Xavier Díez de Urdanivia

Por fin se llegó la fecha y, sorpresivamente, la concurrencia a los puntos recolectores fue copiosa. El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación está a punto de emitir la declaratoria correspondiente.

Ha trascendido que ella constatará que se rebasó el 40% del padrón electoral y, sorprendentemente, a pesar de los pronósticos, el hartazgo y la indignación generalizada se expresaron en las urnas por la revocación del mandato.

En unos pocos días, por lo tanto, se hará realidad el supuesto previsto en la Ley Federal de Revocación de Mandato, que en su artículo 60 dice: “Si los resultados de la jornada de votación de la ciudadanía indican que procede la revocación de mandato, la persona titular de la Presidencia de la República se entenderá separada definitivamente del cargo”.

Como consecuencia, asumirá de inmediato la presidencia de la república el diputado presidente de la Cámara de Diputados, quien asumirá las funciones del cargo en tanto se designa por el congreso al presidente sustituto, dentro de los treinta días siguientes.

En ese escenario, evidentemente ficticio, pero posible, aunque se juzgue remoto, quien se haría cargo de la presidencia sería el diputado Sergio Carlos Gutiérrez Luna, cuya militancia en MORENA es antigua, y su cercanía con AMLO es patente.

Eso solo convoca a considerar inminente el riesgo de una especie de “maximato”, como el de Plutarco Elías Calles, o, por el contrario, la pulverización de las fuerzas integradas en torno a ese líder insustituible del movimiento.

Puede, sin embargo, que al perder ese líder el poder formal, quienes lo han seguido por interés -que seguramente no serán pocos- se dispersen y entonces las resquebrajaduras resultantes en el grupo gobernante -que ha dado muestras sobradas de no ser monolítico- den en un debilitamiento que, si bien en apariencia podría ser propicio para reordenar los factores degradados de nuestro sistema político, en los hechos provocaría vacíos de poder fácilmente aprovechables por esas fuerzas paralelas, incluido el crimen organizado, que han ido creciendo -lejos de menguar- y ya no se ocultan en las sombras de la clandestinidad, sino que son ostentosas a la hora de desafiar al estado mismo con sus manifestaciones de fuerza.

¿Quién, en esas circunstancias, sería capaz de aglutinar a las fuerzas políticas para restañar las heridas y fortificar el cuerpo civil de la sociedad mexicana, tan vilipendiada y herida por sus propios custodios? ¿La señora Sheinbaum? ¿El canciller Ebrard? ¿Un candidato externo?

Difícilmente podría pensarse que una figura ajena al grupo pudiera contar con el poder de concitar las voluntades de modo que pudiera llegarse, si no al consenso, al menos a los acuerdos firmes, claros y tersos que son necesarios para designar al presidente sustituto.

Hay más: ¿Cuál sería la actitud de las fuerzas armadas? ¿Podría mantenerse entre ellas la cohesión necesaria? ¿Habría divergencias entre ellas que hicieran nugatoria su fuerza efectiva? ¿Se mantendrían incólumes las lealtades institucionales, o las contaminarían los intereses personales espurios?

En esas circunstancias, ¿cómo preservar los caminos de la democracia, que con tanta dificultad se han ido labrando en este país? ¿Como recuperar la estabilidad y el orden de una comunidad que ha sido convertida en presa de caza por quienes deberían resguardarla?

Aún en el caso, desgraciadamente remoto, de que un escenario como ese se diera sin incidentes serios, el pronóstico, más que reservado, tendría que ser pesimista.

Se entiende bien a quienes, indignados y justificadamente molestos, ven una oportunidad de, expresar institucionalmente su condena al régimen. Ellos defienden, con razón, la necesidad de ser valientes a la hora de dar la cara a la circunstancia, pero sensatez no es cobardía, ni temeridad valor.

Muchos podrían arrostrar las consecuencias de una situación incluso caótica, aun acudiendo al autoexilio, pero no es el caso de la mayoría, que tendría que quedarse a enfrentar las circunstancias difíciles que serían de esperarse en esa victoria pírrica, que, además, es puramente teórica.

Hacer el juego al régimen es apoyarlo.