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Los fallidos distractores del Gobierno

Xavier Díez de Urdanivia

Cuando fungía como jefe de Gobierno de la Ciudad de México hizo gala de su aptitud para responder a los cuestionamientos que le resultaban incómodos valiéndose de falacias. Hoy, acorralado por el descubrimiento de la “casa gris” en la que vive su hijo en Houston, y queriendo distraer de ese tema la atención, tuvo la peregrina ocurrencia de enderezar las baterías, una vez más, contra España, sin cuidarse de hacerlo con tino y propiedad.

No logró su propósito: las redes sociales mantuvieron como tendencia preponderante todo aquello que con la “casa gris” se vincula.

La información en estos tiempos se abre camino para pasar de la opacidad a la transparencia, como ha ocurrido en este caso, pródigo en detalles que surgen de momento a momento, a pesar de los intentos de la autoridad por obstruir esas vías.

Lo que hasta hoy se conoce –y nadie ha desmentido– permite inferir que, si un directivo de una empresa –Baker Hughes– que hace negocios con Pemex, pone a disposición del hijo del Presidente una lujosa casa, se justifica la suspicacia, dado que hay una probabilidad (se diría que alta) de que esté imbricado en la trama un serio conflicto de interéses y aun la posibilidad de que exista tráfico de influencias.

El inútil esfuerzo por ocultarlo, o desviar del hecho la atención enderezando la atención a la relación con España, solo ha contribuido a afianzar esa sospecha que, de confirmarse, constatará que existe corrupción en el acto mismo, pero también –y aunque no fuera así– en los intentos de encubrirla y en la impunidad que pudiera darse en el caso.

La falacia de distracción no funcionó, y quizás ante la proximidad de la consulta revocatoria, se intentó aplicar por segunda ocasión la receta, esta vez con alguna dosis que se consideró más poderosamente distractora, y entonces se arremetió en contra del periodista Carlos Loret de Mola, haciendo pública información que corresponde a sus datos personales y por consiguiente es confidencial.

Se puede anticipar que este segundo intento resultará a la postre también infructuoso, porque el asunto ya escaló y hay cuestiones conexas a él que ya trascienden nuestras fronteras, pues anunció la senadora Xóchitl Gálvez que será presentada una denuncia ante las autoridades competentes de Estados Unidos por esos hechos, además de que se conoce el texto de una comunicación, girada por un accionista de la empresa estadunidense a los directivos de ella, pidiéndoles, por sí mismo y en nombre de otros accionistas cuyos nombres no menciona, que aclaren lo acontecido y procedan a informar a las autoridades de su país, a los accionistas y a los medios, de la manera que sea procedente.

Con toda seguridad serán vistos todavía más episodios, que difícilmente podrán ocultarse con un dedo, o con toda una batería de falacias.

Sin ser adivinos, es fácil avizorar, que, de seguir así, se actualizará el peor riesgo de un mal Gobierno: la degradación de la calidad de vida de los habitantes del país, con los pobres pasándola peor que todos.

Hay que añadir este infausto asunto a la vastísima colección de dislates cometidos en la primera mitad del sexenio, que son muchos y muy graves cada uno de ellos considerados aisladamente, pero que en conjunto dan en un producto mucho más pernicioso que la suma de todos, porque contribuyen al deterioro de la incipiente democracia mexicana, como se muestra en el informe de “The Economist Intelligence Unit”, en el que México aparece reclasificado: de “democracia defectuosa” ha pasado a ser “régimen híbrido”, a un paso de ser “régimen autoritario” (https://www.eiu.com/n/campaigns/democracy-index-2021/).

Un examen objetivo de las circunstancias, a fuer de ser imparciales, difícilmente aportará elementos válidos para contradecir ese informe.

Gobernar bien –y no es admisible otra forma de hacerlo– requiere de seriedad, decencia y buena fe, cuando menos y por si fuera mucho pedir, además, inteligencia ¿hay motivos, en su ausencia, para abrigar esperanzas?

