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En la plenitud del declive

Xavier Díez de Urdanivia

Solo el descontento crece con mayor ímpetu que el desencanto.

Quienes temieron lo que podía ocurrir han visto sus temores volverse aterradora realidad, mientras que muchos de aquellos a quienes movieron la esperanza y la indignación, sienten la afrenta del engaño evidente de que fueron objeto.

Las cosas no solo no fueron a mejor, sino que empeoraron notoriamente y dibujan un panorama todavía más sombrío para el futuro. Como agravante, el cinismo y la ofensiva negación de lo evidente, en el discurso oficial, porque la fórmula, dicen, es sencilla: si el apoyo está entre los pobres y la aversión en la clase media, acabemos con esta e incrementemos el número de aquellos, porque de ese modo –error craso– aumentará nuestro soporte y disminuirá la resistencia.

No se necesita ser muy brillante para detectar la falacia evidente en ese razonamiento, pero si los “otros datos” quisieran imponerse, la terca realidad –como siempre, impertinente– se presenta a expresar un contundente mentís. El diámetro del “anillo al dedo” que la pandemia iba a traer resultó, como era de esperarse, demasiado estrecho para la falange de destino.

Las secuelas de los pecados originales (el despilfarro inicuo e improductivo que vino de cancelar el aeropuerto y los yerros e irregularidades para construir el otro; la ominosa decisión de conservar sin uso el avión presidencial; la imposición de caprichos y decisiones demagógicas, sostenidas por retórica ramplona y desgastada y, en fin, los muchos etcéteras que rebasan el yerro de “descuidar los pesos por cuidar los centavos), se ha visto incrementada por la cada vez más evidente ineptitud ante los retos de una circunstancia que no solo se desconoce, sino que se niega aunque esté enfrente y rodeando a quien pretende desaparecerla con la taumaturgia anacrónica de un discurso que quiere parecer histórico, y no pasa de ser una fantasía anacrónica.

Por otro lado, quienes no se sumaron a la clara mayoría que decidió la votación federal anterior, van articulando un núcleo firme de oposición, que se incrementa, ya no tan paulatinamente, con cada vez mayores y más sonoras expresiones de reprobación y reclamo.

Tan severa es la situación que incluso afecta a las otrora aparentemente sólidas estructuras del movimiento que ganó el poder, abriendo vías de agua por toda su estructura, dando evidentes muestras de descomposición.

La pendiente no da visos de visos de “aplanarse” y la curva del descenso en la popularidad del caudillo y sus seguidores se ve más aguda. Eso solo justifica su preocupación frente al próximo proceso electoral, pero sobre todo al plebiscitario ejercicio que habrá de llevarse a cabo, por primera vez en México, para decidir vinculatoriamente si se revoca o no el “mandato” presidencial, que a pesar de que si tuviera un resultado revocatorio tendría previsibles secuelas telúricas, la sola posibilidad de que eso pase provoca en sectores cada vez más amplios un ánimo de “ojalá” que anima la inquietud.

El contexto no ofrece mucho margen para el optimismo, porque a los viejos y anquilosados males hay que agregar los nuevos, agravados por factores internos y externos.

Una cosa que habrá de tomarse en cuenta es que México es un variopinto conjunto de culturas y de intereses, entre los cuales habrá que tender puentes para lograr mayorías estables, en lo posible, y perdurables.

Nuestro país no es una sociedad anónima que tenga dueños y por lo tanto quien paga impuestos no es tenedor de acciones. Hay visiones de la perspectiva que así lo consideran y hay que tener cuidado de no incurrir en interpretaciones erróneas, porque ellas, en el fondo, y de manera igualmente burda, hacen el juego a las ficciones en boga, empleando los mismos métodos y estructuras argumentativas del falaz discurso que se dice combatir.

Cabe incluso la posibilidad de ardides –no sería nuevo– para controlar a esa oposición, bajo el mimetismo de aparentar disidencia. Cuidado.

