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La Conago y la Carabina de Ambrosio

Xavier Díez de Urdanivia

Se ha dicho que la esencial justificación del federalismo consiste en unir entidades diversas, característica que en Canadá es muy señalada, pues se trata de un país pluricultural, que ha enfrentado esa circunstancia con razonable eficacia.

Ahí, a causa de ello, se generó una diversificada red de conferencias “intergubernamentales” y estructuras administrativas complejas, para resolver problemas de ejecución y operación que involucren a todo el aparato administrativo, incluidos el federal tanto como los que allá se llaman “provinciales”.

Yo no sé si esas figuras estuvieron en la mente de quienes idearon crear la Conago, formada por un grupo de gobernadores del PRI y del PRD, en febrero de 2002, aunque es evidente que su propósito no fue conjugar y ordenar los esfuerzos de gestión operativa, sino que tuvo una finalidad eminentemente política que se integró en el primer tercio del periodo en que Vicente Fox fungía como Presidente.

Los gobernadores panistas no se integraron a ella sino hasta julio del año siguiente, seguramente porque al fin percibieron que, si bien no era una institución con atribuciones ejecutivas, era, sin embargo un foro en el que podían acrisolarse impulsos y generarse acciones de considerable impacto político, por lo que no podían darse el lujo de dejarlo al garete; de hacerlo, podría convertirse en factor de desestabilización y pérdida de control.

“Haiga sido como haiga sido”, según dijera un clásico, la Conago se integró como contrapeso político, pero pronto se vio permeada por la arraigada “cultura de la sumisión”, lo que la convirtió en un mecanismo protocolario, apto para reunir a los gobernadores y, contra lo que debió y dijo ser en principio, muy útil para hacer que fluyera, hacia los estados, la “línea” del Centro, sin mucho desgaste para este.

Fuera de eso, su utilidad práctica ha sido nula y sus desventajas, muchas. La mayor, seguramente, la simulación de pretender que con esas reuniones se fortalecía el sistema federal, porque eso se hace desde el respeto a la Constitución y su defensa, si fuera necesario aun ante los tribunales, que para eso fueron instituidos. A la postre, en vez de fortalecer al pacto federal, lo debilitó más de lo que ya estaba.

Hoy, la autodenominada Alianza Federalista, compuesta por 10 gobernadores, ha decidido abandonar la Conago.

“Los 10 gobernadores que conformamos la Alianza Federalista, más el Gobernador de Aguascalientes, hemos resuelto poner fin a nuestra participación en la Conferencia Nacional de Gobernadores… con el propósito de construir nosotros un espacio de diálogo efectivo con los poderes de la Unión y los niveles de Gobierno”, dijeron por voz del Gobernador de Chihuahua.

El de Jalisco añadió: “La decisión que tomamos busca dos propósitos: queremos defender los intereses de nuestros estados, para eso fuimos electos y es nuestra obligación; el otro propósito es defender al federalismo mexicano”.

Se oye bien, pero si de verdad quisieran cumplir con esos propósitos harían bien en revisar los elementos que definen la esencia del sistema federal, que no consiste en estirar la mano en busca de participaciones, sino en asumir responsabilidades diversas, aunque complementarias.

Tendrían que empezar por entender que no hay “niveles” –que siempre evocan jerarquía– sino ámbitos diferentes de competencia, y que, si bien se necesita coordinación entre ellos, los mecanismos para llevarla a cabo deben constar en la Constitución o en leyes clara y expresamente basadas en ella.

Un buen comienzo sería, sin dudarlo, abandonar esa práctica degradante de abrir la puerta de par en par –como se hace por regla general– a las reformas constitucionales que, impulsadas desde el centro, socavan el sistema federal y pasan en los congresos estatales –sobre los que tienen determinante influencia los gobernadores– como cuchillo en mantequilla tibia.

