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La Suprema Corte de Justicia de la Nación y el derecho a la vida

Xavier Díez de Urdanivia

El día 7 de septiembre pasado, la Suprema Corte de Justicia de la Nación emitió un fallo que declaró la invalidez del artículo 196 del Código Penal de Coahuila, que establece una pena de prisión a la mujer que voluntariamente practicara su aborto o a quien la hiciere abortar con el consentimiento de ella.

Al día siguiente declaró inválida la disposición de la Constitución de Sinaloa que tutela el derecho a la vida desde la concepción, aduciendo que “las entidades federativas no tienen competencia para definir el origen de la vida humana, el concepto de “persona” y la titularidad de los derechos humanos”.

A causa de lo dispuesto por el artículo 43 de la Ley Reglamentaria de las Fracciones I y II del Articulo 105 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, el razonamiento esgrimido en cada una de las resoluciones citadas será obligatorio en adelante “para todas las autoridades jurisdiccionales de la federación y de las entidades federativas”, puesto que fue aprobada por más de los ocho votos que ese artículo exige para ello.

Precisamente esa característica hace que los precedentes sentados, vinculados como están por el tema que los enmarca, sean no sólo relevantes, sino también trascendentes, y por eso merezcan ser revisados con acuciosidad, para lo cual conviene revisar el contexto jurídico a que está sujeta la deliberación que la cuestión reclama.

Empecemos por la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que en 2011 se reformó para incorporar en ella una serie de disposiciones relativas a los derechos humanos, entre las que se encuentra el siguiente texto: “En los Estados Unidos Mexicanos todas las personas gozarán de los derechos humanos reconocidos en esta Constitución y en los tratados internacionales de los que el Estado Mexicano sea parte, así como de las garantías para su protección, cuyo ejercicio no podrá restringirse ni suspenderse, salvo en los casos y bajo las condiciones que esta Constitución establece”.

También dice que “las normas relativas a los derechos humanos “se interpretarán de conformidad con esta Constitución y con los tratados internacionales de la materia favoreciendo en todo tiempo a las personas la protección más amplia”, así como que “queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas”.

Según el mismo precepto, todas las autoridades -incluidas las jurisdiccionales, y con ellas la Suprema Corte- “tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos de conformidad con los principios de universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad”.

Todas esas incorporaciones refuerzan -y refrescan- una disposición que ya, desde 1857, contempla a los tratados internacionales como fuentes, de primer nivel y con carácter de “ley suprema”: el artículo 133, que dice: “Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República, con aprobación del Senado, serán la Ley Suprema de toda la Unión”.

¿Cuál es la cuestión constitucional en juego en cada caso? ¿Cuál es el bien jurídico tutelado por la norma penal coahuilense declarada inconstitucional? ¿Es correcto el razonamiento de la Suprema Corte de Justicia al hacerlo? ¿Qué peso se confirió al bien jurídico tutelado por la norma penal frente a otros derechos involucrados? ¿Son correctas las ponderaciones efectuadas?

Son todas esas cuestiones que importa revisar con cuidado y el espacio que generosamente concede Zócalo para hacerlo no permite que tal cosa ocurra en una sola entrega, razón por la cual será necesario abordar el tema también en un par de las siguientes entregas.
El tema es de envergadura mayor, bien vale la pena dedicarle tiempo.

Los otros datos

Xavier Díez de Urdanivia

Fue un acto solemne, instituido para cumplir el inexcusable deber de rendir cuentas puntuales del desempeño oficial; las malas prácticas lo convirtieron en una suerte de verbena a la que llegó a llamarse “la fiesta del Presidente”.

Hoy, en el otro extremo, lo que se dejó ver en lugar de eso fue un reducido cónclave -30 personas, según el vocero presidencial- dispuesto al aplauso fácil.

Ese solo hecho mucho quiere decir, y más si se observan las imágenes de un Zócalo cercado por vallas y un Palacio Nacional reforzado para cobijar ese evento.

Las formas hablan del fondo, pero también los silencios. Los “otros datos” que el informe encubrió tras la manida retórica, salpimentada por las punzantes referencias a los adversarios, todos “conservadores neoliberales”, por supuesto, y culpables de todo mal, dicen todavía más.

Esos “otros datos” son “datos” que tienen nombre, apellido y rostro; se asoman cada día en la dramática desesperación de quien, enfermo y sin recursos, acude a los servicios públicos de salud que quedan, sin ser atendidos, sin recibir los medicamentos prescritos o debiendo pagar por los materiales empleados en los procedimientos a que, si corren con suerte, tienen que someterse, o a sus hijos, con la esperanza de recuperar la salud.

Personas desaparecidas, asesinadas, víctimas de los muy diversos delitos que los reportes oficiales arrojan en cuadros y estadísticas que, así presentados, se despersonalizan pero que tienen identidades individuales que no han contado con la protección a que tienen derecho.

