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Los derechos humanos hoy

Xavier Díez de Urdanivia

Han transcurrido 10 años tras la reforma constitucional que muchos han calificado como la más trascendente e importante de todas las acaecidas, y eso concita a hacer algunas consideraciones sobre su impacto y perspectivas.

¿Cuáles fueron las novedades introducidas, más allá del cambio de denominación de las “garantías individuales”? No muchas, me temo, capaces de justificar los elogios y alabanzas que para ellas se han prodigado.

Lo primero que salta a la vista es que lo que hoy se enuncia como “derechos humanos” estaba ya contemplado en México desde la Constitución anterior a la vigente, la de 1857, que los denominaba “garantías individuales” porque los constituyentes de entonces, en una muestra de sabiduría política, dieron con esa fórmula de coincidencia que resolvió la contradicción, aparentemente irreductible, que se daba en el debate entre quienes sostenían que tales derechos eran otorgados por la Constitución y quienes, sosteniendo que eran preexistentes, afirmaban que solo los reconocía. Ambos bandos coincidieron en que los garantizaba y así lo plasmaron. Poco aporta, por lo tanto.

Para bien incluye diversos principios interpretativos, que podrían, de todas maneras, depurarse técnicamente en aras de evitar inconvenientes confusiones.

Se dice también que por virtud de esa reforma se incorporan, con rango constitucional, los tratados internacionales, lo que es absolutamente inexacto, puesto que, señalo una vez más, desde 1857 están expresamente contemplados en el texto constitucional. Entonces en el Artículo 126, hoy en el 133.

Hay que reconocer en este punto que, aunque en rigor podría considerarse que la enmienda introducida era innecesaria para tener por incorporados, en el primer rango de la jerarquía normativa, a los tratados internacionales, el anquilosamiento prevaleciente en los criterios jurisprudenciales previos a ella y el cambio, aunque todavía impreciso a mi juicio, que ha experimentado en su posición frente a los derechos humanos, induce a concluir que ese cambio tuvo algún efecto positivo para la previsión normativa de las libertades y los derechos humanos, así como de sus garantías constitucionales en México, aunque diste mucho de haberlo sido para efectos prácticos.

Es claro que la enmienda aplicada a la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 2011 respondió a una tendencia mundial creciente que, en mi opinión, constituye una reacción generalizada frente a la falta de ordenación legítima de todo sistema jurídico en el nuevo contexto político global, pero haberla plasmado como se hizo agrava las cosas que se dice querer remediar con ella, especialmente cuando, a todas luces, para muchas autoridades dista mucho de ser algo más que letra muerta.

Importa, sin duda, introducir precisión en los conceptos y emplear un lenguaje apropiado para entender e incorporar a la cultura cotidiana el respeto de todos por los derechos de todos, de modo que hacerlo se vuelva un hábito generalizado y no una limitante personal por miedo a sanción alguna.

Con todo, no es hoy esa posible imprecisión el problema mayor en el tema; lo es, en cambio, que por relevante, innovadora y encomiable que la reforma hubiera podido ser, ningún valor podrá tener mientras no se den en los hechos sus pretensiones de respeto protección, promoción y garantía de los derechos humanos, como por desgracia sucede en todo el país.

Quizás convendría depurar ese texto constitucional, pero es a todas luces imprescindible que las autoridades –especialmente los jueces– tengan presente que sus actuaciones generan precedentes, por lo que requieren ser desarrolladas con sabiduría, genuina prudencia, y no como proclamas ideológicas.

El derecho es, siempre y por definición, bilateral. Hay en las normas deberes y derechos, y el ejercicio de estos implica responsabilidades.

Nunca estará de más tener presente el valor socialmente pedagógico de los textos normativos, de los precedentes jurisdiccionales y las actuaciones administrativas.

No se incurra en el error que señala Gilbert K. Chesterton: “Para corromper a un individuo basta con enseñarle a llamar ‘derechos’ a sus anhelos personales y ‘abusos’ a los derechos de los demás”.
Cuidado con ese riesgo, que ya va pareciendo inminente.

