Back to Top

contacto@nuestrarevista.com.mx

headerfacebook headertwitter
 

El antídoto de la corrupción

Xavier Díez de Urdanivia

Corrupción y putrefacción son la misma cosa. Es un proceso de descomposición que puede llevar al organismo hasta su destrucción total.

Cuando algo se corrompe, la cohesión entre sus partes falla y la coherencia en su funcionamiento se distorsiona; solo revirtiendo la disfunción se puede aliviar el mal.

Crear burocracia, instaurar procedimientos e instituciones inquisitoriales, y cosas por el estilo, no servirá de nada mientras no prive entre las personas que México es un sentido de decencia que se exprese en la hoy ausente “virtud cívica”, que se ha pregonado siempre y en toda cultura, como elemento básico del orden equitativo, pacífico y justo, en vista del desarrollo humanitario de las comunidades.

¿Cómo conseguirlo? Resume Emilio Suñé, en el preámbulo del libro Filosofía Jurídica y Política de la Nueva Ilustración (Porrúa, 2009), muchos siglos de cavilaciones sobre el tema, efectuadas por los más preclaros filósofos de todos los tiempos, al decir que “solo la educación, o mejor dicho, la formación en la virtud cívica, hace del individuo un ser verdaderamente humano. La educación es equilibrio, formación integral de la persona y como tal, persona humana; no un mero repertorio, más o menos amplio, de conocimientos técnicos o prácticos, que apenas sí nos darían un ligero plus adaptativo sobre el resto de los animales”.

Es verdad, la educación, bien entendida y correctamente configurada, forma, no solo instruye; induce a la virtud cívica y enaltece valores básicos universales; forma ciudadanos, no adoctrina para formar súbditos dóciles, ni seguidores incondicionales.

¿Qué hacer en México para alcanzar el objetivo de instaurar una convivencia pacífica, ordenada y justa?

La receta está a la vista, pero parecería que nadie la quiere ver: el Artículo 3 de la Constitución dice que la educación debe orientarse, entre otros criterios, por ser democrática, y para que no haya confusiones, explica: “Considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Es obvio que la falta de acción pública congruente con el principio democrático, tal como lo enuncia el Artículo 3, ha sido y es un obstáculo mayor para construir la “polis” mexicana que se echa en falta, especialmente en momentos de tan grave descomposición como son los que atraviesa el país.

Lo que de verdad importa, en términos de la responsabilidad del Estado y la sociedad, no nada más en los planes y programas correspondientes a la instrucción formal, escolarizada, presencial o abierta, sino en toda la amplia gama de vías y metodologías educativas, es la instauración de actitudes y la instrumentación de acciones y políticas enderezadas a la construcción de una comunidad basada en esa actitud virtuosa que respeta e incluye, que recoge y busca que se armonicen en su ejercicio los derechos y libertades fundamentales, tanto como los deberes y responsabilidades que ellos necesarsiamente conllevan, con un ánimo de justicia tal que se corresponda con el ideal clásico: reconocer y respetar a cada quien su propio derecho y hacerlo con todos. En eso es que se nutre, incluso, la verdadera legitimidad de las instituciones y en México, infortunadamente, estamos todavía muy lejos de ello.

Hace falta, sí, detener el proceso, pero nada se gana con combatir la infección, incluso con “terapia de choque”, si solo se atacan los síntomas y perviven las causas que la ocasionaron.

Una cosa, en todo caso, es indispensable considerar: creando burocracias “ad hoc” no se combate la corrupción, y hasta puede que se generen incentivos para estimularla, como la historia enseña que ha ya pasado en otros tiempos, aquí y en otras latitudes. Habrá que tener cuidado, no vaya a ser que el remedio resulte más grave que la enfermedad.

En este país se ha desatendido el único antídoto que puede ser eficaz -la decencia- y solo se ha puesto hincapié en paliativos que incapaces son ya siquiera de enmascarar los síntomas. Urge rectificar.

Una extemporánea infancia

Xavier Díez de Urdanivia

Mientras el proverbial avión atrae la atención y se aterriza en la vía adecuada para enajenarlo, hay que volver la cara hacia otros temas que son más graves. Apenas unos días después de la tragedia ocurrida en un colegio de Torreón, los medios dieron cuenta de dos cosas que bien merecen considerarse.

La primera, el preocupante dato de que los suicidios, cada uno una tragedia de todos y para todos, han aumentado alarmantemente, lo que trasciende el ámbito particular y da cuenta de la descomposición que aqueja a nuestro país, con énfasis en muchas de las comunidades que lo integran, aunque el resto del mundo no sea ajeno a ese mal.

Acerca de las causas específicas de cada caso poco, pudiera decirse, si algo; una reflexión apenas superficial induce a inferir, en cambio, que “algo huele podrido” en estos terrenos nuestros, parafraseando a Shakespeare.