Son también los varios millones de trabajadores que han emigrado y, desde aquellos lugares donde han encontrado la forma de ganarse la vida, mandan dinero a sus familias, a cambio de pasar privaciones y tener que tolerar vejaciones sin límite ¿Es un logro, o el reconocimiento de un fracaso que las remesas hayan alcanzado cifras récord por lo cuantiosas que son?

Es una pena -alguna ciudadana mayor lo dijo emblemáticamente hace unos días- que quienes votaron por él, porque “era la esperanza de México”, hayan pasado de esa esperanza a la desilusión, y den ya muestras de irritación peligrosa y muy significativa.

Pero los “otros datos”, manida referencia en el constante diferendo presidencial con la terca realidad, no solo consisten en “matices” aplicados a la realidad u omisiones en el texto leído por el Presidente.

Son también, según han corroborado consultores especializados -como lo hace SPIN- el informe contiene “88 afirmaciones que resultan falsas, engañosas o que no se pueden comprobar” (https://www.debate.com.mx/politica/En-su-Tercer-Informe-de-Gobierno-AMLO-dijo-88-afirmaciones-falsas-o-no-comprobables-SPIN-20210901-0309.html, consultada el 03/11/2021). Eso será muy grave.

La realidad es muy terca y, tarde o temprano, desmiente a quienes la deforman o ignoran, aunque mientras eso pasa y la gente se percata del engaño, mucho daño puede ocasionar basar la acción de Gobierno en mentiras. Ellas solo podrán generar, efímeramente, popularidad que, de cualquier manera, siempre resultará incompatible con una real y verdadera legitimidad.

Un aforismo muy conocido en el ámbito de la gestión, especialmente la pública, dice que una decisión solo puede ser tan buena como la información en que se basa. De ahí que, tratándose de toda política pública, sea preciso contar con información veraz, confiable y oportuna, pues de las decisiones en que se funden ellas y se nutran las acciones de ellas deriven, derivarán consecuencias que afecten a muy amplios sectores de población e incluso trascenderán, a futuras generaciones.

Fundar la acción de gobierno en la mentira resultaría peor que la demagogia ¿habría que construir el feo neologismo, “psemocracia”, compuesto por las palabras griegas “psema” y “kratos”, que significan “mentira” y “gobierno”, respectivamente, para referirnos a un régimen tal?

Afirmó el gobernante que lo que le importa es su propia conciencia. Aunque así sea, es de desearse que muy pronto ella le recuerde la frase, atribuida generalmente a Lincoln, que dice: “Se puede engañar a algunos todo el tiempo y se puede engañar a todos durante algún tiempo. Pero no se puede engañar a todos todo el tiempo”.

El Ejército y la política

Xavier Díez de Urdanivia

Escindir la operatividad militar y la gestión del órgano auxiliar del Poder Ejecutivo a cargo de la defensa nacional es, en sí mismo, un acto político, relevante sin duda y de cuya trascendencia hablará el tiempo, pero el contexto en que se inscribe es de mucho más amplio espectro.

Al Ejército le han sido encomendadas, legal o extralegalmente, funciones propias de otras secretarías. Ha asumido quehaceres propios de seguridad, de gobernación, de asistencia social, de comunicaciones, y hasta de concesionario de servicios públicos.

Ese engrosamiento de funciones podría inducir a pensar, en un primer impulso, que su posición política es de privilegio y hasta podría ser definitoria del relevo presidencial que debe tener lugar dentro de tres años.

Si viviéramos tiempos en los que la tradición pesara y la lógica operara, así podría ser, pero en momentos de incertidumbre y divisionismo, puede suceder lo contrario.

Lo primero que salta a la vista es una distinción clara entre la operación militar y la gestión civil del órgano auxiliar del Ejecutivo, lo que en principio cierra un canal muy importante para el desarrollo político de los militares en activo y abre las puertas para que acceda un civil a la secretaría como titular, ajeno a la disciplina militar.

Si eso ocurriera, el impacto en la solidez de la disciplina castrense y su “espíritu de cuerpo” sería de gran magnitud y pronóstico reservado. Muy probablemente generaría división y conflictos de lealtad que podrían llegar a ser inmanejables y absolutamente perniciosos.

Hay una tercera razón para considerar riesgoso, para el propio Ejército, su creciente protagonismo en tareas que, en sana lógica y conforme a la más rigurosa doctrina militar, le son ajenas.

Esa tercera razón tiene que ver con el desgaste de la otrora imponente imagen del Ejército en el imaginario popular, que ya se ha mostrado no pocos episodios recientes, acontecidos en comunidades donde, incluso, ha sido agredida la tropa por los habitantes, sin temor y, lo que es peor, sin respeto alguno.

