Xavier Díez de Urdanivia

Mucho se ha dicho que hay que propender al “Estado de Bienestar”, me temo que sin haber considerado mucho, me temo, las consecuencias de la propuesta. Vale la pena, por tanto, una breve reflexión sobre el tema.

Hay que remontarnos al siglo 19, en el que la revolución industrial repercutió generando profundas transformaciones sociales, mismas que estimularon a los pensadores de la época para buscar las respuestas que la nueva circunstancia reclamaba.

Entre ellos destacó Karl Marx, cuyas tesis provocaron fuertes oleadas reivindicadoras de derechos entre los integrantes de la emergente “clase trabajadora” de los países recién industrializados.  

La preocupación por el descontrol que esas “cuestiones sociales” estaban generando impulsó la adopción de medidas tendientes a paliar las condiciones de precariedad económica extrema de una buena parte la población, con la Alemania de Bismarck a la cabeza.

Fue así como, entre 1884 y 1887, el Reichstag alemán adoptó un conjunto de leyes que otorgaban una protección elemental bajo la forma de seguros en previsión de accidentes, enfermedades, ancianidad e invalidez, al tiempo en que promovió leyes antisocialistas, en un evidente intento de desmantelar el movimiento obrero, declarándolo ilegal mientras con medidas protectoras intentaba ganarse la voluntad de los obreros.

El modelo fue imitado en otros países, pero es muy significativo lo que ocurrió en Gran Bretaña, primero, y los Estados Unidos, después, porgue en la experiencia británica se percibe ya un germen ideológico de reivindicación social, auspiciado por intelectuales tales como H. G. Wells y George Bernard Shaw, y fue ahí donde Arthur C. Pigou publicó su obra de economía política, a la que puso el título de “La economía del bienestar” (“The Economics of Welfare”), de donde deriva el nombre del modelo que unos años después se replicaría en los Estados Unidos de América para hacer frente a la debacle social que siguió a la crisis bursátil de 1929.

Hay que reconocer que, en términos de lo que podría llamarse “empatía social”, el término y el argumento en el que suele apoyarse  tienen su encanto y hasta para muchos pueden ser seductores, aunque en el fondo oculten factores que hacen a esta visión inoperante y al final, contraproducente.

Es así porque implica la necesidad de cuantiosos fondos públicos, por definición normalmente escasos.

Agenciarlos no es fácil y requiere adoptar medidas fiscales, consistentes en nuevas y más gravosas contribuciones; financieras, mediante préstamos, normalmente internacionales, por la carencia de ahorro interno; o monetarias, lo que tendría gravísimas consecuencias porque la tentación de imprimir billetes sin respaldo en la generación de recursos solo genera inflación, resultando mucho más perjudicial que benéfica.

Pero tiene una consecuencia todavía más perniciosa: La actitud paternalista introduce un incentivo negativo porque desestimula la iniciativa de participar, aportando capital o trabajo, en las actividades económicamente productivas, desde que ofrece más beneficios a quien no trabaja que a quien sí lo hace o se esfuerza por hacerlo.

Mejor sería pensar en un estado socialmente comprometido, no en un gobierno dadivoso a conveniencia, lo que implicaría reconocer la corresponsabilidad de todos respecto de los asuntos que a todos atañen, sin privilegios ni prerrogativas ilegítimas y una convicción ética general que, por desgracia, se ve cada día más lejana.

Es decir, hace falta entender que el estado es la sociedad toda, no el gobierno y la solidaridad un imperativo ético inseparable de cualquier actividad humana, incluidas la política, la economía y la cultura misma.

A olvidar eso se debe que, con frecuencia, las voces que más reclaman medidas pródigas en “bienestar social” lo hagan desde una individualidad rayana en el egocentrismo, perdiendo de vista que a nadie beneficia alcanzar un “bienestar” artificial y menos aún si es inmerecido.

Mejor sería procurar un estado en el que se respeten las normas, porque seguir otra ruta inevitablemente llevará a dar bruces con la aterradora experiencia de estar convertidos en el “estado fallido” que en muchos aspectos de la realidad cotidiana ya está
presente.