La lumpendiplomacia

Xavier Díez de Urdanivia

La diplomacia es el arte de cultivar las buenas relaciones entre los países. México tiene en ello una tradición de gran categoría, y aun ha producido momentos luminosos, para sí mismo y para el conjunto mismo de cuantos países forman la comunidad internacional.

A ello han contribuido personajes de la talla de Isidro Fabela, Genaro Estrada, Antonio Gómez Robledo, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Rosario Green, por solo mencionar a unos pocos de los muchos que han contribuido a dar lustre, en la normatividad y en el ejercicio, a la diplomacia mexicana.

El impulso surgido de esas vertientes definió los perfiles de la vocación pacifista y contraria al intervencionismo que ha caracterizado a la política exterior mexicana, acrisolada originalmente en la llamada doctrina Estrada, que postula los principios de “no intervención” y “autodeterminación de los pueblos”, y ha sido el germen desde el cual se desarrolló el conjunto de “principios normativos” a los que debe sujetarse la vinculación de México con otros países, los que, de acuerdo con la fracción X del Artículo 89 constitucional, son: “la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.

Sería ocioso bordar sobre la idea de que la diplomacia, para cumplir con esos principios, necesita transitar por caminos de conciliación, acercamiento y buenas maneras, porque nadie se acerca a aquellos –o aquellas– que se muestran hostiles, provocadores, ofensivos y retadores, por mucho que quienes así se conducen aduzcan que lo hacen porque les asiste un supuesto derecho a expresarse con total libertad; pues aunque eso fuera cierto, se ceñiría a la esfera y no cabe en el desempeño de una función pública.

Por contrapartida, las vías diplomáticas son vías de cortesía, sujetas a fórmulas y protocolos, pensados para atar, no para generar animadversión. Bien se sabe –vox populi– que “caen más moscas en la miel que en la hiel”.

Es de lamentarse que eso, que tan claro se muestra al sentido común, se oculte a quien debe conducir la política exterior mexicana y hacer los nombramientos idóneos para el desempeño de esa misión.

A nadie escapa el desapego de quienes conducen la vida pública del país frente a las normas que rigen su quehacer, lo que muestra una profunda aversión por el orden institucional que es significado por el “estado de derecho”.

Da la impresión de que eso, que ya de suyo resulta inconveniente, hace todavía más lúgubre la perspectiva cuando esa actitud adquiere visos de fobia contra todo lo establecido, al grado de que lo racional se combate con irracionalidad, lo sensato con insensatez y lo natural con medidas contra natura, dando en la destrucción de los esquemas y prácticas establecidos, aunque hayan acreditado ser adecuados.

El universo de reclutamiento, puestos en esa actitud, deja de ser el propio de las personas adecuadas para proyectar la mejor imagen de México y los mexicanos, representar sus intereses inteligentemente y con observancia de las normas y la más elemental cortesía, para volver la mirada hacia las antípodas, buscando que la nueva fuente sea un sector social que, para efectos de la diplomacia, equivale al que el propio Marx estimó incapaz de hacer aportaciones positivas, en general, y denominó “lumpenproletariado”.

Acudir a esa fuente para reclutar a embajadores y cónsules no puede conducir sino a la degradación de la función diplomática y a desviar su rumbo, causando animadversión, rispidez y rupturas, en vez de tender puentes y construir relaciones positivas.

Detener esa tendencia y enmendar el rumbo es imperativo para evitar que se asiente, en el lugar que ha ocupado la práctica correcta y ameritada, esa indeseable política que bien podría designarse como lumpendiplomacia, un vicio que es imperioso evitar.

La dignidad y los derechos humanos

Xavier Díez de Urdanivia

La dignidad, “novedosa” protagonista en el discurso público, proviene del término “digno”, que tiene por significado general, en los diccionarios y etimológicamente, el de pertenencia a una cierta categoría, por merecimientos propios, hereditarios o a causa del cargo, oficio o función que se desempeña.

