Back to Top

contacto@nuestrarevista.com.mx

headerfacebook headertwitter
 

La confusión de un escéptico

Xavier Díez de Urdanivia

En los prolegómenos de un sexenio que promete ser diferente (al menos así lo han querido hacer sentir quienes forman parte del contingente triunfador en la pasada elección) se oye una vez y otra que México habrá de entrar a una cuarta transformación.

En ella reinarán el orden, habrá “estado social y democrático de derecho”, entre las ramas del poder público relucirán los equilibrios que contendrán a cada rama del poder público frente a los posibles (¿también probables?) excesos, imperarán la paz y la justicia, no será el Ejecutivo un “superpoder” ni “dará línea” a los otros. No habrá corrupción ni olvido, pero sí perdón.

De tanto oírlo, y con tanta enjundia dicho, empiezan a verse bien las perspectivas de un cambio que, así contemplado, promete mucho a este país, que tanto lo necesita para salir de los muchos escollos que en el camino del desarrollo cívico, económico y social enfrenta.

Madero, Carranza y otros muchos mexicanos que enfrentaron con las armas a Porfirio Díaz, sus ejércitos y otras fuerzas políticas y económicas, lo hicieron para derrocar a un régimen que aparentaba cumplir las formalidades que la Constitución de 1857 mandaba, mientras soslayaba, en los hechos, los compromisos con la legitimidad que ella misma le imponía, en tanto que se perpetuaba de un modo dictatorial.

Para muchos, enfrentar 100 años después circunstancias equiparables de hegemonía, sea eso cierto o sea exagerado, explica que la gente común –aquella que a fin de cuentas quedó marginada del progreso– se volcara en las urnas con la esperanza de un nuevo, radical, efectivo y perdurable cambio.

En el curso de esas consideraciones, sin embargo, surge de pronto una inquietud: tantas cosas como se prometen y esperan ¿no deberían acaso ser, en su mayoría, consecuencias naturales del buen funcionamiento del gobierno y la gestión pública? ¿Es que tendrían los ciudadanos que esperar otra cosa menos satisfactoria?

En los hechos y prácticas, a pesar de que en el papel constitucional están plasmados los equilibrios de poder, el sistema federal y otras muchas cosas que también fundamentan nuestra república democrática, se habían diluido nuevamente. Por eso la oferta se hizo valiosa a los ojos del elector.

En esas andanzas yendo, algún irredento escéptico se ve, como muchas otras personas, por otra preocupación: muchas de las promesas hechas requerirán recursos –y tiempo– de los que no se dispone ¿qué pasará si no se cumple lo prometido? ¿Cómo reaccionarán esos millones de mexicanas y mexicanos, ya de suyo crispados, cuando vean su frustración crecer al paso del tiempo sin ver acercarse la tierra prometida?

Para aumentar su inquietud, el mismo personaje se topa con una infinidad de noticias que dan cuenta de diversos compromisos expresados por el equipo de colaboradores del presidente electo, y aun por este, en el sentido de aportar recursos o “no reducir el presupuesto a las universidades e instituciones de educación superior”.

Esa noticia lo puso a pensar: ¿no es a la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión a quien toca decretar el Presupuesto de Egresos de la Federación, y hacerlo en equilibrio con los ingresos esperados? ¿Cómo va a cumplir ese compromiso quien no tiene facultades para ello y ha prometido no interferir o dar línea a los otros poderes?

Al ver después cómo, quienes serán coordinadores de las bancadas mayoritarias en las cámaras legisladoras, se comprometieron a llevar a cabo las reformas necesarias para cumplir con las decisiones de quien es su líder indiscutido, el mismo escéptico exclama: “¡Qué chiste! ¡Así ni falta hace que les dé línea!”.

“¡Mal andamos –exclama– si un vendedor viene a vendernos nuestra propia casa, y peor todavía si se la compramos!”.

Contempló el horizonte y vio que se avecinaba una tormenta. Guardó las manos en los bolsillos y se echó a andar, en su personal confusión, pensando: “¿No será que por eso México no atina a prosperar en el camino de su propia construcción con prosperidad y justicia?”.

