Xavier Díez de Urdanivia

Han transcurrido ya más de dos años desde que se publicó el programa especial en materia de derechos humanos, derivado del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024, en el que, a la manera que se ha vuelto clásica de los tiempos que corren, se afirma que “la herencia más dolorosa que recibió la presente administración es la profunda crisis de derechos humanos que se vive en todo el país. Su naturaleza es histórica y sus expresiones más sensibles son la desigualdad, la pobreza, la violencia y la impunidad, así como los obstáculos y limitaciones que han enfrentado las víctimas para acceder, gozar y ejercer sus derechos humanos”.

Más allá de la preambular transferencia de culpas, cabe destacar algo que es innegable: La más grave y dolorosa lacra que sufre nuestro país es el desprecio por los derechos de los seres humanos, cuya protección y garantía corren a cargo, en última instancia, de quienes ejercen el poder público.

Es curioso que el documento que hoy se recuerda señale como causas de esa crítica situación las “políticas de Estado fallidas, un pasado de abandono institucional y el desmantelamiento de los órganos de Estado para beneficio de unos pocos”.

Curioso, porque eso que se dijo entonces bien podría decirse hoy, pero también muy preocupante, porque los indicadores para medir la gravedad del problema son estos tiempos más dignos de causar alarma.

La desigualdad, la pobreza, la violencia e inseguridad, así como la impunidad y, en general, la corrupción, no ceden, sino que se ven crecientes.

No sólo eso: El deterioro institucional impide cumplir apenas con el imperativo mínimo de todo gobierno: Asegurar las condiciones que permitan el justo desarrollo de sus integrantes, en conjunto e individualmente, en un clima de libertades iguales y oportunidades equiparables, supliendo, cuando sea necesario, las desigualdades de origen.

“Si los hombres fueran ángeles, no haría falta gobierno. Si los gobernantes fueran ángeles, ningún control, externo o interno, sobre los gobiernos sería necesario”, dijo James Madison en uno de sus artículos publicados en “El Federalista”, añadiendo que la gran dificultad para diseñar un gobierno de hombres sobre hombres “estriba en que primero debe otorgarse a los dirigentes un poder sobre los ciudadanos y, en segundo lugar, obligar a este poder a controlarse a sí mismo”.

Depender del voto de la gente constituye un control primario, pero es evidente que son necesarias otras medidas permitan controles más permanentes para asegurar que un buen gobierno lo sea permanente y perdurablemente, sin incurrir en la tentación de derivar en el ejercicio de un poder tiránico que se conciba a sí mismo como al margen de la ley y sin más coto que su propio sentido de una autodefinida “justicia”.

En el diagnóstico aludido en el primer párrafo de este artículo se alude al “desmantelamiento de los órganos de Estado”, asumiendo el valor que tiene la autonomía de ellos en el desarrollo democrático, muy señaladamente la de ese instituto, que tiene su cargo velar por que no se vulneren los accesos a la función gubernamental con desequilibrios y ventajas indebidas, sino en competencias equitativas y desarrolladas conforme a la ley.

A dos años y poco más de haberse hecho esa proclama hay baterías políticas enderezadas en contra del INE porque ese organismo ha aplicado una ley previamente expedida, que lo obliga, tanto como a todos los participantes en el proceso electoral, de manera inexcusable.

El derecho fundamental al buen gobierno requiere, para ser adecuadamente servido, de reforzar las garantías de la autonomía, misión a la que es contraria toda intención de someterla y hacerla servir a voluntades distintas de la soberana que está plasmada en la constitución y las leyes.

Es un derecho que corresponde a todos los habitantes del estado en el que se gobierna, atañe de manera directa al interés general y es de esperarse que, quien tiene el deber de respetarlo, protegerlo, promoverlo y garantizarlo, cumpla su cometido sin reparos y sin reserva alguna.