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El garlito electoral

Xavier Díez de Urdanivia

¿Tiene la iniciativa de reforma electoral que ha mandado apenas AMLO al Congreso de la Unión el fracaso por destino, como algunos se han apresurado en pronosticar?

Las apariencias engañan, y eso parece que ocurre en este caso.

A golpe de vista y teniendo en cuenta el contexto, puede constatarse que, en primer lugar, las baterías están dirigidas a la desaparición del INE tal cual está diseñado, propósito confeso del Presidente desde su contrariedad causada por el apego de ese Instituto a la ley –y, por lo tanto, desapego al capricho presidencial– al organizar y desarrollar el desaseado proceso de consulta relativa a la “Revocación de Mandato”, aprovechando el viaje para desactivar los controles electorales que con la creación de ese Instituto y el sistema que en torno a la idea que lo generó se ha procreado.

De esa manera, no solo se eliminaría un factor de amenaza que tal organismo autónomo implica para la fluidez y eficacia de las determinaciones presidenciales, sino que se reforzaría el control central de los procesos electorales, plebiscitarios y refrendarios, con todas las consecuencias que ello implica.

AMLO está consciente de la dificultad que una reforma tal, que requiere enmiendas constitucionales, pase indemne por el proceso legislativo, especialmente cuando acaba de experimentar el rechazo a la iniciativa en materia de electricidad, que condujo, incluso, a la absurda y burda acusación de traición a la patria de quienes votaron en contra.

Para paliar esos riesgos, su iniciativa tendría que contener algunos elementos de negociación suficientemente atractivos como para que los partidos de oposición se prestaran a negociar.

Hete ahí que hay dos elementos que, a simple vista, podrían estar pensados para cumplir con esa función.

Uno es la aparente desaparición de la representación proporcional, desapareciendo a los representantes plurinominales, reduciendo sus números, incluso en la integración de los ayuntamientos. Falso: lo que desaparece es la representación por mayoría relativa, basada en distritos electorales, mientras se refuerza la representación proporcional, que se conoce como representación pura, en la que los partidos políticos presentarán listas y obtendrán una representación equivalente al porcentaje de votos que en los comicios obtengan.

El sistema propuesto es ventajoso para las cúspides de los partidos, que serían las que determinaran quienes quedarían incluidos en las listas, así como el orden en que lo harían.

No hace falta mucho razonar para poder concluir que, especialmente en presencia de la reelección posible, los términos del control, en cuanto a vigor y duración, se ampliarían para quienes tengan acceso a formar las listas.

Si se quiere ir más lejos, habría que considerar que la partidocracia que así se reforzaría incrementaría, exponencialmente, el riesgo de pactos y componendas que, ajenos a la ciudadanía, serían proclives a la creación de nuevas oligarquías, más fuertes, sólidas y duraderas.

La otra moneda de cambio es, precisamente, la amenaza que se cierne sobre el financiamiento de los partidos sin acceso a las arcas públicas, porque a cambio de que se mantengan en algún nivel conveniente, podrían estar tentados a ceder en las modificaciones al INE, lo que cambiaría radicalmente su naturaleza y pondría al organismo que lo sustituya bajo la férula del partido dominante.

Bueno será tener presente aquí otra falacia, pues se pretende que para erradicar la vinculación de los consejeros electorales con los partidos, la elección de ellos sea directa, por votación universal.

Otra vez, a poco que se profundice quedará cristalinamente claro que esa vinculación corre el riesgo, muy alto, de convertirse en compromiso y verdadera dependencia, porque para aspirar a triunfar en un proceso electoral de esas características hace falta recursos financieros, técnicos y estructuras electorales adecuadas, que sólo los partidos políticos tienen.

En este último caso, lejos de eliminarse el riesgo que se dice querer evitar, se refuerza la posibilidad de que ocurra.

Todo indica que la ruta para emigrar de la democracia está trazada, mientras los empeños por que el país la recorra persisten. No es hora de flaquear.