En este punto es que surge la segunda noticia: en algún medio se publicó una nota de Juan M. Blanco acerca del libro Forever Young, de Marcel Danesi, profesor de antropología, que plantea una tesis sugerente.

Basado en datos empíricos, sostiene que tiene lugar un fenómeno que considera un “síndrome colectivo” y que consiste en que “la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la vida pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea”.

La opinión pública, en ese contexto, tiende a considerar la inmadurez como normal, incluso “deseable”, para un adulto, como resultado de lo cual, “cunde una sensación de inutilidad, de profunda distorsión: quienes toman las decisiones cruciales suelen ser individuos con valores adolescentes. Va desapareciendo la cultura del pensamiento, de la reflexión, del entendimiento y es sustituida por el impulso, la búsqueda de la satisfacción instantánea” (La Incontenible Infantilización de Occidente, en Disidentia, https://disidentia.com).

Destaca esta tesis el hecho de que mucho se olvida que “la madurez consiste básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar responsabilidades”.

También lo hace con la circunstancia de que los dirigentes han contribuido –“con todas sus fuerzas”, dice– “a diluir o difuminar la responsabilidad individual” y condenar a las personas adultas a una “adolescencia permanente”, porque –y esto me parece irrefutable– el estado paternalista “aseguró al súbdito que resolvería hasta la más mínima de sus dificultades a cambio de renunciar al pensamiento crítico, de delegar en los dirigentes todas las decisiones”.

El creciente infantilismo fomenta la difusión de miedos, temores inventados o exagerados, que generan una sociedad “bastante cobarde, insegura, que se asusta de su sombra, de lo que come o respira”, que siente pánico ante noticias que no debieran ser más que una excepción, y eso mueve a considerar como una causa probable del trágico panorama que se puede observar en derredor nuestro, aunque no se puede descartar otra porción de causación que reside en la dogmatización del discurso político, que a partir de esas premisas “se limita a meras consignas, pierde complejidad”.

En ese contexto, la cantidad y el tamaño de las frustraciones frente al fracaso en la construcción de una vida comunitaria sólida y la desesperanza de encontrar una vía para el propio desarrollo, explican que se produzcan decepciones y depresión que, aunadas al ambiente de violencia aguda y la disfunción familiar creciente, trastoquen los valores, con la consecuencia de ver cómo cada vez más jóvenes incurran en las explosiones de violencia y las salidas falsas que con tanta tristeza hemos experimentado.

Imposible pasar por alto que la promesa de una “interminable infancia despreocupada y feliz” del “estado paternalista” es un campo propicio para que florezca la “mentalidad infantil”.

En cambio, hay que insistir en aquello que se atribuye a Pitágoras y esta semana, providencialmente, me trajeron las redes sociales: “Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida”.

El ángel de la muerte

Xavier Díez de Urdanivia

Escuchar Nota Sucedió otra vez, cuando apenas se disipaban los festivos ecos de la Navidad y los aires de renovación que cada año trae consigo. La tragedia volvió a extender sus alas.

Eran las 8:30 del segundo día de labores escolares, cuando un joven alumno del Colegio Cervantes, de la ciudad de Torreón, inopinadamente arremetió a balazos contra una profesora, a la que dio muerte, mientras hería también a algunos alumnos que se encontraban, circunstancialmente, en el lugar de los hechos. Luego, se pegó un tiro y se quitó la vida.

Hoy, más que nunca, la autoridad está obligada a despojarse de poses y mantener incólume la transparencia, para evitar encubrir situaciones tan graves como la ocurrida al adoptar actitudes de genuino o ficticio pesar, mientras se pretende que “no pasa nada” y que el origen de la tragedia se debe al contexto violento de los videojuegos o a situaciones abstractas e impersonales, como la “pérdida de valores”, como el propio fiscal general expuso en una de las primeras entrevistas que dio después del infortunado y trágico evento.

¿Qué hacia un jovencito, todavía niño, con dos pistolas en su poder? ¿De dónde las obtuvo? ¿De dónde, y sobre todo por qué, nació la idea de llevarlas a la escuela? Son estas preguntas tan elementales como primordiales son sus respuestas para poder empezar a entender la gravedad social que, más allá de la ingente pena individual, incuban estas conductas cada vez más frecuentes.

No basta decir que la sociedad es culpable porque vive una “crisis de valores” ¿A qué valores se refieren quienes acuden a ese lugar común? En todo caso ¿quién o quiénes son responsables de esa crisis? ¿Fuenteovejuna?

Tampoco sirve intentar transferir las responsabilidades, como ya va ocurriendo entre los grupos e instituciones directamente afectados por el caso y, como es habitual, empiezan a pulular los señalamientos y hasta las explicaciones “expertas” de la conducta, como si fuera un caso aislado.