Lo cierto es que la hora se acerca. Es tiempo de estar a la altura.

 

Divide y vencerás

Xavier Díez de Urdanivia
La estrategia basada en el principio que reza “divide y vencerás” ha cumplido bien su cometido, porque ha logrado dividir al país y fragmentar a los opositores. Revertir sus efectos y convertirla en ventaja es un imperativo de cara al proceso electoral que se aproxima es un imperativo, si se quiere rescatar al país de la disfunción creada por la pérdida del sistema de frenos y contrapesos.

En fechas recientes se han manifestado intentos de hacerlo capitalizando el descontento y la irritación generados por los desatinos de la ya no tan nueva administración y los descalabros que ha causado.

En el frente de los partidos, el PAN se ha dado a la tarea de conjugar una alianza para enfrentar, en bloque, las iniciativas presidenciales, pero lo ha hecho de manera excluyente, no comprensiva, lo que limita las posibilidades de éxito.

En el frente de la "sociedad civil" ha surgido un movimiento con el específico propósito, no sólo de enfrentar a AMLO, sino de echarlo de la presidencia. Este movimiento, cuyo acrónimo es Frena (Frente Nacional Anti-AMLO), recoge la irritación de un sector nada deleznable de la población, debida a las incongruencias y defectos atribuibles a MORENA.

Tiene esta última varios flancos débiles: En primer lugar, canaliza una reacción eminentemente emotiva y lo hace sin un programa apropiado, porque su propósito es táctico y no estratégico: Echar a AMLO. En segundo lugar, parte de una premisa falsa: AMLO es "nuestro empleado". En tercer lugar, ha adoptado una metodología operativa que, lejos de aproximar al pretendido objetivo, refuerza el discurso simbólico que quiere combatir y acaba por “posicionar” su “marca”.

La democracia no es un método de selección y reclutamiento de personal, sino un muy complejo procedimiento que la cultura política secular ha conformado para convertir en realidad la garantía de los derechos y libertades de cada persona, en armonía equitativa con los de todas las demás.

No es un sistema perfecto, pero si perfectible, que en su faceta electoral, la primera y más elemental, implica decidir, por mayoría relativa, entre quienes habrán de ser los depositarios, no detentadores, del poder soberano que se les confía.

Otra vertiente de promoción ha retomado el viejo recurso del ''voto útil” y aunque más tímidamente, está promoviendo a través de las redes sociales que se vote “por el segundo lugar” en las encuestas, aunque no sea el candidato preferido del votante.

Tiene, por supuesto, el defecto de personalizar también, pero con el agravante de que pierde de vista que en la próxima elección no estará en juego la presidencia, sino una cantidad sin precedentes de puestos públicos que van desde las alcaldías hasta las cámaras del Congreso de la Unión, pasando por varias gubernaturas.

El punto, en este momento, es rescatar la posibilidad de equilibrio que descansa en un parlamento crítico, no sumiso, que sea capaz de recoger y representar activamente, en sus funciones legislativas y de control, el respeto a las normas. Así, el aparato gubernativo y de gestión pública podrá ser eficaz en la preservación de los derechos y libertades que corren riesgo de ser conculcadas hoy.

El peligro está en el "despotismo electivo", la tiranía de la mayoría (o de uno solo, en el caso de los liderazgos fuertes, como el que nos ocupa), sea del signo que sea y eso se combate, en democracia, velando por la prevalencia de los derechos de las minorías, cuya voz, para que pueda tener efectos, ha de ser oída y participar en las decisiones parlamentarias.

El objetivo estratégico inmediato, si se quiere que prevalezca la democracia, tendrá que ser recuperar el control de la Cámara de Diputados Federal e incrementar la presencia en el Senado de la República, para poder proceder al rediseño de los parámetros de libertad y justicia que no se han sabido equilibrar en México, prácticamente nunca, pero que hoy enfrentan un riesgo que se percibe mayor.