El significado profundo de la Pascua

Xavier Diez de Urdanivia

En el significado profundo de la Pascua, independientemente de las diversas creencias religiosas, se comparten elementos que dirigen el ánimo hacia la renovación que purifica, y la esperanza que anuncia una nueva vida.

Para el pueblo judío, desde los tiempos bíblicos, evoca el éxodo hacia la tierra prometida, con todo lo que ello implica de valor fundacional.

Para los cristianos, que recogieron de la tradición judía la festividad, la Pascua es tan significativa que de ella pende el núcleo de la fe que les es propia: la Resurrección de su Señor, Jesucristo, que como cordero se ofrendó a sí mismo para limpiar del pecado a los seres humanos, recuperando para ellos la dignidad perdida por la falta capital cometida en el edén originario, permitiéndoles con ello recuperar la posibilidad de renacer y aspirar a una eternidad bonancible, dejando atrás esa vida constreñida por el lastre que la falta había dejado en ellos..

Importa tener presente que la redención concedida no confería cosa alguna que se pareciera a un salvoconducto gratuito para transitar hacia ese estatus promisorio sin esfuerzo alguno; por el contrario: se trata de un empeño que requiere de una entrega sin reservas, de una actitud permanente y perdurable, que sólo se verá coronada por el éxito si se persevera en el propósito congruentemente y conforme a las enseñanzas del Maestro.

Parecería que todo lo dicho atañe solo a los creyentes incluidos en la tradición judeocristiana, pero no es así, porque el mensaje de Cristo fue dirigido a todos los seres humanos, mientras que su sacrificio consistió en una ofrenda cuyos efectos a todos alcanzaría, siempre que en su ánimo imperara la buena voluntad.

Quienes no profesan la fe cristiana –o no profesan ninguna– se ven igualmente afectados por las miserias espirituales y las distorsiones éticas que parecen haberse adueñado del mundo, enseñoreados como están, a la vista de quien quiera verlos, los antivalores de la codicia, el engaño, la egolatría, el materialismo, etc., ocasionando que la salud comunitaria se descomponga al grado en que se encuentra.

Las prioridades, los métodos, los instrumentos, los intereses y, en general las actitudes, públicas y privadas, dan muestras claras de distorsión e incongruencia.

Hay, entre quienes debieran ser custodios del orden y las condiciones propicias para el desarrollo humano, individual y social, actitudes demagógicas y discursos falaces que gritan a pecho abierto corrupción, pero nada se hace por combatir la gangrena social que afecta al mundo, y ese encubrimiento descarado no hace otra cosa que acelerar el deterioro.

Frente a ello, el potencial integrador de la Pascua es amplio si con ojos inclusivos se mira y se tiene en cuenta el valor ético de la depuración del comportamiento que propugna, frente a lo cual no caben las limitaciones religiosas, porque la generación de condiciones que permitan el desarrollo pleno de los potenciales individuales y del social, tiene su propia y muy amplia valía ética.

Es tiempo de enderezar los rumbos de México, pero para hacerlo hace falta considerar aquello que, sabiamente, apuntara Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, lo que complementa bien algo de Alfonso Reyes que recuerdo haber leído hace ya tantos años que la memoria no guarda la fuente: “el mundo empieza en mi aldea”

Creo que también Aristóteles tendría algo que decir en este punto, pues recordemos que su noción de felicidad, muy sintéticamente enunciada, consiste en la realización plena del potencial humano, el de cada quién y el de todos.

Es así que, ante ese gran potencial generador de actitudes virtuosas permanentes y la capacidad de integración que le confiere su significado profundo, me parece oportuno concluir haciendo patentes mis votos por qué la que hoy celebramos sea una Pascua de todos y para todos sea una Pascua feliz.