¿Quién ganó? (2)

Xavier Diez de Urdanivia

A tres semanas de los comicios las cosas se aprecian, en lo electoral, más tranquilas de lo que se pronosticaba. Los juicios denuncias, acusaciones que se decía que iban a abundar no han aparecido en el horizonte, y sin embargo esa calma chicha se antoja preludio de una fuerte tempestad en otro terreno.

Lejos de los tribunales y agencias ministeriales, incluso, el sordo rumor de tormenta es intenso y amenaza con crecer y expandirse por territorios muy amplios del país, con virulencia que no había sido vista ni en los años más violentos.

¿Tiene la violencia desatada en los días precedentes algo que ver con las elecciones? Aunque no pueda afirmarse sin temor a equivocación -y más aún probarlo- hay signos que inducen a temerlo y así lo han expresado diversas voces de alarma que, desde dentro y desde fuera, prenden los focos rojos del tablero.

Ya durante las campañas se habían dado casos de violencia inusitada, e incluso la Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos lo había advertido: “México mantuvo sus mayores elecciones este mes con varios desafíos. Me preocupó la violencia política en el contexto electoral con mínimo 91 políticos y miembros de partidos políticos, entre ellos 36 candidatos fueron asesinados durante el periodo electoral que empezó en septiembre de 2020″ (https://www.elfinanciero.com.mx/mundo/2021/06/21/michel-bachelet-externa-preocupacion-por-violencia-politica-en-elecciones-de
-mexico/).

El informe de 2021 sobre violencia política de la encuestadora Etellekt, durante el proceso electoral se registraron 910 agresiones en contra de políticos y candidatos, con un saldo de 860 víctimas de diversos delitos, según la misma nota de El Financiero reporta, comentando, además, que “del 7 de septiembre del 2020 (cuando inició el proceso electoral), al 5 de junio de 2021 fueron asesinados 91 políticos, 36 de estos candidatos, 14 de estas eran mujeres”.

Según Anabel Hernández, periodista que se ha dedicado a investigar el tema de la delincuencia organizada y sus conexiones con el poder, “tras los resultados en las elecciones del 6 de junio, el triunfo del partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) en 11 de las 15 gubernaturas en disputa podría tener un impacto no sólo en la geopolítica de México sino también en geo-criminalidad; es decir, en un reacomodo de las distintas organizaciones criminales que tienen presencia en 10 de los 11 estados ganados por el partido oficial”.

Eso, porque -según añade- “de acuerdo con fuentes de información que conocen el tema de primera mano, tras la victoria del partido oficial en Baja California, Baja California Sur, Campeche, Colima, Guerrero, Michoacán, Nayarit, Sinaloa, Sonora y Zacatecas, donde tienen presencia uno o más carteles de la droga, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) estaría planeando iniciar un plan que denominan ‘pacificación’” (https://www.dw.com/es/amlo-y-las-negociaciones-con-el-narco/a-58019228).

De ser eso cierto -y todo lo demás que la periodista comenta- sería un terrible preámbulo a una realidad casi dantesca, en la que, haya ganado quien haya ganado en las urnas, la gran perdedora habrá sido la sociedad mexicana, esa a la que despectivamente se ha referido el presidente como “aspiracionista”, porque a la postre la banda mas ancha es la clase media, aquella a la que dedico ese horrible epíteto que, como barbarismo, introdujo al lenguaje político de la casa.

De resultar fundadas esas especulaciones y cierto lo que los indicios parecen suponer, no llamaría la atención que, como la misma Anabel Hernández señala, “luego de las elecciones del 6 de junio, el Presidente de México vea como enemiga a la clase media que en la Ciudad de México no votó por su gobierno, y que los regañe e insulte cada mañana, pero que agradezca públicamente el comportamiento del crimen organizado en la jornada electoral”. De ser así, su pregunta será pertinente: “¿Son más enemigos de AMLO una sociedad pensante que los criminales? Quizá se deba a que con los primeros no puede negociar, debe dar resultados, y con los segundos sí”.