Con eso bastaría para empezar; sin eso, la perniciosa simulación continuará, en detrimento de “los derechos del pueblo”, convirtiendo en farsa el quehacer político de “gobernar conforme a derecho”, sin importar quiénes entren o salgan de la Conago o de cualquier otro foro marginal.

El sometimiento ‘por goteo’

Xavier Díez de Urdanivia
El Presidente ha sostenido reiteradamente que su pretensión es implantar cambios en el sistema político mexicano que sean de tal naturaleza que hagan imposible su reversión.

Poco a poco, pero sostenidamente, lo va consiguiendo. Su táctica es muy clara: se pronuncia sobre una cuestión que quiere sacar adelante, o lo hace alguno de sus testaferros; provoca con ello las reacciones adversas que sabe que enfrentará, y a la hora buena matiza la intensidad de los cambios; la gente que había protestado se incomoda de todos modos, pero con una intensidad controlable, y acaba por acostumbrarse y hasta se siente aliviada.

Aunque no deja de preocuparse, se adapta, en aras de encontrar la “paz interior” que le permite reducir la insoportable contrariedad que la sola perspectiva del cambio drástico y profundo le había ocasionado.

En buena medida ha conseguido que opere la “resiliencia”, una palabreja que se ha puesto de moda y que se refiere a la capacidad de sobreponerse a momentos críticos, adversidades o cambios incómodos en las rutinas, y adaptarse una nueva situación que se convierte en una nueva “normalidad”.

Cuando se generaliza socialmente, esa actitud denota la capacidad de una comunidad para sobreponerse a circunstancias adversas, por la vía de la
reconstrucción de los vínculos internos.En ambos casos, es común que se presente como algo positivo, en tanto que alivia tensiones que pueden ser devastadoras para las personas y para las comunidades.

A pesar de sus proclamadas bondades, esa “evolutiva” respuesta, en determinadas circunstancias, puede convertirse en un camino que conduzca la sumisión colectiva, que ya no es tan positiva, sobre todo porque se significa por priorizar, irracional y acríticamente, las circunstancias, deseos y exigencias de quien detenta una función de autoridad, lo que no solamente es contrario al interés general, sino que además denigra y corrompe, en el mejor sentido del término, tanto al individuo como a la comunidad.

Esta, que bien podría llamarse de “sometimiento por goteo”, es una técnica que ha probado ser efectiva en multitud de ocasiones y en muy diversos lugares del mundo, vacunado como ha quedado frente al desprestigio de las imposiciones forzadas y a su irremisible fracaso a la postre.

A veces, sin embargo, vacunados y todo, parece que no ha habido escarmiento, porque todavía abundan los “líderes carismáticos” –como los llamó Weber– enarbolando banderas “ideológicas” que, como es natural, aspiran a cancelar la libertad de generar o seguir ideas distintas de aquellas que, como dogmas inamovibles, patrocinan esos caudillos.

A fin de cuentas, una sumisión así conseguida termina por derivar en aquello que quien lo pretende quiere, y si bien se obtiene de manera más lenta, también puede ocurrir que sea más sólida, firme, perdurable e, idealmente, irreversible, como ya se ha oído decir por quien, además, ha acreditado tener paciencia y tenacidad suficientes para conseguir sus propósitos.

El peso del poder político, innegable en el caso, poco se detiene a reparar en las limitaciones jurídicas del poder, pero no le hacen falta para actuar y hasta puede llegar, dado el caso y si maniobra oportunamente y con precisión, a conseguir cambiar el marco regulatorio, de manera que coincida con su propia visión de México y el mundo.

Podrán ser buenas y nobles sus intenciones o podrán no serlo. En cualquier caso, su disruptiva actuación no se corresponde con ninguna matriz democrática, por distorsionada que sea.