Si no es ocurre eso, se consolidará la victoria del despotismo.

El sistema educativo y la política que falta

Xavier Díez de Urdanivia

La expedición de la Ley de Educación de Puebla, en fecha reciente ha hecho surgir una inquietud acerca de los alcances, principalmente, de una disposición contenida en su artículo 105: “Los muebles e inmuebles destinados a la educación impartida por las autoridades educativas estatal y municipales y por los particulares con autorización o con reconocimiento de validez oficial de estudios, en el estado de Puebla, así como los servicios e instalaciones necesarios para proporcionar educación, forman parte del Sistema Educativo Estatal”.

Se temía y casi se daba por hecho, que se trataba del inicio de un proceso que conduciría a la afectación del régimen de propiedad de los bienes, sobre todo los inmuebles, de las escuelas particulares. Se llegó mencionar, incluso, la palabra “expropiación”.

La reacción es explicable por el grado de exaltación anímica que ha provocado el contexto político contemporáneo, pero no hay motivo para inquietarse por ello porque la ley recientemente expedida no incorpora, como se verá, novedad alguna.

Baste recordar, para ilustrarlo, que la Ley Federal de Educación de 1973, bajo cuyo amparo funcionó el sistema y se educaron muchas generaciones, disponía que el sistema educativo nacional estaba constituido “por la educación que imparten el estado, sus organismos descentralizados y los particulares con autorización o reconocimiento de validez oficial de estudios”, mientras que se componía “con los siguientes elementos: Los educandos y los educadores; los planes, programas y métodos educativos; los establecimientos que imparten educación…; los libros de texto, cuadernos de trabajo, material didáctico, los medios de comunicación masiva y cualquier otro que se utilice para impartir educación; los bienes y demás recursos destinados a la educación; y la organización y administración del sistema”.

Si bien se puede entender que haya personas en las que surjan dudas y temores respecto de la prevalencia de algunos derechos fundamentales -o todos- y la seguridad jurídica imprescindible para garantizarlos, no se justifica el empeño de redoblar el esfuerzo y la disciplina de informarse bien y reflexionar pensando en el largo plazo, teniendo en mente las estrategias y tácticas adecuadas a la solución de los muy graves problemas que nos aquejan, sin perder la concentración en los puntos críticos.

Eso y no otra cosa, servirá mejor al propósito de mejorar las estructuras sociales en nuestro país, enderezar el rumbo -perdido hace mucho tiempo, para ser justos- e instaurar condiciones propicias a las dinámicas de justicia en libertad e igualdad que caracterizan a las sociedades civilizadas y que son condiciones necesarias para que florezcan, en un orden justo, la paz, la seguridad y la esperanza que parecen perdidas.

En cambio, la emotividad pura y dura puede ser contraria a los intereses y valores que para eso hace falta rescatar y hasta pueden hacer presa de ella los falsos profetas que suelen aparecer con provecho en la confusión del río revuelto. Ellos se nutren, precisamente, del descontento y la irritación, justificados o no.

Falta también el contacto con los más necesitados, no ya como clientela electoral, sino para incorporarlos como compañeros de viaje al progreso y la dignidad del desarrollo integral, porque solo así se podrá decir que en este país hay democracia y que ella es sustancial y progresivamente dinámica, puesto que gobierna para proteger los derechos y libertades de todos, conforme a reglas de juego claras y estables, conforme a las cuales, en efecto, son provistas seguridad y justicia para toda persona, sin ambages y sin reservas.

Si se pierde de vista que toda respuesta basada en métodos, procedimientos, actitudes y lenguaje, como los que se critican solo abona a la causa de lo criticado y fortifica su juego, se va a errar, aunque se obtenga el desahogo de la presión emotiva.

Si, en cambio se parte de razones y argumentos y se prohíjan acciones virtuosas evitando el insulto y la diatriba, podrá avanzarse en el buen sentido.