La política es una actividad en la que el poder juega a partir de símbolos. Por eso la imagen importa tanto. Los más avezados políticos lo saben bien, y por eso acuden a la mercadotecnia tan asiduamente.

Es así como, en principio, pareciera que para asegurar la perpetuación transexenal de su proyecto, el Presidente hubiera querido contar con el Ejército como aliado y haya buscado congraciarse para ese fin con los mandos castrenses.

En cualquier caso, como muchas voces han advertido y la historia enseña, la militarización de la vida civil es un riesgo que, en vista de los valores patrios y el interés general, no vale la pena correr, porque implica un riesgo severo para el país, en beneficio de un interés egocéntrico de prevalencia de un caudillo que ha apostado todo a la trascendencia de su proyecto.

Todo eso es un riesgo para todos, pero hay uno mayor, si cabe, para el Ejército mismo como institución, pues mientras más actividades asuma como propias, más y mayores serán sus responsabilidades en el caso, nada improbable y siempre creciente en relación directa con el ensanchamiento competencial, de que se presenten inconvenientes y fallas en la operación, los que le serán imputables y que, en una circunstancia de crispación como la que se vive, podrían pasarle una abultada factura.

En un escenario de crisis y expectativas insatisfechas, sin mencionar el fracaso, es perfectamente previsible la transferencia de responsabilidades, que no tendrá mucho que ver con el aparentemente generoso ánimo hasta hoy demostrado. Las supuestas ventajas de antes se convertirán en vanas ilusiones después.

Es inexcusable, en este punto, tener presente que hay que discernir entre la lealtad a la patria, que se refleja en sus instituciones, y la lealtad al “jefe supremo” de las Fuerzas Armadas, que lo es en virtud de una previsión contenida en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, base de todas las instituciones del país.

Consejero de Guerra

Xavier Díez de Urdanivia

Estaba muy quitada de la pena. Participaba, con sus pares –por género, legislatura y partido- en una dinámica de empoderamiento recíproco, que ella no pudo concluir porque, antes de finalizar el ejercicio, la secretaria de Gobernación tuvo que retirarse a causa de una imprevista convocatoria presidencial que no admitía dilación para ser atendida.

Unos minutos después circulaba la nota: Olga Sánchez Cordero dejaba la oficina de Cobián, por voluntad propia, para ir a ocupar su escaño en el Senado, del que tenía licencia.

Así lo anunció el Presidente, de viva voz, aunque a juzgar por la cara de doña Olga, entre a disgusto y contrariada, aparentemente, al hacerlo, se basó en “otros datos” que no coincidían con los que ella conocía.

Apresurado y sin mucho respeto por los protocolos constitucionales, acudía al mismo llamado el gobernador de Tabasco, Adán Augusto López, quien asumirá el cargo en relevo de la señora ministra en retiro en las oficinas de Bucareli.

Como ella, su relevo es abogado, notario público, y ha desempeñado diversos puestos en el servicio público de su tierra, participando en política siempre cercanamente y a la sombra de AMLO, que lo llamó “amigo, paisano y compañero entrañable”, razón en la que parece estar el motivo de nombramiento, que tiene lugar en un contexto político, objetivamente considerado, que está lleno de punzantes aristas.

Los avances de los grupos delincuenciales en el control social, geográfico, económico y político de amplias zonas del país; las fuerzas armadas ocupadas en funciones policiacas y de migración, sometidas, además, a un desgaste sensible y la pérdida de respeto por sectores entre los que había mantenido un alto nivel de prestigio; las divisiones internas del partido presidencial y en sus grupos de apoyo; las pésimas decisiones en materia de la gestión pública relativas a obra, inversión y finanzas; las cotidianas contradicciones entre las promesas y las acciones; el voluntarismo que priva en los criterios para basar la toma de decisiones, etc., etc., son condiciones que debería enfrentar el nuevo secretario de Gobernación para apenas cumplir satisfactoriamente.

Con todo, conociendo los modos de operación de quien decide y sus motivos de preocupación prioritarios, creo que también -y más bien- habría que pensar en otro propósito para la incorporación del nuevo secretario al gabinete.

Se abre un periodo clave, en condiciones muy adversas y el presidente parece haber asumido que, con todo su carisma personal, las metas que se ha trazado son inalcanzables si no se cuenta con un equipo que le permita construir la estructura política necesita, que no puede más descansar en un solo puntal caudillista.

Se abre un periodo definitivo para el éxito o el fracaso del verdadero proyecto, el que tiene que ver con la consolidación y conservación del poder político, que para actuar desde las instituciones tendría que contar con el soporte y los canales del poder jurídico, tan menospreciado por él, curiosamente, tanto como por sus seudo enemigos “neoliberales” (en aras de una pretendida “justicia”, uno; dejando que opere sin cortapisas la “mano invisible del mercado” que, según ellos, “todo lo arregla” si no se le estorba, los otros).