En cambio, se parece mucho a los prolegómenos de muchos regímenes que han terminado por convertirse en dictaduras; evoca, irremisiblemente, el triste recuerdo de la situación que describe, con palabras poéticas, el pastor Martin Niemöller: “Primero vinieron por los socialistas, y yo no dije nada, porque yo no era socialista. /Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista. /Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada, porque yo no era judío. /Luego vinieron por mí, y no quedó nadie para hablar por mí”.

Que no pase lo mismo.

La justicia mexicana

Xavier Díez de Urdanivia

El martes 18 de agosto hubo un “primer diálogo virtual” convocado por la Cámara de Senadores para analizar -una vez más- los “Desafíos de la Justicia Mexicana”.

En él participaron, además de varios senadores, el presidente de la Junta de Coordinación Política de la Cámara de Diputados federal, el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el del Tribunal Federal de Justicia Administrativa y Fiscal, el de la Comisión Permanente de Tribunales Superiores de Justicia de los Estados, la secretaria de Gobernación y muchas otras celebridades de la cartelera del momento.

Pletórico como estuvo de desgastados lugares comunes, se hizo patente, además, la arraigada confusión conceptual que impide a los legisladores, y algunos otros funcionarios, distinguir entre las funciones de las fiscalías, las policías y los jueces.

Por supuesto, el propósito del foro fue analizar los aludidos retos en vista de una inminente reforma, cuyo objeto explícito, para no variar, es “transformar la justicia para hacerla pronta y expedita”, desterrando de ella, “de una vez y para siempre”, el nepotismo y la corrupción, para que en México impere “un auténtico estado de derecho”, siempre, claro, con pleno respeto de la autonomía judicial y con la mejor garantía del “debido proceso”.

Algunos suspicaces, de esos que no faltan -embozados emisarios de pasados tiempos neoliberales seguramente- habrán querido suponer que, tras ese objetivo, se esconde la intención de restarle capacidad al sistema jurisdiccional, sobre en todo en materia de justicia constitucional y en todo aquello que pueda obstruir la tersa fluidez de las decisiones “de arriba”.

Quienes así lo hayan podido hacer, por desgracia, vieron estimulados sus motivos por la ocurrencia de algunos eventos que no abonan a la credibilidad de las buenas intenciones y, en cambio, dan lugar a inferencias que conducen al lado contrario.

En primer lugar, las filtraciones conectadas con el caso Lozoya, que no solo vulneran principios básicos del “debido proceso”, sino que introducen presiones indebidas a los titulares del poder judicial, que son los jueces, cada uno, individuales o colegiados, según la competencia que por razón de materia, territorio o grado les corresponda.

¿Aciertan quienes, además de la pretención de controlar y poner candados a la función jurisdiccional, le atribuyen el subproducto de transferir a la judicatura el fracaso y las responsabilidades de la fallida gestión administrativa en materia de seguridad pública, cuyo control, según se ve, está perdido y sin trazas de recuperación?

Al análisis habría que agregar un par de eventos que, coincidentemente, se presentaros en los mismos días en que tuvieron lugar las cuestiones mencionadas: el anuncio del amparo concedido a uno de los implicados en una de las muchas facetas del “caso Lozoya” y la inmediata suspensión del juez que lo concedió, sin mediar averiguación anterior y con una celeridad inusitada, además de la “inhabilitación” administrativa de la revista “Nexos” por supuestas irregularidades que pudieron o no tener lugar hace ya tiempo y ahora se reviven.

¿Qué reforma jurisdiccional hace falta para evitar que tales cosas sucedan? ¿Hay alguna que pueda aspirar a lograrlo?

De nada vale enarbolar la bandera de la justicia y el “estado de derecho” si a la constitución se anteponen el capricho, la conveniencia o cualquier otro interés que se encubra por el velo de lo que, a fin de cuentas, es la misma arbitrariedad oculta tras la tristemente célebre “razón de estado”.

