Xavier Díez de Urdanivia

Hay quien confunde la “propiedad” con el “poder de regular” y cree que para controlar el comportamiento relacionado con ciertas cosas, hace falta ser propietario de ellas. Ignora, indebidamente, que una cosa es el poder de emitir las leyes (que de ninguna manera es absoluto) y otra muy diferente la capacidad de usar, apropiarse de los frutos y rentas, y disponer de un bien, características del derecho de propiedad.

Viene eso a cuento porque frecuentemente se alude a cuestiones tales como la “soberanía alimentaria”, la “soberanía energética” y otras “soberanías” por el estilo, cuando en realidad lo que se quiere significar es “autosuficiencia”.

Es una confusión que se antoja hija de la ignorancia, porque es muy fácil dar con ejemplos de que nada impide que un poder soberano emita, por el órgano adecuado y mediante los procedimientos apropiados, las reglas a las que deberá ajustarse el ejercicio del derecho de propiedad sobre los bienes, sin necesidad de ser dueño de ellos. Hoy por hoy, además, es un anacronismo distópico pretender alcanzar autosuficiencia, si no es por excepción y en muy pocos rubros.

La globalidad implica asumir riesgos provenientes del exterior, pero la solución no es querer encerrarse a piedra y lodo, sino precaverse de esos riesgos como son el caso fortuito y la fuerza mayor.

Claro está que esa tarea requiere de conocimientos técnicos, destreza y experiencia apropiados en cada rama de la administración pública; por eso resulta inaceptable la suposición de que, para ejercer una función en ella, basten unos pocos -y no siempre buenos- conocimientos, por muy alta que sea la dosis de buenas intenciones.

En eso es muy inconveniente y peligroso improvisar, como lo ha dejado ver el apagón de esta semana y el anterior, ingenuamente referido este al supuesto incendio de un pastizal en Tamaulipas, y aquel al temporal que azota al estado de Texas, eventualidades respecto de las que, en todo caso, fueron omisos los obligados a prestar el servicio de precaverlo de esas incidencias y las variaciones del mercado concomitantes.

La previsión siempre será necesaria y la administración de los riesgos no es un lujo. Hay técnicas probadas para evitarlo, si fuera posible, o atemperar sus efectos, si no. Son medidas que cualquier administrador serio está obligado a adoptar.

En el caso de la generación, conducción y aprovechamiento de la energía, no solo no ocurrió así, sino que además se obró contra lo recomendable cuando, en primer lugar, se excluyó del espacio de las políticas públicas toda posibilidad de innovación y adopción de fuentes y conducción limpias; se obstruyó, unilateralmente, la construcción de ductos, y se ahuyentó la inversión privada en esas actividades, misma que, adecuadamente regulada, es imprescindible.

Por si eso fuera poco, la imposición legislativa que a fuerza de mayoría se va abriendo paso en la cámara de diputados federal -esa iniciativa respecto de la que se dijo que no se le modificará ninguna coma- ensombrece todavía más el ya oscuro panorama y diluye las expectativas de verlo mejorar.

Un buen administrador, para serlo, ha de rodearse de expertos, estar dispuesto a oír y atender la opinión de los especialistas y tener en cuenta toda la información de calidad que pueda allegarse antes de tomar decisiones, especialmente las estratégicas. Una pequeña dosis de humildad no estorba y siempre será necesario un razonamiento correcto, basado en datos confiables.

Si es público, debe tener en cuenta, además, que toda persona tiene el derecho fundamental de dedicarse a la actividad productiva que le acomode, siendo lícita, que no es válida una limitación proveniente del poder público que no emane de ley y que esta solo podrá imponerla cuando ello sea estrictamente necesario para la salvaguarda del interés general, en casos muy claros, explícitos y sin dejar margen para la arbitrariedad.

En el ejercicio de la gestión pública, actividad de suyo compleja, la confusión es mala consejera, y peor todavía cuando la acompañan el capricho y la falta de humildad.