En busca de la hegemonía soñada

Xavier Díez de Urdanivia

Hubo un tiempo en que México parecía haber encontrado a fórmula, casi mágica, para equilibrar los factores de los que dependen el orden, la estabilidad, el progreso material y el desarrollo cultural, de manera que en su suelo los seres humanos contaban con condiciones propicias para su desarrollo pleno, la ruta de la felicidad según Aristóteles.

Muchos fueron los factores que incidieron en ese estado de cosas, pero quizás el más destacado fue la estabilidad social que se construyera en torno a la hegemonía de partido posrevolucionaria, cuya piedra de toque fue la firme disciplina ordenada en torno a un mando único, unipersonal y omnímodo: el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Sus órdenes y decisiones tenían más fuerza que las leyes y hasta que la propia Constitución. Ese, paradójicamente, fue también el germen que devastaría la cohesión del sistema, porque esa dictadura omnímoda no tardó en apartarse de la rectoría del derecho, con las consecuencias que están a la vista.

En ese campo de cultivo fue que se formó el actual Presidente, un hombre que, queriendo crecer en la escala social, optó por los senderos de la política y se dio a recorrerlos de la mano de los poderosos, de quienes pudo y supo valerse en sus afanes por escalar en la vida.

Por fin llegó, ya lo sabemos, a la tan deseada Presidencia, objetivo al que apostó todo su haber político y para alcanzar el cual efectuó las alianzas que juzgó necesarias, vistas con plenitud de pragmatismo.

Llegó a su meta, pero las circunstancias que lo esperaban eran muy otras de aquellas que atestiguaron su partida desde su originario Tabasco.

Se topó con una sociedad más informada y participativa; encontró un aparato institucional que había sido puesto, si no a resguardo pleno, sí protegido contra los caprichos y la discrecionalidad, no solo en la toma de decisiones, sino que también en la operación misma; quiso manipular al legislador, pero se topó con que no podría hacerlo como le habría gustado, porque no le alcanzaron sus mayorías en él; se encontró, en fin, con una serie de escollos para que su voluntad discurriera tan fluida y ágilmente como pensó que sería y le hubiera gustado que fuera.

Sus primeros embates fueron contra la rama judicial del poder federal, indignado por las suspensiones concedidas en los amparos contra sus actos, especialmente relacionados con el Tren Maya; a la CNDH la neutralizó maniobrando para que la designación de su presidencia recayera en una incondicional suya, como lo hizo también con la Fiscalía federal; la intención de hacerlo con el Banco de México está en proceso y las baterías están ya también apuntadas hacia el INE, que ha mostrado una entereza digna de encomio, especialmente de parte de su presidente, Lorenzo Córdoba, y su consejero Ciro Murayama. Contra ellos, las huestes presidenciales mantienen la amenaza de juicio político, mientras que el Presidente ha anunciado que, tras la consulta sobre la revocación, iniciará reformas a la ley electoral para defenestrar a los consejeros actuales y estatuir que se elijan en adelante popularmente.

No será esta una tarea fácil de coronar caprichosamente, porque requerirá reformas constitucionales y ya se sabe que, para ello, no cuenta con la mayoría calificada requerida, pero no se puede bajar la guardia porque son bien conocidas sus habilidades y argucias para conseguir lo que se propone.

En todo caso, el que se vive es solo un episodio de los que pueden preverse faltantes, porque al Presidente le disgustan y desagradan las autonomías y los obstáculos que, siendo naturales en la democracia, son barreras opuestas a su hegemonía soñada, por lo que, nadie lo dude, habrá de combatirlas con denuedo.

No es cosa ya de ideologías o conveniencias. Es razón de subsistencia impedir una nueva hegemonía ilegítima, que no sea la de la razón y el derecho. Como nunca, la historia convoca a la cohesión y la altura de miras. A cerrar filas.