El desmantelamiento constitucional

Xavier Diaz de Urdanievia

Cien años y 743 artículos reformados lleva la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. De ellos, 154 han sido modificados durante el régimen actual, lo que representa casi el 20% del total de las reformas efectuadas anteriormente. La última –¿ominosamente?– se publicó el día mismo en que se conmemora el inicio de la guerra de independencia, el 15 de septiembre pasado.

La mayoría de esas reformas han tenido por motivo central ampliar las facultades de los órganos del gobierno de la Unión, en detrimento de las atribuciones de las correspondientes a los gobiernos estatales.

El vehículo de concentración, primero, fueron la leyes “generales”, una clasificación que, en rigor, sólo merecen aquellas disposiciones que, en desarrollo de una disposición constitucional, regulan el ejercicio de las facultades concurrentes, es decir, aquellas que la propia constitución otorga a los órdenes federal y estatales como excepción a la regla general de facultades exclusivas.

Después, de plano y ya sin rubor alguno, se dio en la práctica de emitir leyes y códigos “nacionales”, que desplazan a las legislaciones locales en materias que, según el equilibrado diseño original, les correspondían.

Un par de datos interesantes y que usualmente pasan desapercibidos: durante el largo periodo de estabilidad económica y social, pocas fueron las reformas efectuadas a la ley suprema; en cambio, el frenesí de los cambios empezó en los 70, se agudizó en los 80 –para propiciar el suave aterrizaje en nuestro país del entonces abiertamente pujante “neoliberalismo, que aún sigue vivo, pero casi soterradamente– y ha tenido un verdaderamente grande apogeo en los dos últimos sexenios.

¿No es de llamar la atención que a la inestabilidad constitucional correspondan los tiempos de mayor inestabilidad política y social? ¿Es mera coincidencia?

Incluso en materia económica, respecto de la que se pregonan condiciones de prosperidad y estabilidad macroeconómica, los índices de pobreza son mayúsculos y la brecha entre los muy pocos ricos y el resto de la población cada vez más pronunciada, lo que es en sí mismo injusto y, además, propicio para la inconformidad creciente que, ya con visos de acre rebeldía, es perfectamente perceptible entre la gente de nuestro país.

Lo grave del asunto es que, a pesar de esa crispación social, los argumentos desplegados por los centros de poder impulsores del retroceso estructural, a pesar de su retórica retorcida y gastada, no son rebatidos; al contrario, frecuentemente se aplauden, incluso desde sectores ordinariamente críticos, quizás porque la inmediatez de los problemas que se dice pretenden ser resueltos con las reformas, impide ver el panorama que ofrece el horizonte profundo de las intenciones de control que ellas conllevan, pues es evidente que mientras más disperso y limitado se encuentre el poder, más difícil será ejercerlo en favor de intereses particulares.

Hay que recordar que nuestra Constitución es, en el papel, rígida, precisamente para evitar que a voluntad de los poderosos se modifique sin ton ni son, en favor de ellos y perjuicio de los seres humanos cuyos intereses y derechos está destinada a proteger.

En los hechos, esa característica se ha esfumado. Los órganos que deberían protegerla, los partidos políticos incluidos, se han sumado al pequeño grupo rector de la política –¿recuerda usted el llamado Pacto por México?– para decidir, incluso al margen de los órganos legislativos, sobre los asuntos que atañen a todo el país y afectan a todos sus habitantes. Eso rompe el orden institucional y opera contra la democracia.

Ferdinand La Salle, ese jurista alemán marxista decimonónico que habló desde entonces sobre el tema, sostuvo que, a pesar de la generalizada creencia de que la Constitución es una ley suprema, protectora del interés general, en realidad no es sino una expresión de la voluntad de los poderosos, que en la cúspide se dan la mano y coinciden en la adopción de medidas para cuidar sus intereses, “legalizando” las vías para conseguirlo desde la fuente misma de la supremacía jurídica.

¿Acaso La Salle tenía razón?

