Xavier Díez de Urdanivia

Corrupción y putrefacción son la misma cosa. Es un proceso de descomposición que puede llevar al organismo hasta su destrucción total.

Cuando algo se corrompe, la cohesión entre sus partes falla y la coherencia en su funcionamiento se distorsiona; solo revirtiendo la disfunción se puede aliviar el mal.

Crear burocracia, instaurar procedimientos e instituciones inquisitoriales, y cosas por el estilo, no servirá de nada mientras no prive entre las personas que México es un sentido de decencia que se exprese en la hoy ausente “virtud cívica”, que se ha pregonado siempre y en toda cultura, como elemento básico del orden equitativo, pacífico y justo, en vista del desarrollo humanitario de las comunidades.

¿Cómo conseguirlo? Resume Emilio Suñé, en el preámbulo del libro Filosofía Jurídica y Política de la Nueva Ilustración (Porrúa, 2009), muchos siglos de cavilaciones sobre el tema, efectuadas por los más preclaros filósofos de todos los tiempos, al decir que “solo la educación, o mejor dicho, la formación en la virtud cívica, hace del individuo un ser verdaderamente humano. La educación es equilibrio, formación integral de la persona y como tal, persona humana; no un mero repertorio, más o menos amplio, de conocimientos técnicos o prácticos, que apenas sí nos darían un ligero plus adaptativo sobre el resto de los animales”.

Es verdad, la educación, bien entendida y correctamente configurada, forma, no solo instruye; induce a la virtud cívica y enaltece valores básicos universales; forma ciudadanos, no adoctrina para formar súbditos dóciles, ni seguidores incondicionales.

¿Qué hacer en México para alcanzar el objetivo de instaurar una convivencia pacífica, ordenada y justa?

La receta está a la vista, pero parecería que nadie la quiere ver: el Artículo 3 de la Constitución dice que la educación debe orientarse, entre otros criterios, por ser democrática, y para que no haya confusiones, explica: “Considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.

Es obvio que la falta de acción pública congruente con el principio democrático, tal como lo enuncia el Artículo 3, ha sido y es un obstáculo mayor para construir la “polis” mexicana que se echa en falta, especialmente en momentos de tan grave descomposición como son los que atraviesa el país.

Lo que de verdad importa, en términos de la responsabilidad del Estado y la sociedad, no nada más en los planes y programas correspondientes a la instrucción formal, escolarizada, presencial o abierta, sino en toda la amplia gama de vías y metodologías educativas, es la instauración de actitudes y la instrumentación de acciones y políticas enderezadas a la construcción de una comunidad basada en esa actitud virtuosa que respeta e incluye, que recoge y busca que se armonicen en su ejercicio los derechos y libertades fundamentales, tanto como los deberes y responsabilidades que ellos necesarsiamente conllevan, con un ánimo de justicia tal que se corresponda con el ideal clásico: reconocer y respetar a cada quien su propio derecho y hacerlo con todos. En eso es que se nutre, incluso, la verdadera legitimidad de las instituciones y en México, infortunadamente, estamos todavía muy lejos de ello.

Hace falta, sí, detener el proceso, pero nada se gana con combatir la infección, incluso con “terapia de choque”, si solo se atacan los síntomas y perviven las causas que la ocasionaron.

Una cosa, en todo caso, es indispensable considerar: creando burocracias “ad hoc” no se combate la corrupción, y hasta puede que se generen incentivos para estimularla, como la historia enseña que ha ya pasado en otros tiempos, aquí y en otras latitudes. Habrá que tener cuidado, no vaya a ser que el remedio resulte más grave que la enfermedad.

En este país se ha desatendido el único antídoto que puede ser eficaz -la decencia- y solo se ha puesto hincapié en paliativos que incapaces son ya siquiera de enmascarar los síntomas. Urge rectificar.