, en los primeros días de su sexenio, el presidente Salinas declaró que ajustaría todos sus actos a la Constitución, para rematar diciendo -palabras más, palabras menos- que por eso había mandado ya una iniciativa de reformas constitucionales al Congreso de la Unión.

Ese incidente proporcionó material inmejorable para ilustrar lo que NO es, en sustancia, el “estado de derecho”: aquel en el que se gobierna conforme a las leyes previamente establecidas, no conforme a los intereses del gobernante.

Hoy, que desde las sedicentes antípodas políticas e ideológicas se vuelve a oír esa voz, no puede menos que provocar desánimo entre quienes, de buena fe y esperanzados, creyeron que existiría una transformación propicia a la justicia y la democracia con el cambio de Gobierno.

Jano, en estos tiempos, parece haber prescindido de la cara que mira al futuro, para ver nada más a un pasado del que, además, se recogen las prácticas menos propicias para el desarrollo integral del país, de manera más justa y segura, para que sea capaz, en los hechos, de resolver sus graves problemas internos y planear para bien su futuro, pero también de insertarse con dignidad al rejuego mundial de los intercambios sociales, culturales, económicos y de todo tipo.

El desánimo se convierte en preocupación, para esos simpatizantes y para quienes no lo son, cuando se piensa en la posibilidad de que pudiera cambiarse la constitución a capricho, como lo ha advertido el Presidente, con la consabida alusión a “lo que el pueblo decida”, mostrando seguridad en que en las próximas elecciones su partido asegurará, más contundentemente, las mayorías necesaria -tres cuartas partes de los miembros presentes del Congreso de la Unión y la mayoría de las legislaturas locales- para hacer las modificaciones que juzgue pertinentes.

Quienes se han manifestado abiertamente por la opción contraria, harían bien en considerar que, para arrebatar el control parlamentario sería necesaria una mayoría claramente configurada y con proyectos compatibles, porque de otra manera verían repetirse lo que ya sucede: mayorías calificadas sería fácilmente alcanzables por la suma de los partidos afines al mayoritario y aun de otros.

Es verdad que hay compromisos internacionales que no podrían quebrantarse sin responsabilidad jurídica y graves consecuencias políticas para México, además de derechos fundamentales que no podrían suprimirse de un plumazo.

Así y todo, el empecinamiento obcecado puede intentar lo imposible y empeñarse en llevar adelante sus pretensiones, por muy cuesta arriba y a contracorriente que pudieran parecer, y es ahí que radica el motivo de preocupación, muy actual, porque a la postre serían, otra vez, los menos afortunados quienes más padecerían si se desatienden la prudencia y la sensatez en el Gobierno.

Una nueva Constitución, en todo caso, no bastaría para satisfacer las apetencias de quien gobierna, porque ya se ha visto que las estructuras jurídicas, lejos de ser vistas como soporte y cauce, le estorban.

La Constitución y las leyes no representan impedimento alguno para llevar a cabo las determinaciones de quien ya un día proclamó, mientras gobernaba la Ciudad de México, que no le importaba la ley, sino la justicia, aquella, por supuesto, ajustada a su perspectiva.

Hay que asumir que el proyecto de quien ha mandado “al diablo las instituciones” es puramente político, y que el derecho le estorba.

Va adelantando en lo suyo a paso firme, mientras el debate cotidiano se ve enredado en los tópicos concretos que de propia voz fija en la agenda de cada día desde sus matutinas conferencias de prensa.

No sé si juegue ajedrez, pero sus movimientos parecen garlitos eficazmente empleados para distraer al contrincante, mientras él sigue en lo suyo, avanzando consistentemente hacia el jaque mate que lo ubicaría, en su propia visión, en los Campos Elíseos donde habitan los ídolos patrios a quienes, según expresa con consistencia, intenta emular.

Que a la postre lo logre o fracase, es cuestión diferente, pero es un hecho que dará la pelea; el país, entretanto, podría quedar devastado.

Página 9 de 20