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Kafkatlán

Xavier Díez de Urdanivia

De no ser tan trágica la circunstancia movería al sarcasmo, pero es tan seria y da muestras de encaminarse hacia peores escenarios a pesar del discurso oficial –construido a partir de “otros datos” sin concordancia con la realidad– que no es cosa de satirizar, sino de hacer eco del clamor que cada vez con más insistencia se oye desde los cuatro puntos cardinales y a través de todas las capas sociales, especialmente las que conforman los menos afortunados.

El episodio del momento tiene que ver con lo que la voz popular bautizó como “el registro imposible para recibir la inexistente vacuna”.

¡Ah, que aventura! Primero, el cúmulo de mentiras sobre la adquisición, inexistente también, de la vacuna de Pfizer y el intempestivo viraje hacia la rusa Sputnik V, cuando no había sido autorizada y las opiniones le eran más bien adversas; después, la surrealista colección de excusas pretendiendo justificar la disfunción de la página seudo- habilitada para los registros, que finalmente se compuso, mientras, en una afortunada alineación de los astros del universo “Gatelliano”, la revista británica The Lancet publicaba, finalmente, una opinión favorable de las pruebas de la vacuna rusa.

Ya tenemos registro, ahora habrá que esperar a que un Servidor de la Nación llame a cada persona registrada, para informarle cuándo y dónde se aplicará una vacuna que aún no se produce ¡Que de vueltas innecesarias e inútiles al tiovivo de la confusión y el engaño!

Pero ese solo es el telón de fondo, el ambiente que permea el objetivo central: la gran elección, que será de verdad grande por el número de posiciones públicas que se habrá que cubrir, pero sobre todo por la trascendencia de que está imbuido el proceso.

Disociar un escenario del otro sería ingenuo. De suyo, disociar cualquier escenario, porque es evidente que las apetencias, estrategias y acciones del poder están centradas en ese objetivo y las maniobras para ganar en popularidad parecen, a ratos, desesperadas. No es para menos: el futuro del proyecto político en turno está en juego.

¿Y los partidos políticos? A estas alturas son ellos las instituciones en cuyo seno debiera ya estar en curso la innovación política que las circunstancias requieren, pero en los hechos dan muestras fehacientes de que en ellos privan los intereses personales o, cuando mucho, sectarios, y abundan las pugnas internas por aferrarse al control del lucrativo negocio en que se han convertido.

Con solo asomar las narices a la ventana, quienes dirigen el espectáculo podrían darse cuenta de que ese mundo que sus datos han pergeñado y da la impresión de haber superado cualquier posible combinación de las plumas de Lewis Carroll y George Orwell, es muy diferente de la realidad imperante.

Afuera de su burbuja imaginaria impera la angustia, el olor a chamusquina y a pólvora, la violencia inunda el país que no quieren ver y la corrupción va infectando, cada vez más, el tejido social todo, insensibilizándolo.

Con profunda tristeza hay que reconocer que ese talante obnubila y genera las brechas entre lo que se dice y lo que se hace, pero también amplía la distancia entre este país y aquellos que sí han construido su desarrollo a base de valores, disciplina, trabajo y civilidad.

André Breton, en el primer “manifiesto surrealista”, define al surrealismo diciendo que es “automatismo síquico puro, por cuyo medio se intenta expresar, verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.

A Kafka, sin que haya sido formalmente parte de ese movimiento, cabe identificarlo con él por cuanto que construye, también, un mundo absurdo, ilógico, donde la razón no puede dominar al subconsciente.

¡Con cuánto tino se tilda a veces a nuestro país de ser surrealista!

De pronto parecen tener razón quienes, en tono de sorna, dicen que, si Kafka hubiera sido mexicano, habría que considerarlo como escritor costumbrista.

Por sus frutos serán conocidos

Hubo en México, un Presidente que dijo de su sucesor: “Se preparó muy bien para llegar a ser Presidente, pero no para ser Presidente”. Hoy, con creciente nitidez, reverberan los ecos de aquella voz en los arcanos políticos mexicanos.

A pesar de la frenética acometida del coronavirus, que ha propiciado que se concentre la atención en la pandemia y se dejen de lado otros temas quizás más lacerantes, por todos lados se aprecian dificultades magnificadas por la falta de oficio e incapacidad de gestión.

Uno de los primeros requerimientos del Jefe de Estado es, sin duda, integrar un equipo capaz, moral y técnicamente, de enfrentar los problemas públicos de manera eficiente y eficaz, cosa que en el presente mucho se echa de menos y ha sido puesto, me temo que, con razón, en tela de juicio. ¿La razón? Sus escasos e insatisfactorios frutos.