¿Debió la pregunta formulada haber sido “quién perdió”, y no “quién ganó” las elecciones? Está de pensarse.

El ‘affaire’ Zaldívar

Xavier Díez de Urdanivia

El Artículo 97 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos es claro: “Cada cuatro años, el Pleno elegirá de entre sus miembros al Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el cual no podrá ser reelecto para el período inmediato posterior”. Toda disposición que pretenda establecer un periodo diferente es contraria a la Constitución y por tanto debe ser declarada inválida por los órganos judiciales competentes. por justificada que se quisiera hacer parecer, es contraria a la ‘ley suprema’ y, por lo tanto, inválida”.

Ese es el caso del Artículo 13 transitorio de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, publicada en el Diario Oficial el 7 de junio de 2021, pues en él se pretende, entre otras cosas, que “la persona que a su entrada en vigor ocupe la Presidencia de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y del Consejo de la Judicatura Federal durará en ese encargo hasta el 30 de noviembre de 2024”.

Ante tal situación, el ministro presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, ha hecho el anuncio de que presentará al Pleno de ese tribunal “una consulta extraordinaria sobre la manera en que el Poder Judicial Federal (sic) debe proceder en relación con el Artículo 13 transitorio”.

La fragilidad argumentativa del ministro se ve afectada por una errónea motivación, pues aduce que lo hace para “no prolongar una situación de incertidumbre que daña la legitimidad del Poder Judicial Federal (sic)”, cuando no parece haber incertidumbre alguna, independientemente de la nada clara idea de “legitimidad” a la que se refiere.

Hay otra deficiencia, que se antoja notoria, en la fundamentación jurídica que invoca, pues el Artículo 11, fracción 17, de la ley recién publicada dice: “Artículo 11. El Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación velará en todo momento por la autonomía de los órganos del Poder Judicial de la Federación y por la independencia de sus integrantes, y tendrá las siguientes atribuciones: 17. Conocer y dirimir cualquier controversia que surja entre las salas de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, y las que se susciten dentro del Poder Judicial de la Federación con motivo de la interpretación y aplicación de los artículos 94, 97, 100 y 101 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y los preceptos correspondientes de esta Ley Orgánica”.

¿Cuál es la controversia entre órganos jurisdiccionales que habría que dirimir y resolver? En todo caso, una controversia se dirime y resuelve mediante una sentencia, no mediante una consulta, por extraordinaria que sea.

En este caso no hay controversia alguna que haya sido planteada por órganos jurisdiccionales federales, y por consiguiente no se ve materia ni vía idónea para intervenir.

Es altamente posible, en cambio, que sea presentada la cuestión al conocimiento del “alto tribunal”, como suele referirse a sí misma la Corte, pero no por órganos del Poder Judicial de la Federación, sino por fracciones de legisladores de alguna de las cámaras federales que tienen bien identificado el problema de constitucionalidad del transitorio dicho.

Si el Pleno conoce de la consulta y fija un criterio, estará prejuzgando y quedará maniatado por sí mismo rete a todo posterior planteamiento procedente. Grave cosa sería.

Hay otros y mayores peligros, pues el solo hecho de considerar válido que una ley pueda pasar por alto las limitantes y los mandatos constitucionales abre la puerta a posibilidad de que también en otras materias y en otros tiempos, una ley ordinaria, sin mayorías especiales, pueda pasarse y se pretenda que sirva de fundamento para tomar decisiones y adoptar medidas que la constitución impida o imponga, según sea el caso.

Cuidado, habría que decirle al señor ministro Zaldívar, y a todas y todos los ministros que integran el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Hay cosas con las que, simplemente, no se juega.

¿Quién ganó?