La preocupación del presidente ante un descenso palpable en su ascendiente social, el menoscabo del control legislativo con la nueva composición cameral, el tiempo que inexorablemente fluye y la impericia mostrada en la ineficaz gestión del manejo político de la cuestión legislativa de la revocación de mandato, sin duda detonaron la decisión que, de todos modos, ya se esperaba. Súmese la necesidad de controles para poder operar la contienda presidencial que se avecina, y entonces se encontrará razón suficiente para el relevo.

Como en esos legendarios conflictos entre las familias sicilianas, valga la metáfora y discúlpese la impropia comparación, hará falta contar con un operador inteligente, avezado, pragmático e incondicional que, como “consejero de guerra”, pueda maniobrar eficazmente. Ésa será la función del nuevo secretario de Gobernación en los agitados tiempos -todavía más- que ya están a la puerta.

La militarización sigue su marcha

Xavier Díez de Urdanivia

Poco a poco se va diluyendo aquella promesa de regresar al Ejército a los cuarteles, y cada vez más aceleradamente se involucra a las fuerzas militares en actividades civiles, en un país de expresa y muy sólidamente apoyada vocación pacifista, pues se le ha convertido en policía, mediador y hasta contratista, echando mano del bien ganado prestigio de su disciplina y lealtad a las leyes y las instituciones creadas por ellas.

El viernes anterior se dio un paso más en ese sentido, al anunciarse el nombramiento del comandante del Ejército Mexicano, una figura nueva que tendrá bajo su mando las 12 regiones y 46 zonas militares, así como las 19 bases aéreas, además de la Infantería, la caballería, blindada, defensas rurales, Policía Militar y los cuerpos especiales, además de las relaciones con los ejércitos de otros países, enfáticamente las bilaterales con el Comando Norte, es decir, con los Estados Unidos, principalmente.

Fue una ceremonia solemne, ante el comandante supremo, que incluyó pasar revista y rendición de protesta. En ella, el designado rindió la protesta de guardar y hacer guardar la constitución y las leyes que de ella emanen.

El acto sirvió de ocasión para que el titular de la Secretaría de la Defensa Nacional afirmara categóricamente: “Por orden del ciudadano Presidente de la República se reconocerá como comandante del Ejército Mexicano al ciudadano general de División Diplomado de Estado Mayor, Eufemio Alberto Ibarra Flores, aquí presente.

A quien se le guardará el respeto debido a su jerarquía y se le obedecerá en todo lo que mandare referente al servicio de palabra o por escritorio, de acuerdo con lo dispuesto en las leyes y reglamentos”.

Puede que esa reagrupación obedezca a una mayor racionalidad militar, simplemente administrativa o sea trascendentemente estratégica, no lo sé. Es curioso, sin embargo, que tenga lugar, casi se diría que precipitadamente, después de una segunda visita de una misión de alto nivel de los Estados Unidos, que incluía mandos militares, a nuestro país, donde se reunieron incluso con el Presidente de la República.

Esa precipitación -prefiero creer eso que atribuirlo a un desdén abierto y ostentoso a la Constitución y las leyes que se protestaron cumplir y ver que sean cumplidas- motivo que la relevante ceremonia haya implicado que se diera posesión de un puesto inexistente, pues en ningún lado ha quedado prevista la nueva figura y menos aún la potente envergadura del mando que se ha decidido adscribirle.

Ese pequeño bemol no se debe a inadvertencia, lo que sería de suyo muy grave, sino que se hizo con pleno conocimiento de causa, como lo deja ver la explicación del propio secretario, quien, en adición a lo dicho, afirmó también que “se contempla que los legisladores autoricen modificaciones a la Ley Orgánica del Ejército y Fuerza Aérea Mexicanos, su Reglamento Interior y su Manual de Organización General”, para lo cual tendrán que elaborarse y enviarse las iniciativas correspondientes al poder legislativo, a fin de procesarlas, por lo que les espera un trayecto que no será corto, aunque tenga quien las formule la certidumbre de que no les será modificada una sola coma.

Cuando se funda una decisión militar de la magnitud de la que se comenta en nada más que la orden del comandante supremo de las Fuerzas Armadas, sin fundamento otro alguno, se subvierten el orden constitucional y el legal que precisamente se ha protestado guardar y hacer guardar, y eso sí es muy grave y, hasta donde yo recuerdo, nunca visto en los tiempos recientes de la historia de México.

En medio de condiciones en las que se han enseñoreado la incertidumbre, la opacidad, la confusión, las falacias, el argumento de los “otros datos”, el desdén por la objetividad de las leyes y, para rematar, el fundamento del “me canso ganso”, lo que ha ocurrido el viernes 13 en el Campo Marte podría tener un resultado ominoso.

Ojalá que no lo sea.

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