El muy grave y complejo cúmulo de ramificaciones derivadas de la producción y tráfico de drogas, que tanta descomposición y violencia ha acarreado ha visto recrudecerse en días recientes los violentos enfrentamientos endémicos a lo largo de la frontera norte, desde Tijuana hasta Tamaulipas, y en el centro, el altiplano, los litorales y el sur del país, sin que haya visos siquiera de que tal problema se acerque a una solución.

Lejos de mejorar, las expectativas se avizoran complicadas porque es bien sabido que en esta cuestión es vital la cooperación internacional, especialmente en lo que atañe a Estados Unidos, cuya agencia antidrogas ha dado signos de agravio por el curso que tomo el caso Cienfuegos, respecto de cuya entrega al Gobierno mexicano, hecha a regañadientes, fue condicionada a la indagatoria de la Fiscalía General de la República de nuestro país.

Hay muchos signos del descontento de quienes iniciaron en Estados Unidos el procedimiento y se han escuchado voces que advierten de la posibilidad de que puede reabrirse el procedimiento para juzgar allá al general imputado, cosa que sería procedente porque no ha sido sometido a juicio por el delito que la DEA le imputa.

Añada usted eso a los descalabros económicos, pre y post pandemia, el desorden y la confusión que ocasiona el caos que se ha enseñoreado en el proceso de vacunación –plagado de opacidad y de burdos engaños– y a las demás pifias y fallos anteriores, bien conocidos, y podrá constatar cómo, cualquiera que sea el flanco de aproximación al desempeño gubernamental de estos tiempos, se encontrará desapego al deber y una intención que recuerda la destrucción indiscriminada que caracteriza a todo iconoclasta, que nada bueno y útil aporta para sustituir aquello que dejó morir o de plano destruyó sin provecho.

Abundan los indicadores, incluso los oficiales, que dan buena cuenta de la pobreza y mala calidad de los resultados, no solo en los rubros críticos, sino virtualmente en cualquiera que se elija.

Nadie supone que sea fácil gobernar y menos aún en tiempos de crisis, pero es claro que mientras más pase el tiempo sin soluciones, más se agravará la situación y mayor deterioro traerá eso consigo.

Esa reflexión importa tenerla presente al momento en que sea oportuno recuperar el control que, en aras de una esperanza fallida, se transfirió a quienes no han sabido ni podido ejercerlo adecuadamente. Los tiempos se aproximan, que no se olvide esa responsabilidad.



Honda huella

Se fue uno de los pocos grandes juristas que quedaban entre los que ha dado este país. Un hombre generoso y bueno que sobre esas premisas desarrolló un intelecto privilegiado y construyó saberes que crearon escuela y dejaron huella muy digna de su paso. Fundó, con prácticamente nada más que su ingenio, creatividad y empeño, el Instituto de Derecho Comparado, que bajo su impulso y supervisión evolucionó hasta convertirse en el hoy potente Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM. Descanse en paz don Héctor Fix Zamudio, que bien lo merece, tanto como recibir los honores dignos de su bonhomía cabal.

Sembradores de vientos

Xavier Díez de Urdanivia

La violenta irrupción en el Capitolio de Estados Unidos que tuvo lugar el 6 de enero, no es sino una consecuencia del discurso irracional, racista y discriminatorio en extremo, del presidente Trump.

Él pasará a la historia, de manera nada halagüeña, por muchos motivos, pero ninguno como este escabroso cierre de su ejercicio.

México, de manera muy directa, habrá de enfrentar consecuencias funestas por la misma causa, potenciada para todo efecto por la actitud adoptada por su homólogo mexicano, que mientras se muestra altanero con quienes no le son ciegamente incondicionales, ha hecho gala también de una actitud medrosa frente a los extremos de Trump.

Mucho me temo que el panorama se pinta sombrío, al menos en cuanto se refiere a la relación personal entre los titulares del Poder Ejecutivo en cada uno de los dos países –que tanto más puede pesar por tratarse de depositarios unipersonales– según los indicios que están a la vista de todos.

Para nadie ha sido oculta la notoria preferencia de AMLO por Trump frente a Biden, así como su actitud en cuanto a ser grato a sus ojos y satisfacer sus deseos de manera puntual, aunque en el discurso expresara otra cosa.

Así fueron, por ejemplo, el esmero con que fue contenida la migración en el sur, la resistencia en el reconocimiento del triunfo de Biden y la demora excesiva en la cortesía diplomática de expresarle parabienes por su triunfo.

Son ya las vísperas mismas de la ceremonia en que deberá rendir protesta Joe Biden, y todavía Trump no arría banderas: insiste en que fue víctima de un fraude electoral (¿dónde más se ha oído eso?) y continúa impulsando acciones de esas que enervan a la ultraderecha ignorante que, a pesar de hacer gala pertinaz y palmariamente de su incivilidad, no tiene empacho en proclamar su supuesta “supremacía blanca”.