Xavier Díez de Urdanivia

Dos semanas después de los comicios, las brumas empiezan a disiparse y ya se pueden vislumbrar, así sea difusamente, las sombras del panorama que queda frente a ellos.

Lo primero que hay que lamentar es que todo indica que, como algunos temíamos, los partidos no entendieran la circunstancia y tuvieran en mente solo la elección, sin ver más allá, a juzgar por las reacciones individuales y superficiales frente a un pretendido triunfo, que en realidad no existió.

Tampoco triunfó la posición de un sector de la sociedad civil, porque su convocatoria a las urnas, si bien superó levemente la que es tradicional para las elecciones intermedias, fue insuficiente para modificar significativamente el desequilibrio político derivado de los comicios de 2018.

Fue claro, por otra parte, el retroceso de Morena, que obtuvo la mitad de los votos que en 2018 había obtenido, aunque no puede omitirse considerar que en la elección de gobernadores arrasó, lo que no debería ser preocupante si no fuera porque la cultura política mexicana está signada por la prevalencia de los poderes ejecutivos, en muchos lugares, incluso, con tintes dictatoriales.

En ese panorama, si hubo un ganador fue Morena, aunque no tan arrolladoramente como en ese movimiento se quería y se creía que podía ser. Para ese retroceso influyó la ausencia de López Obrador en las boletas, y sin duda contribuyó también la potente campaña del “voto útil” emprendida desde la sociedad civil.

Los partidos dieron la nota al dejar de presentar el frente común que los votantes esperan de ellos, al grado de que su débil alianza pareciera no haber existido, porque cada uno, con excepción del PRD, se expresaron separadamente y nunca dejando ver programas que siquiera apuntaran a ser comunes.

Triste panorama el que ofrece la menguada estatura de los liderazgos que tan pronto perdieron el sentido de las alianzas políticas y olvidaron que el terreno que recuperaron se debió al avance y participación de una sociedad civil politizada -en el correcto sentido- y pujante y no a las ausentes propuestas suyas.

Quien sí se percató de esto último fue AMLO, que, apenas tuvo claro el panorama, arremetió contra la clase media con insultos y diatribas, en reiteración de su estrategia preferida: la división, que aparentemente volvió a ser efectiva a juzgar por los colores de los que se tiñó el mapa del país.

Si el éxito de esa filosofía de combate se toma como medida, es indudable que el gran ganador habría sido él mismo si no fuera porque su estrategia fue tan eficaz que también en el seno de su movimiento se produjeron escisiones que son muy profundas y se antoja que extenderán sus efectos hasta el ya presente, para muchos efectos, 2024.

Lamentablemente hubo otro temible participante a juzgar por la proliferación de eventos y procesos difundidos por los medios de comunicación y las redes sociales: “la gente que pertenece a la delincuencia organizada”, según el propio Presidente se refirió a ellos en la conferencia de prensa matutina del 7 de junio.

El propio Presidente destacó el muy indicativo triunfo de Morena en todos los estados que miran al Pacífico (con excepción de Jalisco, donde se ha consolidado el Movimiento Ciudadano), todos ellos con una notoria presencia de diversas organizaciones conectadas con actividades delictivas.

Poca atención se le ha prestado a ese fenómeno, monstruoso por donde se le vea, a pesar de su capacidad de infundir terror y extender la violencia por vastos territorios del país y nutridos grupos y sectores de su población, influyendo así en las decisiones públicas y privadas.

¿Quién, entonces, ganó la elección? Habrá que pugnar para que se produzca una respuesta satisfactoria, por mantener la inercia nacida en la sociedad civil, haciendo prevalecer el derecho sobre el capricho y la razón sobre las conveniencias y los intereses espurios.

Solo así podrá haber ganado el país y prevalecerán la democracia, las libertades y la verdadera justicia, hoy y más allá del año 2024.

