Xavier Díez de Urdanivia

Hubo un tiempo en que México parecía haber encontrado a fórmula, casi mágica, para equilibrar los factores de los que dependen el orden, la estabilidad, el progreso material y el desarrollo cultural, de manera que en su suelo los seres humanos contaban con condiciones propicias para su desarrollo pleno, la ruta de la felicidad según Aristóteles.

Muchos fueron los factores que incidieron en ese estado de cosas, pero quizás el más destacado fue la estabilidad social que se construyera en torno a la hegemonía de partido posrevolucionaria, cuya piedra de toque fue la firme disciplina ordenada en torno a un mando único, unipersonal y omnímodo: el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Sus órdenes y decisiones tenían más fuerza que las leyes y hasta que la propia Constitución. Ese, paradójicamente, fue también el germen que devastaría la cohesión del sistema, porque esa dictadura omnímoda no tardó en apartarse de la rectoría del derecho, con las consecuencias que están a la vista.

En ese campo de cultivo fue que se formó el actual Presidente, un hombre que, queriendo crecer en la escala social, optó por los senderos de la política y se dio a recorrerlos de la mano de los poderosos, de quienes pudo y supo valerse en sus afanes por escalar en la vida.

Por fin llegó, ya lo sabemos, a la tan deseada Presidencia, objetivo al que apostó todo su haber político y para alcanzar el cual efectuó las alianzas que juzgó necesarias, vistas con plenitud de pragmatismo.

Llegó a su meta, pero las circunstancias que lo esperaban eran muy otras de aquellas que atestiguaron su partida desde su originario Tabasco.

Se topó con una sociedad más informada y participativa; encontró un aparato institucional que había sido puesto, si no a resguardo pleno, sí protegido contra los caprichos y la discrecionalidad, no solo en la toma de decisiones, sino que también en la operación misma; quiso manipular al legislador, pero se topó con que no podría hacerlo como le habría gustado, porque no le alcanzaron sus mayorías en él; se encontró, en fin, con una serie de escollos para que su voluntad discurriera tan fluida y ágilmente como pensó que sería y le hubiera gustado que fuera.

Sus primeros embates fueron contra la rama judicial del poder federal, indignado por las suspensiones concedidas en los amparos contra sus actos, especialmente relacionados con el Tren Maya; a la CNDH la neutralizó maniobrando para que la designación de su presidencia recayera en una incondicional suya, como lo hizo también con la Fiscalía federal; la intención de hacerlo con el Banco de México está en proceso y las baterías están ya también apuntadas hacia el INE, que ha mostrado una entereza digna de encomio, especialmente de parte de su presidente, Lorenzo Córdoba, y su consejero Ciro Murayama. Contra ellos, las huestes presidenciales mantienen la amenaza de juicio político, mientras que el Presidente ha anunciado que, tras la consulta sobre la revocación, iniciará reformas a la ley electoral para defenestrar a los consejeros actuales y estatuir que se elijan en adelante popularmente.

No será esta una tarea fácil de coronar caprichosamente, porque requerirá reformas constitucionales y ya se sabe que, para ello, no cuenta con la mayoría calificada requerida, pero no se puede bajar la guardia porque son bien conocidas sus habilidades y argucias para conseguir lo que se propone.

En todo caso, el que se vive es solo un episodio de los que pueden preverse faltantes, porque al Presidente le disgustan y desagradan las autonomías y los obstáculos que, siendo naturales en la democracia, son barreras opuestas a su hegemonía soñada, por lo que, nadie lo dude, habrá de combatirlas con denuedo.

No es cosa ya de ideologías o conveniencias. Es razón de subsistencia impedir una nueva hegemonía ilegítima, que no sea la de la razón y el derecho. Como nunca, la historia convoca a la cohesión y la altura de miras. A cerrar filas.