Hace unos días “El País” publicó una entrevista que el diario italiano “La Repubblica” hizo a George Soros, una de cuyas preguntas inquiría sobre su opinión acerca de la situación actual en Europa y en Estados Unidos, a lo que respondió, en lo que al país del norte se refiere: “EE. UU. es una de las democracias más longevas de la historia…tiene una larga trayectoria en la implementación de controles y contrapesos, y también cuenta con unas reglas bien establecidas. Y, sobre todo, tiene la Constitución”.

¿Hubiera podido decir lo mismo si la pregunta hubiera sido sobre México?

De la democracia a la demagogia

Xavier Díez de Urdanivia

Gran alboroto se ha armado en torno a la intención de someter a una “consulta popular” el enjuiciamiento de los expresidentes por actos que les sean imputables y hayan tenido lugar durante sus respectivos ejercicios.

Curiosa cuestión que, en las circunstancias que imperan, algo parece tener de distractor y mucho de arma política.

Desde una época temprana de la actual administración federal, todavía en el clima de “amor y paz”, el presidente había dicho que no se procedería en contra de los expresidentes, “a menos que el pueblo lo pidiera”.

Mucho se ha hablado de un “pacto de no agresión” con su antecesor, lo que explicaría el cambio de actitud entre la beligerancia del candidato y la afabilidad del presidente en funciones durante sus primeros tiempos, pero causaría extrañeza lo ocurrido en los días recientes, que no hubiera tenido lugar de existir ese pacto, a menos que, por alguna causa o presión desconocidas para el común de los mortales, haya quedado insubsistente.

Pormenores técnicos aparte, la cuestión es relevante porque se refiere a un asunto que ha sido tabú en México, porque, a tono con la marca de la casa, se busca una mano ajena para sacar la castaña del fuego es evidente, pero sobre todo porque ratifica una actitud preocupante: se invoca, una vez más, al “pueblo”, en términos abstractos, para asumir su autoridad soberana y ejercerla en su nombre y sin cortapisas, incluso por encima de la ley.

Ese juego de la política no es nuevo ni cosa de “los anteriores”, porque ya, guardada toda proporción, ocurría en tiempos de la remota antigüedad clásica.

Aristóteles decía, en el libro sexto, capítulo IV, de su “Política”, que “…en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía” (versión tomada de http://www.filosofia.org/cla/ari/azc03192.htm, el 29 de agosto de 2020).

Cuando eso pasa, aparecen los líderes que aducen actuar, siempre, en nombre del pueblo y se hacen, por lo tanto, prácticamente “monarcas”, comportándose como tales, al grado de aspirar a sacudirse “el yugo de la ley” y haciéndose déspotas.

Decía el mismo Aristóteles, al abundar sobre el tema, que “los aduladores del pueblo tienen un gran partido”, y afirma que esta “democracia” corrompida es “en su género lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias”, lo que, a fin de cuentas, confirma ese otro aserto del estagirita, quien demostró que los extremos son iguales.

Toda invocación que desde entonces se hace del “pueblo” en abstracto -y conste que las circunstancias políticas y jurídicas eran harto diversas- irremisiblemente conduce a la inmersión en una atmósfera de rasgos de demagogia, esa democracia corrompida cuando se sustrae de la ley para implantarse en una voluntad omnímoda que, para justificarse, acude al falso recurso de la decisión popular que nunca podrá ser homogénea y que, en todo caso, perdería de vista los derechos y libertades fundamentales de las minorías, lo que constituiría una vulneración inaceptable de ese que es, seguramente, el principal basamento de la legitimidad de todo sistema político contemporáneo: la garantía de los derechos y libertades fundamentales de toda persona humana, sin distinción ni exclusión.

Terminar con palabras de Aristóteles es la mejor rúbrica para la reflexión que aquí se sugiere, porque describen inmejorablemente lo que ocurre cuando los aduladores del pueblo entran en acción: “Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo, porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle”.

Que tengan una buena semana.

