Xavier Díez de Urdanivia

La sencilla declaración de Monroe, que autoerigió a los Estados Unidos como protectores de todos los territorios del continente frente a las apetencias de reconquista por las metrópolis europeas, sufrió una mutación durante la presidencia de Theodore Roosevelt, quien, además de protector militar del hemisferio occidental -y ya no sólo de los países de América- quiso que Estados Unidos fuera el protector también de los negocios, pero no termina ahí la evolución expansiva de la doctrina.

Hay que añadir el matiz, relevante por todo concepto, que introdujo durante su presidencia George W. Bush, relativo a la “guerra preventiva”, que además de subvertir desde sus cimientos la tradición pacífica que tras la segunda guerra mundial había hecho presencia en el mundo entero, pretende sujetar la legitimidad de sus intervenciones en otros países prácticamente de manera ilimitada.

En “La Estratega de Seguridad Nacional”, documento en que plasmó las bases de la nueva política tras el ataque a las torres gemelas, dice: “Las grandes luchas del siglo XX entre la libertad y el totalitarismo terminaron con una decisiva victoria de las fuerzas de la libertad –y un solo modelo sostenible para el éxito nacional: Libertad, democracia, y libre empresa. En el siglo XXI, solamente las naciones que compartan un compromiso de proteger los derechos humanos básicos y garantizar la libertad política y económica podrán desatar el potencial de sus pueblos y asegurar su prosperidad futura”.

Los términos de esa introducción al plan –que podrían verse al mismo tiempo como la expresión inocua de una realidad incontrovertible, como una apreciación triunfalista o como una advertencia más o menos velada por su tono amistoso respecto de quienes compartan la perspectiva de aquel que la formula- retoman sin duda la esencia de la doctrina, en su acepción imperial poscontemporánea, y subrayan esa trilogía de valores que esquemáticamente componen la llamada “democracia occidental”: En lo político, la democracia, según el modelo definido por los Estados Unidos; en lo económico, la libertad de mercado (y empresa), y en lo social, una estandarización “occidental” -de corte aparentemente liberal- de los derechos humanos. Ese es el trípode del modelo que promueven e intentan imponer los Estados Unidos, como potencia hegemónica, en el siglo que inicia.

Nada excesivamente preocupante podría derivarse, quizás, de esas palabras si no fuera porque el plan de que forman parte constituyó el fundamento para, primero, intervenir en Irak; después, ya durante la presidencia de Obama, perseguir y dar muerte a Osama Bin Laden, e incluso subvertir el orden constitucional estadounidense, a partir de la “Patriot Act”, eliminando el requisito del “debido proceso” y los derechos humanos de los acusados de terrorismo enviados como prisioneros a
Guantánamo.

Es preciso tener en cuenta que esos fundamentos doctrinarios -y ahora legales- puedan invocarse en contextos diferentes y frente a otros países, con sólo vincularlos con actos o movimientos calificados por ellos como “terroristas”, sin que encuentren óbice para ello en el hecho de que se trate de un destinatario específico y, lo que resulta más grave, sin la necesidad expresa de haber recibido una previa agresión y, por supuesto, sin la previa declaración formal de guerra que exige el derecho internacional.

En lo que a México toca, se sabe que existen presiones para que el gobierno de los Estados Unidos considere a la delincuencia organizada como un fenómeno terrorista.

Mientras eso ocurre allá, de este lado de la frontera, se minimizan los datos, se eluden las realidades y se pierde de vista que, sin embargo, no podrán eludirse las consecuencias de pretender no verlas.

La gente de muchas y muy extendidas regiones en nuestro país -un 35 % del territorio, cuando menos, dicen algunos estudios- vive aquejada por un perenne riesgo vital y el consecuente estado permanente de miedo intenso que ello implica.

La ya de suyo frágil estabilidad en nuestro país se verá afectada en la medida que crezca el riesgo de una intervención, aunque no sea necesariamente militar.

¿Lo asume así nuestro gobierno?