El lexicón de la RAE recoge, como acepciones del término “digno”, las siguientes: “merecedor de algo”; “correspondiente, proporcionado al mérito y condición de alguien o algo”; “que tiene dignidad o se comporta con ella”; “propio de la persona digna”; “dicho de una cosa: que puede aceptarse o usarse sin desdoro” (como el ‘salario digno’ o la ‘vivienda digna’); y “de calidad aceptable (como “una novela muy digna”, por ejemplo).

Si se pierde de vista ese significado, es inminente el riesgo de ver vaciarse de sentido esa palabra con el curso de los años, hasta convertirse en una “palabra comodín” o “palabra gozne”, útil para rellenar huecos conceptuales y espacios ayunos de sentido en los argumentos y discursos, sobre todo en los de carácter político.

En este tiempo de definiciones, en el que eso está ocurriendo, conviene partir de plataformas semánticas firmes, sólidas y claras, porque de otra manera la comunicación será imposible y todo intento de acción colectiva, lejos de resultar positivo, contribuirá a la confusión y acercará progresivamente al caos.

Por eso creo que importa recordar que, históricamente, fue un adjetivo que solo se generalizó para calificar a todos los seres humanos cuando, desde la perspectiva cristiana, se echaron abajo las barreras culturales que servían de base para la distinción entre ellos, y se estableció el principio de igualdad esencial por el solo hecho de ser humanos, independientemente de toda otra diferencia que pudiera deberse a la etnia, origen, género, etc.

Varios siglos después, surgió la corriente filosófica conocida como “escolástica”, que hace una síntesis entre la doctrina cristiana y la filosofía aristotélica, y entre otras cosas propone la existencia de un derecho natural, inmutable porque es el sello impreso en la naturaleza humana de la voluntad divina, a la que debe plegarse toda norma que los seres humanos emitan, al grado de no considerarla, en rigor, como derecho.

Al atravesar la historia por el “siglo de la ilustración”, el surgimiento del positivismo científico motivó el desplazamiento filosófico hacia la propuesta de la razón como fuente normativa, haciendo descansar en ella, ya no en la revelación, los fundamentos de lo que entonces comenzó a llamarse, expansivamente, “derechos del hombre”.

Con el resurgimiento de las múltiples reivindicaciones de los derechos fundamentales, que se relanzaron tras la Segunda Guerra Mundial, la búsqueda de un fundamento teórico-filosófico para los así llamados “derechos humanos” fue a dar con la “dignidad” como propósito, motor y fin, con tanto éxito que penetró todos los campos de la actividad humana, incluidas la política y la economía.

Todo eso está muy bien, porque reivindica el valor humanístico de esas actividades, pero lo malo ese que, entre otras cosas, por la indefinición conceptual de esa plataforma teórico-filosófica, la perdida de contenido es palmaria cuando se revisan las tesis y doctrinas que pretenden justificar sus acciones en ninguna otra cosa que la panacea que proponen: los derechos humanos, y estos, en una dignidad humana cuyo sentido suele presentarse de manera obtusa.

Si se agudizara ese proceso, el germen de autodestrucción de esa inexcusable base del orden jurídico y la certidumbre que aporta el respeto efectivo a los derechos fundamentales, estaría cerca, pues la falsificación y la mentira acabarían por inutilizar los derechos fundamentales y los afanes progresivos y expansivos sin coto que se enderezan contra los gobiernos –aunque, a la manera marxista se haga referencia al “estado”– dejarán en la nada el acceso al orden y al buen Gobierno, necesidades fundamentales también, abriendo la puerta al caos o, peor, al endurecimiento del poder y a la dictadura.

Hay que tomar en serio estas cuestiones y no echarlas en saco roto; todos, no solo los supuestamente “iniciados”.