Los datos dicen que un joven, cuya edad lo ponía en el umbral de la adolescencia, inexplicablemente arremetió contra una profesora y en el camino hirió a otros compañeros.

Hay versiones, aparentemente sólidas, que sostienen que actuó así después de haberse cambiado de ropa para vestirse como Eric Harris, uno de los dos adolescentes que, el 20 de abril de 1999, en Columbine, Colorado, masacraron a sus compañeros de High School. Empiezan también a correr versiones que afirman que el joven era objeto de “bullying”, no solo por parte de sus compañeros, sino generalizadamente.

Ha trascendido también que vivía con sus abuelos, porque su madre había fallecido hace poco y su padre se ausentaba con frecuencia por razones de trabajo.

No viene al caso hacer el juego a esas circunstancias como distractores, sino descubrir su trascendencia en la descomposición sicológica que llevó a lo acontecido, porque esos son indicios que podrían apuntar a una disfuncionalidad familiar, que podría ser el campo de cultivo de los motivos desencadenantes de la conducta que hoy todos lamentamos.

Sean cuales hayan sido las causas específicas, la justicia demanda que se esclarezcan los hechos en el caso concreto, pero también que se tracen los paralelos con otros fenómenos similares y con el grave cúmulo de suicidios que han tenido lugar en los últimos tiempos, sin perder de vista el contexto de violencia endémica en el que todo eso ha tenido lugar. De las respuestas y su confiabilidad dependerán en mucho las soluciones.

En todo caso, para cortar las alas del ángel de la muerte que se regodea, revoloteando sobre nuestra gente, habrá que remediar desde sus causas profundas, la grave descomposición social, teniendo en cuenta que en el trecho entre el dicho y el hecho se incuba la corrupción, que no es otra cosa que la putrefacción de los vínculos sociales cuya cohesión se funda, precisamente, en esos valores que tanto se cacarean y tan poco se procuran.

Obras son amores, y no buenas razones.

 

El paraíso perdido

Xavier Díez de Urdanivia

La semana concluida ha sido pródiga en noticias que no dejan de ser alarmantes, un motivo de preocupación mayor para este país en el que muchos creyeron que, con el brusco golpe de timón dado en las urnas en 2018, se iba a enmendar el rumbo y enfilar la proa hacia una utopía de bienestar.

La fórmula que así lo prometía pasaba por la justicia y una honrada austeridad, pero a un año y poco más que apenas ha transcurrido, la ruta elegida ha dado ya muestras evidentes de ser errática y poco eficiente en vista de una correcta gestión de la cosa pública; también de que aquella fórmula no ha sido empleada con la atingencia debida.

Se supo en los días recientes de un cúmulo enorme de problemas, carencias y arbitrariedades con los pacientes del Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (INSABI), muchos de ellos graves, todos inmersos en niveles profundos de precariedad económica, que se toparon con cuotas que superaban por mucho las que hasta entonces habían cubierto, sin atención ni medicamentos, y además infundadamente, porque toda contribución -y esas cuotas lo son- debe estar sustentada, de manera proporcional y equitativa, en una ley, como lo exige la constitución.

Todo se atribuyó a insuficiencias financieras de la nueva institución, afectada en aras de una alegada austeridad, que en este caso concreto tiene visos de mezquindad.

Mientras eso ocurría, se anunciaba con bombo y platillo que, con el objeto de promover el deporte, se concedía una subvención millonaria al equipo de beisbol profesional de Tabasco (curiosamente, el deporte favorito del presidente y en su tierra), en una suma aparentemente superior a la necesaria para el fin de atender las necesidades de salud mencionadas, que son las de los más necesitados (¿Primero los pobres?).

El remate de esta representación de absurdos, más dramáticos que tragicómicos, fue el más reciente episodio de ese culebrón telenovelesco que bien podría llamarse “El avión presidencial”. Ya le habían tocado “Las Golondrinas” pero esta semana llegó de regreso (aunque, por lo visto, nunca acabó de irse).

Volvió a México porque no era nuestro y uno no puede vender lo que tiene como arrendatario, aunque el arrendamiento sea financiero y conceda el derecho de adquisición al término del contrato. Tampoco queda exento el arrendatario del pago de la renta por el hecho de no usar el bien arrendado. Eso, que es elemental, no fue tomado en cuenta por quienes era debido que lo consideraran.

Como bien se sabe, el mantenimiento del avión y su almacenamiento costaron muchos dólares, que bien pudieron ahorrarse porque el gobierno federal cuenta con las instalaciones -sin uso desde que se llevaron el avión- y el personal adecuado para ello. Ni se vendió, ni se usó -y en cambio se gastó en pasajes- y ahora ya está de vuelta sin que se sepa qué hacer con él.