Palabra de honor

Xavier Díez de Urdanivia

Hablar de “Estado de Derecho” es hablar de una entidad soberana que, en ejercicio de su poder supremo, expide las normas que le darán estructura y cauce a la convivencia en su seno. Por eso se dice que en toda comunidad que se precie de ser “Estado de Derecho” gobiernan las leyes, no los hombres, enfatizando la sumisión inexcusable del gobernante en turno a las normas.

Para especificar, sin dudas ni equívocos, esa condición, es que se estila “juramentar” ese deber, incluso ante símbolos religiosos.

En México, en lugar del juramento que es común encontrar en otros países, se exige que los servidores públicos “protesten” respetar y hacer que se respeten las normas, especialmente la constitución y las leyes. Esa protesta tiene, desde luego, un valor jurídico; el incumplimiento de ese deber asigna consecuencias en forma de sanción y responsabilidades.

La razón de la diferencia descansa en el puntilloso laicismo mexicano que, respetuoso de todas las creencias religiosas, quiso también mantenerse plenamente ajeno a todas ellas.

En este punto es bueno considerar que, cuando no está en juego ese temor reverencial, se necesita un alto grado de civilidad y auto respeto de quien “protesta”, porque, antes que cualquier otra cosa, estarán su compromiso social y el deber de honrar su palabra, que lo vincula consigo mismo y con la comunidad a la que debe servir.

Esa razón justifica con creces que la Constitución exija que el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos, al tomar posesión del cargo, deba rendir, solemnemente, la protesta de “guardar y hacer guardar la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y las leyes que de ella emanen, y desempeñar leal y patrióticamente el cargo de Presidente de la República que el pueblo me ha conferido, mirando en todo por el bien y prosperidad de la Unión; y si así no lo hiciere que la Nación me lo demande”.

Justifica, también, que recaiga en quien asuma el cargo la responsabilidad de honrar su palabra, y con ella la confianza que le fue depositada, respetando las normas y siendo obediente de ellas.

El actual rindió esa protesta, puntualmente. Por eso resulta inadmisible su desprecio por las normas, expresado en términos despectivos, cuando, ante el procedimiento en el que la Suprema Corte de Justicia de la Nación debía pronunciarse sobre la constitucionalidad del decreto por el que se reforma la Ley de la Industria Eléctrica dijo que los ministros deberían declararla constitucional, agregando: “Y que no me vengan a mí de que la ley es la ley, no me vengan con ese cuento de que la ley es la ley”.

Es verdad que había ya dejado ver, desde que fungía como Jefe de Gobierno en la Ciudad de México, su poco aprecio por las normas, que siempre serán incómodas para quien quiera gobernar a su antojo y sin cortapisas, pero nunca en la presidencia había demostrado tan expresa y contundentemente su desprecio a la civilidad democrática que reside en el orden jurídico.

Sólo los ministros de la Suprema Corte sabrán a ciencia cierta el peso que en cada uno de ellos y ellas habrá tenido esa actitud –y quién sabe que otras presiones no conocidas– a la hora de emitir su voto respecto del proyecto presentado por la ministra Ortiz Ahlf, pero frente a una actitud pública tan desafiante no es de dudarse que haya sido definitiva.

Cada vez más, infortunadamente, este Gobierno se acerca, por sus acciones y omisiones, a un estatus de perturbación intencional del orden constitucional. Es una pena que la pérdida de legitimidad sustantiva que eso implica lleve a intentar “reciclar”, a toda costa, la legitimidad formal que se tuvo por la votación obtenida en su elección original, que acredita la confianza depositada en él y es fuente del compromiso, adquirido con la comunidad toda, de ejercer un buen Gobierno.

El honor no es adorno, es la medida del compromiso de la gente de bien con la palabra empeñada.

El día en que se revocó el mandato

Xavier Díez de Urdanivia

Por fin se llegó la fecha y, sorpresivamente, la concurrencia a los puntos recolectores fue copiosa. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación está a punto de emitir la declaratoria correspondiente.