Diez reflexiones sobre la misión universitaria

Xavier díez de Urdanivia

Hace algunos años, Adolfo Nicolás, S. J., en ocasión de cumplirse 125 de haberse fundado la Universidad de Deusto, en Bilbao, impartió en ella la lección inaugural de cursos, durante la cual propuso 10 reflexiones sobre la función histórica de las universidades y de sus perspectivas en el futuro.

La primera se refiere al equilibrio que debe buscarse entre las disciplinas científico-técnicas y las humanísticas, así como al necesario fomento de las investigaciones y estudios que exploren las zonas fronterizas entre esos dos campos del saber.

La segunda, a la necesaria salvaguarda que debe tener lugar del “sentido histórico” de toda universidad, que no es otro que la “búsqueda honesta y colectiva” del conocimiento, su preservación y acrecentamiento, para transmitirlo a las generaciones subsecuentes. Ello, a pesar y aun contra las exigencias del mercado.

La tercera, al deber de propiciar vías y maneras de difusión y de acceso al conocimiento que no solo no incrementen las desigualdades, sino que las combatan, propiciando propuestas concretas para el desarrollo, comunitario e individual, de los más desfavorecidos.

La cuarta consiste en destacar el deber universitario de convertirse en puntal en la promoción y aplicación de modelos más justos en la relación económica, tanto entre las personas como entre los países.

La quinta se refiere al deber de promover un conocimiento transformador de la sociedad, de la opinión pública y de la propia universidad, conforme a principios éticos de referencia.

La sexta, tiene que ver con el diálogo intercultural, que siempre deberá propiciarse, abriendo canales efectivos en ella para que aquel tenga lugar libre, respetuosa y creativamente, y hacerlo de tal manera que la universidad cumpla con el deber de erguirse como modelo del diálogo “frente a una sociedad sorda”, cuidando que esa misma actitud se asimile bien por los alumnos.

En séptimo lugar y para de verdad promover el desarrollo integral de la persona, además de la difusión de conocimientos y adiestramiento de habilidades profesionales, la formación universitaria requiere del cultivo de una inquietud cultural, humanística, que capacite a los alumnos para ser “ciudadanos conscientes y críticos, sensibles a la verdad, a la bondad y a la belleza”, al tiempo que les permita inquirir libremente acerca del mundo y la historia. Es decir, los objetivos fundamentales de la formación integral de los alumnos, que son tres: adquirir conocimientos (saber); entrenar sus capacidades y competencia profesionales (saber hacer); adquirir familiaridad con la cultura, un conciencia ciudadana y global, y aprehender valores éticos trascendentes que inviten a transformar el mundo (saber ser, saber estar y saber convivir).

Deberá fomentar en los alumnos, además e inexcusablemente, el pensamiento autónomo, de manera que, con sentido crítico, puedan afrontar la avalancha de información característica de todo tiempo presente y futuro, proporcionándoles criterios de solvencia para la búsqueda y creación de fuentes rigurosas, sin sesgos ideológicos o signados por intereses económicos o cualquier otra naturaleza espuria.

Como novena cuestión de reflexión incluye el deber de aprovechar las nuevas tecnologías de la comunicación, con creatividad, para desarrollar a partir de ellas mayores y mejores posibilidades formativas y participativas.

En el décimo lugar, tener siempre presente que cada universidad es en sí misma un “proyecto social” y tiene, por tanto, la responsabilidad de insertarse, de integrarse se diría, en el sistema social de su entorno inmediato, pero también en el nivel global, participando activamente en el debate cultural, científico y ético, para iluminarlo y adquirir luz de él.

La pregunta pertinente es hoy, en nuestro México, ¿cumplen las universidades, a cabalidad, con su misión de ser puntales en la misión de ser puntos de convergencia entre las diversas corrientes de saber y pensamiento, para contribuir al estudio profundo y la búsqueda de soluciones a las crisis que evidentemente viven nuestro país y el mundo entero?

La pregunta está en el aire. La respuesta, en manos de las universidades, públicas y privadas, pero también de la sociedad, recipiendaria de los aciertos y errores.