Esta misma semana visitó Trump la población de Álamo, en el emblemático estado de Texas, con la intención expresa de supervisar los avances del celebérrimo muro que se prometió erigir entre los dos países, a pesar de contar ya con la barrera militarizada que le obsequió el Gobierno mexicano en su frontera con Centroamérica.

Ahí volvió a agradecer públicamente al Presidente mexicano su apoyo y ayuda para guarecer la frontera sur estadunidense de las hordas de “criminales, narcotraficantes y violadores”, como se refirió Trump a los migrantes, mexicanos en su mayoría, durante su campaña hacia la presidencia en 2016, y repetidamente después.

Si algo destaca de la presidencia de Trump –y será sin duda su más trascendental legado, más allá de lo anecdótico– es la profunda división que ha prohijado al exacerbar, con su retórica y sus acciones, los ánimos de los más violentos.

No deja buen sabor de boca quien, sembrador de vientos, genera tempestades que no solo él recogerá, sino que afectarán también a sus vecinos, especialmente si encuentran coincidencia en la práctica de la división y el escarnio como estrategia política.

También las palabras generan violencia, y es bueno que quienes tienen responsabilidades públicas, particularmente las de mayor jerarquía política, tengan también en cuenta aquel otro refrán que reza: “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”.

Si algo enseña la historia, y la de México no es diferente, es que cuando han existido violencia discriminatoria y división, quienes las han practicado fracasan en sus propósitos estrepitosamente y aun terminan defenestrados.

Ojalá que, allá, no pasen a mayores las cosas, a pesar de los temores fundados de que la violencia vuelva a expresarse; y acá, que la experiencia en cabeza ajena ilustre y concite a la cordura y la unión, antes de experimentar la vivencia de un descalabro en la propia.

Actitud de estadista y diplomacia de altura son, en este momento, las claves para recomponer el estado interior de las cosas y esa tan importante relación bilateral. Es de desearse que ambas sean desplegadas en México, con la requerida destreza.

Covid-19: ¿estrategia fallida u objetivo inconfesable?

Xavier Díez de Urdanivia

Ante la emergencia pandémica se dijo que estábamos preparados para enfrentarla, por lo que no había razón para alarmarse y que solo sería una tragedia, dijo el subsecretario López-Gatell, si las cifras de personas fallecidas alcanzaban 60 mil. Puesto que ya se ha rebasado esa cifra hasta llegar a más del doble, según las cifras oficiales (que muchos especialistas cuestionan mientras hacen proyecciones que casi las triplican) ¿es porque fracasó la estrategia, o porque el objeto de la diseñada no era el que suponíamos?

Si de la salud se tratara, es claro que no ha resultado eficaz; si esa variable se sustituye por un objetivo electoral, las cosas comienzan a tener sentido.

Las apariencias inducen a pensar que se distorsionó la perspectiva y se desvío la acción, pues la ocasión ofrecía, para algunos, una buena oportunidad para acelerar el proceso de concentración del poder y reforzar el capital electoral que se había atesorado en las dos décadas anteriores. Solo así sería posible reconocer una estrategia, se entenderían sus tácticas y campañas y se explicaría buena parte de las decisiones tomadas y las acciones desplegadas.

Cabrían también los afanes para mantener el control pleno y exclusivo de la operación, así como del aparato que la llevaría a cabo y se entendería la evidente inadecuación de los perfiles elegidos como actores para atender la emergencia.

La eficaz atención y remedio de la crítica situación sanitaria que atravesamos requería -y requiere- de liderazgo, lealtad para con la comunidad, veracidad, transparencia y, sin duda alguna, capacidad para administrar y resolver la crisis. Las cifras y testimonios son elocuentes y dicen muy claramente que no ha sido ese el caso de la pandemia en México.

De mal en peor había caminado la crisis y hasta parecería que apenas empezaba la cuesta, cuando alguna esperanza apareció en el horizonte al anunciarse la posibilidad de un pronto acceso a la vacunación.

Pronto el gozo se fue al pozo cuando se supo que no solo no serían suficientes las dosis previstas, sino que, al parecer y sin que se haya desmentido la especie, no había siquiera contratos que soportaran su adquisición.

Al caos derivado de la falta de una adecuada logística, de encomendar tareas institucionales a órganos diseñados para otras funciones -como la adquisición de vacunas a la Secretaría de Relaciones Exteriores- había que añadir la miopía de quienes tampoco tuvieron en cuenta los riesgos que la fallida maniobra implicaba inclusive para ese inconfesable y oscuro propósito, si existiera, porque la distracción de medios, instrumentos y recursos iba a causar, a fin de cuentas, descontento e irritación, como ha sucedido.

El afán concentrador no solo pasó por alto al Consejo de Salubridad General y otras instituciones previstas para estos casos, sino que, además, desplazó a los gobiernos estatales y a todo el altamente desarrollado sistema privado de salud, encomendando a servidores de la nación -un engendro de claros visos electorales- y al Ejército -una vez más- la tarea de llevar a cabo la que de repente se volvió fallida campaña de vacunación.