Adiós, sana distancia

Adiós, sana distancia

Columnista: Xavier Diez de Urdanivia

Los tiempos de la sana distancia se terminaron. “Somos el partido en el gobierno. Y el gobierno es Enrique Peña Nieto. Que nadie se extrañe. Que a nadie le llame la atención. Ahí estaremos.Aquellos tiempos en los cuales se hablaba de una ‘sana distancia’ están muy atrás”, dijo el diputado Manlio Fabio Beltrones hace unos pocos días, y aunque no sorprenda ya a nadie ese lenguaje, es algo sobre lo que hay que reflexionar.

Casi doscientos años lleva México intentando construirse como un estado moderno, y habiendo nacido de una vigorosa reacción antimonárquica y federal ¿no parecen retrotraerse las cosas a las condiciones imperantes durante la era colonial, según el infortunado enunciado de quien seguramente será la cabeza del PRI en los próximos cruciales tiempos?

En la era contemporánea, la democracia republicana, siempre en evolución, nace como contrapartida de la monarquía, mientras que “estado de derecho” implica varias cosas: supremacía de la constitución, que para evitar vaivenes ha de ser rígida; división de poderes; imperio del derecho - “gobierno de las normas, no de los hombres”, según el modelo anglosajón- y sobre todo, garantía de los derechos fundamentales de los seres humanos.

Es preocupante la perspectiva que ofrece la expresión del diputado Beltrones, porque ratifica que el tan manido “estado de derecho” ha pasado, de ser un modelo teórico estructural, a convertirse en una frase vacía del discurso político.

La supremacía constitucional queda en letra muerta: mientras su artículo 41 dispone que “ el pueblo ejerce su soberanía por medio de los Poderes de la Unión, en los casos de la competencia de estos, y por los de los Estados, en lo que toca a sus regímenes interiores, en los términos respectivamente establecidos por la presente Constitución Federal y las particulares de los Estados…”, el diputado Beltrones afirma que “el gobierno es Enrique Peña Nieto”.

Parece haber caído en el olvido que la Revolución de 1910, como lo hiciera la de Independencia un siglo antes, se hizo precisamente para romper el nudo gordiano que se formara por la concentración del poder.

Hoy, en pleno siglo XXI, lo que hace falta es generar certidumbre, bien cimentada en valores comunitarios, acentuar la protección efectiva de los derechos y libertades fundamentales, y allanar las desigualdades con un sentido franco de justicia y solidaridad, no buscar perpetuar condiciones de privilegio tejidas desde la cúspide de un poder derivado que, si se ejerce en favor de intereses sectarios o particulares, deviene ilegítimo.

Se requiere que haya respeto a la tradición constitucional, sin descartar una evolución razonada y congruente, así como sensatez en las decisiones y acciones de gobierno, acciones que, en un esquema de necesaria coordinación, se expresen en el respeto de las competencias y jerarquías constitucionales, sin subterfugios -de mala técnica por cierto- desarrollados con artificio para soslayar la distribución constitucional de ellas.

Lo demás vendrá por añadidura, si la circunstancia es propicia para la creación de una nueva cultura en la que la comunidad misma, y las autoridades que en su nombre gobiernan, recuperen el imprescindible sentido de responsabilidad y se destierran, por tanto, las lacras de corrupción –en todas sus vertientes y manifestaciones- que la aquejan.

Solo así se podrá encontrar el camino del desarrollo integral, equilibrado y justo, que tan esquivo ha sido para nosotros desde que nació México al concierto de los estados con pretensiones de independencia.

Bueno sería considerar que un desarrollo tal, sin tan extremas y ofensivas desigualdades, con prevalencia del interés general sobre los particulares y leyes que por igual garanticen las libertades y derechos básicos de un modo armónicamente justo, requiere más que un nuevo “pacto” bilateral como el que se enuncia.

No es desde la élite, sino entre todos, como es que podrá lograrse por fin tan preferido anhelo. Si de verdad lo queremos, es tiempo ya de poner manos a la obra, sin empeñar los esfuerzos en anular los vectores que pueden llevarnos por el rumbo correcto.

