Xavier Diez de Urdanivia

En el significado profundo de la Pascua, independientemente de las diversas creencias religiosas, se comparten elementos que dirigen el ánimo hacia la renovación que purifica, y la esperanza que anuncia una nueva vida.

Para el pueblo judío, desde los tiempos bíblicos, evoca el éxodo hacia la tierra prometida, con todo lo que ello implica de valor fundacional.

Para los cristianos, que recogieron de la tradición judía la festividad, la Pascua es tan significativa que de ella pende el núcleo de la fe que les es propia: la Resurrección de su Señor, Jesucristo, que como cordero se ofrendó a sí mismo para limpiar del pecado a los seres humanos, recuperando para ellos la dignidad perdida por la falta capital cometida en el edén originario, permitiéndoles con ello recuperar la posibilidad de renacer y aspirar a una eternidad bonancible, dejando atrás esa vida constreñida por el lastre que la falta había dejado en ellos..

Importa tener presente que la redención concedida no confería cosa alguna que se pareciera a un salvoconducto gratuito para transitar hacia ese estatus promisorio sin esfuerzo alguno; por el contrario: se trata de un empeño que requiere de una entrega sin reservas, de una actitud permanente y perdurable, que sólo se verá coronada por el éxito si se persevera en el propósito congruentemente y conforme a las enseñanzas del Maestro.

Parecería que todo lo dicho atañe solo a los creyentes incluidos en la tradición judeocristiana, pero no es así, porque el mensaje de Cristo fue dirigido a todos los seres humanos, mientras que su sacrificio consistió en una ofrenda cuyos efectos a todos alcanzaría, siempre que en su ánimo imperara la buena voluntad.

Quienes no profesan la fe cristiana –o no profesan ninguna– se ven igualmente afectados por las miserias espirituales y las distorsiones éticas que parecen haberse adueñado del mundo, enseñoreados como están, a la vista de quien quiera verlos, los antivalores de la codicia, el engaño, la egolatría, el materialismo, etc., ocasionando que la salud comunitaria se descomponga al grado en que se encuentra.

Las prioridades, los métodos, los instrumentos, los intereses y, en general las actitudes, públicas y privadas, dan muestras claras de distorsión e incongruencia.

Hay, entre quienes debieran ser custodios del orden y las condiciones propicias para el desarrollo humano, individual y social, actitudes demagógicas y discursos falaces que gritan a pecho abierto corrupción, pero nada se hace por combatir la gangrena social que afecta al mundo, y ese encubrimiento descarado no hace otra cosa que acelerar el deterioro.

Frente a ello, el potencial integrador de la Pascua es amplio si con ojos inclusivos se mira y se tiene en cuenta el valor ético de la depuración del comportamiento que propugna, frente a lo cual no caben las limitaciones religiosas, porque la generación de condiciones que permitan el desarrollo pleno de los potenciales individuales y del social, tiene su propia y muy amplia valía ética.

Es tiempo de enderezar los rumbos de México, pero para hacerlo hace falta considerar aquello que, sabiamente, apuntara Ortega y Gasset, en Meditaciones del Quijote: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo”, lo que complementa bien algo de Alfonso Reyes que recuerdo haber leído hace ya tantos años que la memoria no guarda la fuente: “el mundo empieza en mi aldea”

Creo que también Aristóteles tendría algo que decir en este punto, pues recordemos que su noción de felicidad, muy sintéticamente enunciada, consiste en la realización plena del potencial humano, el de cada quién y el de todos.

Es así que, ante ese gran potencial generador de actitudes virtuosas permanentes y la capacidad de integración que le confiere su significado profundo, me parece oportuno concluir haciendo patentes mis votos por qué la que hoy celebramos sea una Pascua de todos y para todos sea una Pascua feliz.