Los jueces como enemigos

Xavier Diez de Urdanivia

Cuando un militar de alto rango y con mando emplea la palabra “enemigos”, no está hablando en sentido figurado ni acudiendo a metáforas. Sabe bien lo que el término significa, especialmente cuando se pronuncia en un evento oficial y en presencia del comandante supremo de las Fuerzas Armadas, como sucedió el 21 de mayo pasado durante la conferencia matutina del presidente AMLO.

En boca de otro y en otro contexto, podría haber pasado por desliz inoportuno, pero en las condiciones en que la palabra fue pronunciada, adquiere un carácter intimidante que bien podría ser tomado como amenaza, especialmente si ocurre en medio del clima de intenso acoso del Presidente hacia los jueces y su inefable animadversión contra todos aquellos que contradicen u obstruyen sus deseos y designios.

Desde el inicio mismo de su gestión adoptó esa postura y se manifestó contra quienes, cumpliendo con su función como jueces de amparo, aplicaron la ley suspendiendo los efectos de los actos violatorios de derechos fundamentales.

Han sido también sistemáticas las medidas que, desde otras dependencias e instancias suyas, como la UIF, o “ajenas”, como el Consejo de la Judicatura Federal, se han emprendido contra los jueces “rebeldes”.

Ese es el entorno en el que tuvo lugar el pronunciamiento del secretario de Marina cuando, tras expresar “que no tenemos muchas ayudas” de jueces y ministerios públicos, añadió: “Hay muchos casos que hasta pena nos da que actúen de esa manera, que parece ser que el enemigo lo tenemos en el Poder Judicial y tenemos que cerrar bien ese círculo para poder llevar a cabo la detención”.

Nunca mencionó medida interna alguna adoptada u ordenada para garantizar que se seguirán los procedimientos de ley y se respetarán los derechos fundamentales, sin lo cual los actos de autoridad nacen viciados y acarrean su propia inefectividad, mientras los jueces no pueden sino invalidarlos por esa causa.

El clima resultante de la actitud irrespetuosa del derecho lo describe bien Diego Valadés en su artículo Anomia, publicado en Reforma el 23 de mayo pasado.
En él se remonta 26 siglos atrás, hasta Tucídides, para, pasando por Durkheim, explicar que el factor desencadenante de inestabilidad social y política es la anomia, a la que, invocando al último autor citado, define como “una patología de la sociedad estatal traducida en la pérdida de la adhesión a la norma”, con el natural resultado de fracturar la convivencia.

Concuerdo con Valadés: si falta la estructura jurídica, toda la construcción social se viene abajo. Creo pertinente, sin embargo, sugerir un matiz: no hay, en rigor, anomia en el caso, porque el significado genuino de tal término es, etimológicamente, “ausencia de normas”, y de ellas hay sobradamente.

En cambio, lo que se puede encontrar, a mi juicio, es una aversión patológica a la ley por parte de la autoridad -nomofobia, si nos atenemos a una correcta etimología- complementada y vigorizada, hasta ahora, por una nada conveniente abulia -“pasividad, desinterés, falta de voluntad”, según la Real Academia Española- como actitud lastimosamente generalizada en amplios sectores de la sociedad.

Para remediar lo primero falta sacudirse lo segundo, y una buena manera de empezar a hacerlo es conocer y cumplir esas normas que, existiendo, solo cobran vida si son acatadas por todos y todo el tiempo.

Cuando las cosas dejan de funcionar con apego a la ley, advierte Robert Merton -citado también por Valadés- “queda montada la escena para la rebelión como reacción adaptativa”.

A los jueces les toca, cuando las demás instancias han fallado, restablecer los equilibrios perdidos, lo que naturalmente incomoda a las autoridades que ven obstruido el curso de sus determinaciones y acciones violatorias de esa primera barrera contra la arbitrariedad, el capricho y la injusticia que es el sistema jurídico.

En esa función operan como órganos del Estado, no como enemigos de nadie, y si alguno hubiera que traicione su cometido, leyes hay suficientes para neutralizar los efectos de sus actuaciones indebidas e imponer las sanciones que procedan.

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