La cereza del pastel en la cúspide del caos y el desconcierto se presentó durante los últimos días de la semana: mientras la secretaria de Gobernación negaba rotundamente el acceso de los gobiernos estatales al proceso de vacunación y el subsecretario López-Gatell se afanaba en explicar, fallidamente, que esa participación no cabía porque la campaña era “nacional”, el Presidente, posiblemente consciente del riesgo que para su proyecto político representaba el consecuente enojo popular, rectificaba y decía que siempre sí podrían hacerlo, aunque a juicio de la llamada Alianza Federalista, que había pugnado por tal apertura, fuera tardíamente.

Ojalá que no lo sea demasiado y que pronto se inicie el camino de las soluciones que las circunstancias exigen, porque si no es así y la estrategia no se rectifica para servir al objetivo legítimo que al caso corresponde, el daño podría ser irreparable aun en el largo plazo.

2021: un año definitorio

Xavier Díez de Urdanivia

El que inicia será un año definitorio para el país. Las elecciones por celebrase en él serán, sin duda, su eje político, porque ellas implican mucho más que un rutinario recambio de titulares. Sin exageración y sin tremendismo, puede afirmarse que es la democracia misma la que está en juego.

Poco a poco, pero consistentemente, hemos atestiguado cómo es que el régimen encabezado por AMLO socava el entramado constitucional de frenos y contrapesos, y cómo ese proceso conduce a la concentración del poder en sus manos.

En la primera semana del año se manifestó esa determinación. Una vez más, está en camino la preparación de una “reforma administrativa” para eliminar organismos autónomos como el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT) y el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), porque, supone y afirma, resultan muy onerosos para el presupuesto y “duplican” funciones de algunas dependencias del Gobierno federal ya existentes.

La falacia es evidente: están ahí esos organismos para complementar la “división de poderes”, estableciendo mecanismos de vigilancia y control que sería ridículo encomendar a los propios vigilados; su existencia beneficia, primordialmente, a las personas ajenas al poder, que son frecuentemente víctimas de quienes lo ejercen indebidamente.

Es verdad que consumen recursos presupuestales, pero en mucho menor medida de lo que ocurre con las dádivas clientelares de los mal llamados “programas sociales”, que enmascaran actividades de abierto proselitismo en favor del partido en el poder, y las pifias económicas y de gestión de sobra conocidas.

Es cierto también que la proliferación excesiva de dichos organismos tampoco conviene a nadie y, en algunos casos, es digna de repensarse, pero en otros en una necesidad imprescindible, justificada precisamente en la “asepsia” política y administrativa que es necesaria para que opere, con eficacia, no solo prescriptivamente, el modelo de “estado de derecho” en México.

Tal es el caso, por ejemplo, del Banco de México, del INE y del INAI, que están en la mira del Presidente, según él mismo lo ha expresado, cuando lo que realmente queda pendiente respecto de ellos es el reforzamiento de su autonomía, porque persisten mecanismos que, desde los procedimientos de designación de sus integrantes, la limitan sensiblemente.

Si en los procesos comiciales de este año consigue el Presidente lo que consiguió al ser electo para el puesto que desempeña, estará sin duda en posición de operar los cambios que refuercen ese proyecto, a despecho de las necesidades políticas y cívicas que este país necesita realmente.

De ahí su preocupación y su prisa por remover los obstáculos antes de los comicios de este año. De ahí sus empeños por reforzar su ascendiente político sobre sus seguidores y recuperar a los indecisos, enriqueciendo inclusive su acervo con otros nuevos, si fuera posible.

La realidad se impone siempre, a pesar de los embates que sufre por parte de las ideologías para distorsionarla, pero los costos de postergar su reconocimiento suelen ser altos y, a veces, imposibles de remediar. Es una lástima que quien llegó a la Presidencia por el impulso de la esperanza de muchos, hoy sea factor de ruptura y desilusión.

Lo más sano para este país –y nada tiene que ver con este aserto ideología alguna– es que la población cobre conciencia de la necesidad de que los mecanismos de control operen debidamente, que esa operación no sea solo formal, sino sustantiva, y que se vea enriquecida en los hechos con comportamientos correctos –ética y jurídicamente– de todos los actores sociales –los relevantes y quienes no lo son– para que la base de justicia social sobre la que se construya la vida comunitaria sea firme y duradera.

En 1955 el connotado jurista uruguayo Eduardo J. Couture escribió a mano, en algún lugar que no tengo preciso, lo siguiente: “…que el año nuevo traiga consigo la felicidad esperada; y que si no la trae, no nos quite la felicidad de seguirla esperando”. Hagamos que, cuando menos, así sea el 2021.

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