Xavier Díez de Urdanivia

Escindir la operatividad militar y la gestión del órgano auxiliar del Poder Ejecutivo a cargo de la defensa nacional es, en sí mismo, un acto político, relevante sin duda y de cuya trascendencia hablará el tiempo, pero el contexto en que se inscribe es de mucho más amplio espectro.

Al Ejército le han sido encomendadas, legal o extralegalmente, funciones propias de otras secretarías. Ha asumido quehaceres propios de seguridad, de gobernación, de asistencia social, de comunicaciones, y hasta de concesionario de servicios públicos.

Ese engrosamiento de funciones podría inducir a pensar, en un primer impulso, que su posición política es de privilegio y hasta podría ser definitoria del relevo presidencial que debe tener lugar dentro de tres años.

Si viviéramos tiempos en los que la tradición pesara y la lógica operara, así podría ser, pero en momentos de incertidumbre y divisionismo, puede suceder lo contrario.

Lo primero que salta a la vista es una distinción clara entre la operación militar y la gestión civil del órgano auxiliar del Ejecutivo, lo que en principio cierra un canal muy importante para el desarrollo político de los militares en activo y abre las puertas para que acceda un civil a la secretaría como titular, ajeno a la disciplina militar.

Si eso ocurriera, el impacto en la solidez de la disciplina castrense y su “espíritu de cuerpo” sería de gran magnitud y pronóstico reservado. Muy probablemente generaría división y conflictos de lealtad que podrían llegar a ser inmanejables y absolutamente perniciosos.

Hay una tercera razón para considerar riesgoso, para el propio Ejército, su creciente protagonismo en tareas que, en sana lógica y conforme a la más rigurosa doctrina militar, le son ajenas.

Esa tercera razón tiene que ver con el desgaste de la otrora imponente imagen del Ejército en el imaginario popular, que ya se ha mostrado no pocos episodios recientes, acontecidos en comunidades donde, incluso, ha sido agredida la tropa por los habitantes, sin temor y, lo que es peor, sin respeto alguno.

La política es una actividad en la que el poder juega a partir de símbolos. Por eso la imagen importa tanto. Los más avezados políticos lo saben bien, y por eso acuden a la mercadotecnia tan asiduamente.

Es así como, en principio, pareciera que para asegurar la perpetuación transexenal de su proyecto, el Presidente hubiera querido contar con el Ejército como aliado y haya buscado congraciarse para ese fin con los mandos castrenses.

En cualquier caso, como muchas voces han advertido y la historia enseña, la militarización de la vida civil es un riesgo que, en vista de los valores patrios y el interés general, no vale la pena correr, porque implica un riesgo severo para el país, en beneficio de un interés egocéntrico de prevalencia de un caudillo que ha apostado todo a la trascendencia de su proyecto.

Todo eso es un riesgo para todos, pero hay uno mayor, si cabe, para el Ejército mismo como institución, pues mientras más actividades asuma como propias, más y mayores serán sus responsabilidades en el caso, nada improbable y siempre creciente en relación directa con el ensanchamiento competencial, de que se presenten inconvenientes y fallas en la operación, los que le serán imputables y que, en una circunstancia de crispación como la que se vive, podrían pasarle una abultada factura.

En un escenario de crisis y expectativas insatisfechas, sin mencionar el fracaso, es perfectamente previsible la transferencia de responsabilidades, que no tendrá mucho que ver con el aparentemente generoso ánimo hasta hoy demostrado. Las supuestas ventajas de antes se convertirán en vanas ilusiones después.

Es inexcusable, en este punto, tener presente que hay que discernir entre la lealtad a la patria, que se refleja en sus instituciones, y la lealtad al “jefe supremo” de las Fuerzas Armadas, que lo es en virtud de una previsión contenida en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, base de todas las instituciones del país.