Ha trascendido que ella constatará que se rebasó el 40% del padrón electoral y, sorprendentemente, a pesar de los pronósticos, el hartazgo y la indignación generalizada se expresaron en las urnas por la revocación del mandato.

En unos pocos días, por lo tanto, se hará realidad el supuesto previsto en la Ley Federal de Revocación de Mandato, que en su artículo 60 dice: “Si los resultados de la jornada de votación de la ciudadanía indican que procede la revocación de mandato, la persona titular de la Presidencia de la República se entenderá separada definitivamente del cargo”.

Como consecuencia, asumirá de inmediato la presidencia de la república el diputado presidente de la Cámara de Diputados, quien asumirá las funciones del cargo en tanto se designa por el congreso al presidente sustituto, dentro de los treinta días siguientes.

En ese escenario, evidentemente ficticio, pero posible, aunque se juzgue remoto, quien se haría cargo de la presidencia sería el diputado Sergio Carlos Gutiérrez Luna, cuya militancia en MORENA es antigua, y su cercanía con AMLO es patente.

Eso solo convoca a considerar inminente el riesgo de una especie de “maximato”, como el de Plutarco Elías Calles, o, por el contrario, la pulverización de las fuerzas integradas en torno a ese líder insustituible del movimiento.

Puede, sin embargo, que al perder ese líder el poder formal, quienes lo han seguido por interés -que seguramente no serán pocos- se dispersen y entonces las resquebrajaduras resultantes en el grupo gobernante -que ha dado muestras sobradas de no ser monolítico- den en un debilitamiento que, si bien en apariencia podría ser propicio para reordenar los factores degradados de nuestro sistema político, en los hechos provocaría vacíos de poder fácilmente aprovechables por esas fuerzas paralelas, incluido el crimen organizado, que han ido creciendo -lejos de menguar- y ya no se ocultan en las sombras de la clandestinidad, sino que son ostentosas a la hora de desafiar al estado mismo con sus manifestaciones de fuerza.

¿Quién, en esas circunstancias, sería capaz de aglutinar a las fuerzas políticas para restañar las heridas y fortificar el cuerpo civil de la sociedad mexicana, tan vilipendiada y herida por sus propios custodios? ¿La señora Sheinbaum? ¿El canciller Ebrard? ¿Un candidato externo?

Difícilmente podría pensarse que una figura ajena al grupo pudiera contar con el poder de concitar las voluntades de modo que pudiera llegarse, si no al consenso, al menos a los acuerdos firmes, claros y tersos que son necesarios para designar al presidente sustituto.

Hay más: ¿Cuál sería la actitud de las fuerzas armadas? ¿Podría mantenerse entre ellas la cohesión necesaria? ¿Habría divergencias entre ellas que hicieran nugatoria su fuerza efectiva? ¿Se mantendrían incólumes las lealtades institucionales, o las contaminarían los intereses personales espurios?

En esas circunstancias, ¿cómo preservar los caminos de la democracia, que con tanta dificultad se han ido labrando en este país? ¿Como recuperar la estabilidad y el orden de una comunidad que ha sido convertida en presa de caza por quienes deberían resguardarla?

Aún en el caso, desgraciadamente remoto, de que un escenario como ese se diera sin incidentes serios, el pronóstico, más que reservado, tendría que ser pesimista.

Se entiende bien a quienes, indignados y justificadamente molestos, ven una oportunidad de, expresar institucionalmente su condena al régimen. Ellos defienden, con razón, la necesidad de ser valientes a la hora de dar la cara a la circunstancia, pero sensatez no es cobardía, ni temeridad valor.

Muchos podrían arrostrar las consecuencias de una situación incluso caótica, aun acudiendo al autoexilio, pero no es el caso de la mayoría, que tendría que quedarse a enfrentar las circunstancias difíciles que serían de esperarse en esa victoria pírrica, que, además, es puramente teórica.

Hacer el juego al régimen es apoyarlo.

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