La función social de la propiedad privada

Xavier Díez de Urdanivia

Una noticia alentadora recorrió los medios esta semana: la Fundación Carlos Slim suscribió un acuerdo con AstraZeneca para contribuir a la producción y distribución en Argentina y México de la vacuna contra el virus Covid-19, cuya disponibilidad está a la vista.

La contribución de la fundación, a decir de Sylvia Varela –presidenta y directora general de AstraZeneca en México– permitirá contar, inicialmente, con 150 millones de dosis, que prometen ser accesibles para cualquier persona.

La bondad del acuerdo, que incorpora a los gobiernos de los países mencionados, ha producido reacciones que no se corresponden con la esperanzadora actitud que se supondría le corresponde.

En las “benditas redes sociales”, como las llamara un clásico contemporáneo, se han expresado algunas reacciones.

Hay quien da gracias al ingeniero Carlos Slim “y a los billonarios que nos ha dado el neoliberalismo” porque, se dice, “pueden sustituir al Estado” en la asistencia necesaria para cumplir con el deber de garantizar el elemental derecho de acceder a la salud, y hasta algunos trajeron a colación algún tuit viejo que cierta secretaria de la actual Administración habría puesto en su espacio, refiriéndose con ironía a quien hoy se ensalza desde la cúspide. No han aparecido, como es habitual que lo hagan, los detractores irracionales de todo lo que tenga que ver con las empresas ajenas, pero no es sensato descartar que permanezcan agazapados.

En todo caso, hay que subrayar que en los extremos no está la virtud, cuya presencia tanta falta nos hace hoy. Está en el medio y bueno será que se busque ahí.

Por eso, en tiempos de satanización recíproca de los bandos que los ocupan, he creído conveniente reflexionar sobre una cuestión que puede darle sentido al debate, sin las tensiones emocionales que tanto lo afectan.

Una buena perspectiva, en general y en el caso concreto del convenio referido, es la que ofrece el sustrato social de la justicia, esa actitud que Ulpiano fincaba en la constante y perpetua voluntad de reconocer y respetar a cada uno su propio derecho, pero complementado con un sentido de corresponsabilidad respecto de los problemas, retos y necesidades compartidos con el resto de los integrantes de la comunidad.

Eso es congruente con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que entre las medidas que deberán adoptar los estados para asegurar la plena efectividad del derecho a la salud física y mental, establece la “prevención y el tratamiento de las enfermedades epidémicas, endémicas, profesionales y de otra índole, y la lucha contra ellas” (Art. 12, inc. 1, subinciso c).

Cuando la comunidad se expande como nunca lo hizo y las necesidades crecen a la par de las carencias, se impone una acción solidaria generalizada, basada en una efectiva justicia social que, a pesar de que se trata de una noción de origen decimonónico, encuentra sus raíces en Aristóteles, las vigoriza en la escolástica, y emerge con plenitud como respuesta al individualismo exacerbado de la modernidad.

Hoy, frente a la gravísima emergencia de la pandemia que acosa al mundo, se imponía una actitud que honrara el deber de solidaridad que la justicia social enarbola y pregona, y que el derecho internacional de los derechos humanos impone como deber. No hay otra forma de hacerle frente a su incisivo acoso.

Por eso la iniciativa planteada por la Fundación Carlos Slim al laboratorio AstraZeneca y, por ambos, a los gobiernos de México y Argentina, es digna de aplauso.

Me parece una buena manera de alcanzar ese ideal enunciado por el jesuita Luis Taparelli –a quien se atribuye la acuñación de la idea– en su Ensayo Teórico del Derecho Natural Apoyado en los Hechos, publicado en 1843, en Livorno, Italia: “...la justicia social debe igualar de hecho a todos los hombres en lo tocante a los derechos de humanidad...”.

Esa fórmula, con algún matiz lingüístico, es todavía empleada por muchos con aires de novedad progresista, pero obras son amores y no buenas razones.

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