2022

Xavier Díez de Urdanivia

El nuevo año despunta con nada buenos augurios, y no sólo a causa de la pandemia, que por sí misma ha sido devastadora, sino a un mal que ha hecho presa de muy amplios sectores de la sociedad mexicana: la peculiar idiosincrasia compuesta por una combinación de apatía, sometimiento, oportunismo y desfachatez, que inhibe los comportamientos dignos, individuales y colectivos, que podrían hacer virtuoso lo que hoy es vicio.

Como toda afectación cultural, ese mal no distingue entre gobernantes y gobernados y, en un perfil como ese, es natural encontrar una tendencia a transferir responsabilidades, y nada mejor que hacerlo a un impersonal “Estado”, que así se convierte en un elemento útil para el alivio moral de eliminar las culpas propias, transformándolas en culpas de otro o, en su caso, a los gobernados, las administraciones anteriores o a otras “fuerzas oscuras” de naturaleza siempre imprecisa.

Existe, además, un excesivo pragmatismo materialista que, costa del sentido de lo que es correcto y lo que no conforme a una ética muy elemental, suele definir los rumbos del quehacer, público y privado, hacia la adquisición de satisfactores artificiales que trascienden las verdaderas necesidades humanas, incluido el orden social, que así va quedando perdido en medio de la confusión y la rebatinga.

Las señales son muchas, pero es mayor el esfuerzo empeñado en disimularlas que aquel que se aplica a los esfuerzos por resolver de raíz los problemas que verdaderamente aquejan al país y en él se han vuelto endémicos.

Abundan las falsificaciones, las distorsiones y la simulación, al grado de que en el camino han sido envilecidas, incluso, las más enaltecedoras y nobles causas, volviéndose instrumentos de operación de grandes estafas, el modus vivendi de grupos perfectamente identificados o, cuando menos, identificables.

En la época que corre, el influyente papel de los medios y el impulso de algunos colectivos de la llamada “sociedad civil”, ha contribuido a cambios culturales muy importantes, al grado de que hoy tienen un lugar preponderante en el debate público temas que se habían preterido de él.

Muy nobles causas encuentran eco en nuestros días, pero la penetración nada deleznable en los patrones colectivos de conducta ha abierto también a la puerta de prácticas que en nada se corresponden con la altura de miras de esas causas, dando lugar a distorsiones y falsificaciones que en nada contribuyen al bien colectivo que se dice buscar.

Tal es el caso, por ejemplo, de los derechos fundamentales, cuya procuración ha dado lugar al nacimiento de prácticas y mecanismos que sirven de distractores y encubrimientos inconfesables, lo que no solo deja de lado la satisfacción del derecho de reparación integral de las víctimas genuinas, sino que se presta para el surgimiento de organizaciones que, antes que ver por los remedios y garantías esperados y debidos, generan canales, a veces copiosos, de obtención de fondos y financiamientos con fines más bien personales que de naturaleza altruista y social como se empeñan en hacerlo creer quienes de manera tan ilegítima operan.

Mientras eso ocurre, el deterioro en la vida de quienes más necesitan del apoyo de los demás crece y las violaciones a los derechos humanos crece., aspecto de la corrupción que no se ha abordado, por cierto, en suficiencia, y que demanda ser atendido.

Es claro que este país necesita cambios estructurales de fondo, pero cambios que propicien la participación en la construcción de los bienes y la riqueza social, que tengan una plataforma equitativa, justa, pacífica y ordenada, porque solo así podrá alcanzarse la firmeza y perdurabilidad que la dignidad personal demanda y que no es accesible para quienes han renunciado a ella a cambio de privilegios indebidos y espurios.

Hará falta distinguir entre el “bienestar”, el “bien ser” e incluso el “tener”, en contraposición, para apenas encontrar el rumbo de la decencia, que a fin de cuentas es el vocablo definitorio de la actitud y conducta necesarias para lubricar bien las maquinarias del orden social.

¿Estaremos a tiempo de lograrlo?

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