Xavier Díez de Urdanivia

En la prehistoria se pierden los tiempos en que privaba la “ley del más fuerte”, una expresión que no deja de ser contradictoria porque las comunidades se caracterizaban entonces por carecer de normas.

Proteger al más débil de los abusos del más fuerte se hizo imperativo; las primeras comunidades se vieron precisadas a introducir estructuras normativas en sus esquemas de vinculación y, cuando lo lograron, tuvo lugar el tránsito desde ese primitivo “estado de naturaleza”, como lo llamó Hobbes, al “estado de civilidad”, en el que ya no privaba la fuerza como factor determinante de las conductas, sino la razón y el derecho.

Se iniciaba un proceso, siempre inacabado, de perfeccionamiento. No fue en un instante mágico que se dio la transmutación, como tampoco se logró implantar el estado nuevo con una perfección utópica, sino que, todavía hoy, se encuentra inmerso en una evolución que requiere -y requerirá siempre- de la virtud de la buena fe y la honestidad en los móviles y conductas cotidianos de los miembros de la comunidad para ser efectivo.

Se trata de que todos los seres humanos, iguales como son por su naturaleza, sean también libres en su comunidad, reconociendo y respetando los derechos de sus congéneres, y asumiendo La paz y tranquilidad que confiere la seguridad de que los propios serán respetados.

El grado de perfección que ese desarrollo ha alcanzado es elevado en el diseño teórico, pero dista mucho de serlo en el terreno que verdaderamente cuenta: el de la práctica, que produce hechos. Aunque queda mucho por andar, es alentador constatar que la energía social va fluyendo en el buen sentido y provocando los cambios culturales que se requieren.

El caso de la igualdad de género, que ha saltado a la palestra en la semana que concluyó por haber estado en ella el Día Internacional de la Mujer, es muy ilustrativo. Deseable sería que estuviera presente de manera permanente y que, junto a él y con igual relevancia, fueran atendidos otros temas urgentes, como la educación de la niñez, la formación humanista de todos, la preparación para enfrentar los retos de la vida, la inclusión generalizada y permanente en la vida social, y todos aquellos factores que componen el reconocimiento de la dignidad humana, integral, inclusiva e íntegramente.

Mientras esto no ocurra, va a ser muy difícil que los avances normativos progresen y, sobre todo, sean eficaces al convertirse en condiciones cotidianas de vida, dotadas de una dinámica que impulse su constante y permanente mejora.

Los discursos y las poses mediáticos, lejos de ayudar, obstruyen el camino y nutren a la demagogia, que siempre engañará y sembrará confusión. Si queremos que la igualdad prospere, hemos de ser solidarios guardianes de la prevalencia de las libertades que, ejercidas con responsabilidad, están en el núcleo de los derechos fundamentales.

Me sumo a un exhorto hecho anónima, pero certeramente, en las redes sociales con motivo de la fecha mencionada: “El objetivo de este día no es celebrar a la mujer, es reflexionar y alzar la voz sobre la aún difícil condición de mujeres y niñas en el mundo que luchan en el mundo por acceder a derechos básicos, como es una vida libre de violencia”.

Me sumo, sí, pero expreso mi convicción de que no debería compartimentarse esa actitud, sino extenderse a la humanidad toda, para alcanzar el ideal humanitario de la igualdad de derechos de todos los seres humanos, en todas partes, todo el tiempo.

Imbuir la justicia en el acontecer de cada día requiere, además de plasmarla en las normas, de una permanente actitud de respeto y solidaridad, evitando -y velando porque se eviten- todos los retrocesos hacia la violencia.

La vigencia integral de los derechos fundamentales exige de todos solidaridad y respeto a los derechos del otro, evitando también el abuso del propio derecho.

Sólo con una visión inclusiva y activamente solidaria podrá lograrse la eficacia de los derechos. Cualquier otra opción estará teñida de fracaso y frustración.