Trump y el “Destino Manifiesto”

Trump y el “Destino Manifiesto”

Xavier Díez de Urdanivia

El 23 de diciembre de 1823, durante su séptimo mensaje anual al Congreso de los Estados Unidos de América, James Monroe fijó los términos de la doctrina que hoy se conoce con su nombre y que es común sintetizar en una frase: "América para los americanos".

Aunque esa "América" era todavía el continente y no los Estados Unidos -como en estos días se pretende que sea- el mensaje implicaba, bajo un manto de aparente y fraternal solidaridad, el reclamo de que el de hermano mayor entre los nuevos países de América era un papel que los Estados Unidos asumían para sí y que estaban dispuestos a imponer esa posición y defenderla a toda costa.

La postura de Monroe pudo no haber sido más que simplemente anecdótica si no hubiera sido porque trascendió hacia la formación de la más extendida y elaborada doctrina del "destino manifiesto", que se arraigó fuertemente en el pensamiento y la acción de la política exterior de los Estados Unidos, que a partir de entonces se auto designó "gran guardián de las libertades y la democracia", como designio basado en una doctrina que, desde ese lejano inicio del siglo 19, expresa una filosofía que abarca el quehacer histórico estadounidense como un todo y es la impulsora básica de la vida y la cultura estadounidenses, especialmente en lo que hace al quehacer político y diplomático.

La frase que identifica a esta ideología fue acuñada por John L. O'Sullivan, en 1845, como un intento de explicar los afanes expansivos de los Estados Unidos y justificar su reclamo de nuevos territorios.

Para justificar esa pretensión se han expuesto razones que quieren convencer de que, en una suerte de sino predeterminado, es carga del hombre blanco conquistar y cristianizar la tierra, aunque en realidad lo que se busca es encubrir el más mundano propósito de la apropiación de riquezas, tierras y poderes que no les correspondían.

La esencia del impulso proveniente del destino manifiesto permanece inmutable, aunque sus modos de significación han mudado conforme cambia la circunstancia.

La primera guerra mundial abrió un capítulo nuevo para la expansión de los Estados Unidos, que hasta entonces habían permanecido concentrados en el continente americano, y dio cabida a una irrupción sin precedentes en la esfera mundial, en la primera incursión militar trasatlántica de ellos, misma que fue, además, inédita en su magnitud y en sus perspectivas.

Vino luego la segunda, cuyo final dio lugar a lo que se llamado el "corolario Roosevelt" de la doctrina del "destino manifiesto", que fue más allá de los linderos de la mera vigilancia continental por medios militares, para convertirse en una apetencia de salvaguarda ya no sólo continental ni meramente militar, sino global y abarcando todo aspecto económico.

Después, todavía fresca en la memoria, vino la "guerra preventiva" de G. W. Bush, que fue declarada contra un enemigo difuso e impersonal, el "terrorismo", facilitando las cosas para actuar como el gran decisor de las cosas del mundo, en línea con la misma doctrina.

Hoy, el enemigo elegido es la migración, pero no cualquiera, sino la de los "bárbaros del sur", esos que, sin distinción ni excepciones, son portadores -según quien sin clemencia ni recato los combate- de las más indeseables prácticas, porque son criminales irredentos que contaminan a la sociedad estadounidense y ponen en riesgo su seguridad.

Las políticas públicas determinadas por el actual Presidente de los Estados Unidos en materia de migración y comercio, principalmente, se siguen basando en esa vieja tradición que considera, en la más pura expresión discriminatoria, que son superiores a cualquier otro aquellos que son "wasp", blancos, anglosajones y protestantes.

Lo peor del caso es que, habiendo nacido la idea para proteger a los países de América, hoy que hasta el nombre ha sido expropiado al continente, sean sus habitantes quienes sufran las consecuencias.

El mundo entero se rebeló contra la separación de familias y la reclusión inhumana de menores. Tiene que hacerlo con más energía.

Página 20 de 20