Todo eso deja entrever improvisación, falta de claridad en los objetivos, carencia de metas, nula Planeación y, lo que es peor, capricho y terquedad, que no perseverancia, y quizás algo peor, porque bastaban un par de sumas y restas para poder darse cuenta de que las cosas deberían ir por otro rumbo para mantener siquiera, ya no mejorar, las condiciones de vida de los menos favorecidos. No se hicieron, o a nadie le importo hacerlas, entre quien toma las decisiones y quienes debieron hacer notar esas “minucias”. 

Cuando se creía que la cosa no daba para más, llegó el “gran finale”: Como no hubo manera de vender el avión, ni siquiera ofreciéndolo en copropiedad (y tampoco conviene admitir el fracaso), había que deshacerse de él de otra manera.

¿Cuál? ¡Una rifa!, aunque a sea más onerosa para el ganador que la rifa de un tigre.

Tanto desatino movería a la risa si no fuera porque la gravedad de la situación lo impide. El paraíso de bienestar y justicia que se había prometido no se aprecia en el horizonte.

Basta de buenos propósitos

Xavier Díez de Urdanivia
Es común que se inicie el año con un listado de buenos propósitos, que usualmente se incumplen y por eso se reciclan un año tras otro.

Esa práctica, que da la impresión de ser anodina, podría no serlo tanto cuando se considera que es capaz de socavar el vigor de la actitud personal frente a los problemas cotidianos, que cuando son importantes requieren racionalidad, entereza, persistencia y presencia de buen ánimo.

Mientras eso ocurra en la esfera personal y ahí quede, es cosa de cada uno juzgar sobre la conveniencia de continuar con el hábito, pero cuando la ligereza trasciende la esfera de lo particular y se instala en el ámbito de lo público, la cosa se pone seria, porque debilita la capacidad colectiva de atender preventivamente, o remediar, las cuestiones públicas.

Cuando Julio César informó al senado romano sobre su campaña en las Galias, se refirió a los pueblos enfrentados por él diciendo que, entre todos los más fuertes fueron los belgas, aduciendo que eso era porque estaban muy alejados del género de vida y de las costumbres de las provincias, y con muy poca frecuencia llegaban a ellos los mercaderes que traían consigo aquellas cosas que suavizaban los ánimos, además de que su vecindad con los germanos y el constante estado de guerra que mantenían con ellos los fortificaba.

La analogía es evidente: La vida muelle produce una languidez inconveniente a la hora de plantar cara a las dificultades y amenazas que la cotidianeidad impone, especialmente en momentos de violencia, inestabilidad y riesgo como son los que corren.

Cuando eso le pasa a un país, la frivolidad carcome su capacidad de mantener sus instituciones con firmeza suficiente para garantizar el orden justo, pacífico y perdurable que toda sociedad reclama y sin el cual no hay desarrollo posible.

Los gobernantes -que forman parte de esa cultura y de ella participan- suelen refrendar cada año los compromisos expresamente adquiridos por ellos y algunos otros que, para resolver problemas que a lo largo del camino se van presentando, suman a los originales.

Uno de los recursos más socorridos para este último fin consiste en invocar la instauración de un “verdadero estado de derecho”, pretendiendo que se tendrá por satisfecha esa finalidad con la sola emisión de leyes y aun reformas constitucionales, sin reparar en que ellas no sirven de nada si no van acompañadas de una acción congruente, concertada, planeada conforme a diagnósticos confiables y aptos para dilucidar estratégicamente el funcionamiento institucional, para lo cual hace falta el diseño políticas públicas aptas para el caso, pero regularmente se pasa por alto que ellas son medios técnicos para prevenir y resolver problemas de índole pública que se nutren de información verídica, oportuna y confiable, para traducirse en acciones susceptibles de ser medidas y evaluadas en orden a su eficacia.

Las proclamas, los buenos deseos y los propósitos de cada año, por noble y sinceros que sean, no sirven de nada si no se resuelven en actitudes y acciones que puedan llevarlas a cabo. De otra manera lo que se tendrá será solamente un catálogo de buenos propósitos que, por su parentesco con las buenas intenciones y como dice el refrán, buen pavimento han de ser para los caminos del infierno, que en esta ocasión se hace presente muy vívidamente en la caótica crisis generalizada en que vivimos.

Lejos de mi intención está romper con el optimismo propio de la época, pero dadas las circunstancias, bueno me ha parecido recordar que la diligencia es una virtud cuya presencia desplaza a la negligencia, y que las cosas públicas son cosa de todos -muy especialmente y en primer lugar de quienes tienen encomendadas funciones propias de su gobierno- y por lo tanto no es dable que nadie se desentienda de ellas.

Acciones planeadas, correctas y congruentes es lo que falta, no “buenos propósitos” que son, a la postre y según mi juicio, perniciosos y contraproducentes si no se cumplen bien.

Página 15 de 20