Pensamiento y acción política de envergadura mayor, no catarsis, es lo que México necesita.
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Contra la crisis, virtudes

Xavier Díez de Urdanivia

Las preguntas más recurrentes en estos días son: ¿qué hacer para salir del embrollo? ¿qué para paliar las consecuencias de la pandemia?

Ya se preguntaba la gente cómo resolver los graves problemas de inseguridad y el declive económico, que había ya empezado y con la pandemia se volvió crítico.

Preguntas sin responder o contestadas dogmáticamente. Abundante retórica, cargada de referencias doctrinales, pero poca acción.

Nadie señalaba, ni ahora lo hace, hacia rumbos de verdad efectivos para el rescate de los males y vicios en que está atascado este mundo y muy agudamente nuestro país.

Ya va siendo hora, me parece, de abordar en serio el problema y empezar a pensar en las soluciones, sin caer en el recurso fácil, verdadero lugar común, de culpar de todo al gobierno y achacarle nada más a él los males y la falta de soluciones, porque eso es una elusión de responsabilidades.

Los malos gobernantes, no “el gobierno” como institución, tienen su parte de culpa, y en los gobernantes existen responsabilidades muy graves, pero las hay también en todos los otros terrenos: entre los empresarios, los académicos, los críticos, los profesionistas y en general, los habitantes de este país, sobre todo sus ciudadanos, que han olvidado que la comunidad no es sino una red que se teje con las relaciones entre individuos, por lo que de la calidad de las conductas individuales depende la del todo comunitario y en resumen, su cultura de vida.

Los vicios y virtudes de cada integrante trascienden la esfera individual, para configurar los perfiles de la colectiva.

Por eso se necesita plantear la cuestión desde el plano de cada uno. La única vía que tienen las virtudes para manifestarse efectivamente y actuar en la transformación que falta son los comportamientos individuales.

Desde la antigüedad clásica -Platón las menciona en “La República”- se distinguen como virtudes esenciales, básicas -y por eso se llaman “cardinales”- la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza.

De la prudencia hay que decir que tiene como objetivo evitar la obnubilación del entendimiento, y por tanto reflexionar con frialdad antes de actuar o hablar, para hacerlo con sensatez y sabiduría.

La justicia es de alguna manera fruto de la prudencia e implica la adopción de una actitud, permanente y constante, de reconocer y respetar el derecho propio de los demás.

La fortaleza es virtud que requiere presencia de ánimo para vencer todo temor de actuar, determinación vigorosa para vencer los temores e indecisiones.

En todo, es necesario pasar a la acción y ello requiere fortaleza, presencia de ánimo, vencer los temores e indecisiones.

Como la vida humana incluye los instintos e impulsos sensoriales, se impone que sea la razón la que prevalezca, para evitar los excesos lesivos para el orden personal y también para el social. La templanza es la rienda que se requiere para refrenar los excesos que, por placenteros que sean o parezcan, sin contención provocan problemas sociales de salud y seguridad que vale más evitar (y es más fácil) que remediar.

En todo, es necesario pasar a la acción y ello requiere fortaleza, presencia de ánimo, vencer los temores e indecisiones, y todo eso ha de llevarlo a cabo un sujeto, en cuyo intelecto está la prudencia; en su voluntad, la justicia; en los impulsos la templanza, y en todo la fortaleza, que insta a vencer las dificultades y evitar los excesos de la temeridad, porque -ya lo dijo Aristóteles- en el medio está la virtud, no en los extremos.

Mucho se habla hoy en día de ética y de valores, pero poco de las virtudes capaces de concretarlos y convertirlos en conducta. Nada se conseguirá generando “códigos de ética” o pretendiendo enseñarla en las escuelas y facultades, si no se aborda la “incómoda” necesidad de asumir actitudes que ratifiquen la voluntad de comportarse de modo que se refuerce el tejido social y se enderecen sus flujos hacia buen destino.

¿Queremos soluciones? El movimiento se demuestra andando.

El pasado, espejo del futuro

Xavier Díez de Urdanivia
Primero fue la discordia respecto de las medidas para paliar la devastación económica. Después, por la exclusión de la inversión privada en la generación de energías limpias (inoportuna porque hay ya inversiones de varios millones de dólares). Siempre, por las decisiones centralizadas respecto de las estrategias para enfrentar la pandemia del coronavirus.

La tensión acumulada rompió la dócil sumisión a los ancestrales controles que descansaban en la llamada “disciplina de partido”, a estas alturas perdida, y resurgieron las voces regionales que, a partir de reclamos típicos de las organizaciones federales, ponían en tela de juicio la legitimidad y la procedencia políticas de la centralización, mientras pugnaban por hacer valer prerrogativas propias de la soberanía compartida que las caracteriza.

Se cuestionó, incluso, el pacto federal y hasta se habló de la posibilidad de escisiones tales que romperían con la actual configuración del Estado mexicano, aunque en las circunstancias presentes esa perspectiva se antoje remota, puramente teórica e inviable.

A pesar de todo, bueno será recordar el adagio que dice que “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetir sus errores”.

Eso se explica porque el pasado es, en buena medida, un espejo del futuro. Si se atiende la imagen reflejada y se pone esmero, pueden corregirse las deficiencias e imperfecciones; si no, irremisiblemente, la realidad se volverá dolorosa y pesada.

Por eso no está de más, aunque sea a vuelo de pájaro, recordar un episodio de nuestra historia que tiene que ver con el tema.

Joel R. Poinsett fue el primer enviado plenipotenciario de Estados Unidos a México, todavía en tiempos del inestable periodo del llamado “primer imperio”. Tenía para entonces ya amplia experiencia como agente diplomático estadunidense, porque había fungido con el mismo carácter en varios países de Sudamérica durante los procesos de independencia, a los que en modo alguno fue ajeno el país del norte.

Su misión en México tenía, como uno de sus principales propósitos, negociar la compraventa de los territorios de Coahuila y Texas (entonces unidos en una misma demarcación), Nuevo México, las Californias, Sonora (con parte de Arizona entonces) y Nuevo León. La propuesta fue rechazada y el oferente tuvo que regresar a su país con cajas destempladas.

Téngase presente que, precisamente en esas fechas, James Monroe era presidente de Estados Unidos y por entonces fue que fijó la doctrina que lleva su nombre, advirtiendo a las antiguas potencias europeas que en adelante sería inadmisible cualquier intento de intervención suya en los países de este hemisferio.

Más tarde, esa idea sirvió de base, hacia mediados del siglo 19, para la formulación de la más ambiciosa propuesta doctrinaria que permea la cultura entera de ese país y se conoce como del “destino manifiesto”, pretendiendo que atañe a Estados Unidos, por designio divino, fungir como guardián de las libertades y la democracia en el mundo entero, idea en la que todavía fincan sus pretensiones intervencionistas de extensión global, como justificaron entonces sus empeños, nunca abandonados, por hacerse de los territorios que, a fin de cuentas, quedaron en su poder.

Las circunstancias de México son, ciertamente, muy diferentes, y las del mundo también. La composición geopolítica y los equilibrios globales están mudando y los nuevos equilibrios redefiniéndose.

En un extremo del tablero la pujante China y en el otro un menguado –pero nada descartable– Estados Unidos, con una Comunidad de Estados Independientes –la antigua U.R.S.S.– buscando no perder preeminencia. Todos rodeados por sus aliados y socios, en presencia de jugadores que, supuestamente “no alineados”, merodean en busca de la propia ventaja.

México no es ajeno a ese escenario, por más que alguno se empeñe en el aislamiento. Aquí crecerán las tensiones políticas y habrá nuevos actores –de casa y el subcontinente– pero en el largo plazo el cauce que siga su historia dependerá no solo de ello y de la solución de los problemas internos, sino también de los arreglos globales geopolíticos.

Cualquier pronóstico específico sería aventurado.

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