Xavier Díez de Urdanivia

La semana concluida ha sido pródiga en noticias que no dejan de ser alarmantes, un motivo de preocupación mayor para este país en el que muchos creyeron que, con el brusco golpe de timón dado en las urnas en 2018, se iba a enmendar el rumbo y enfilar la proa hacia una utopía de bienestar.

La fórmula que así lo prometía pasaba por la justicia y una honrada austeridad, pero a un año y poco más que apenas ha transcurrido, la ruta elegida ha dado ya muestras evidentes de ser errática y poco eficiente en vista de una correcta gestión de la cosa pública; también de que aquella fórmula no ha sido empleada con la atingencia debida.

Se supo en los días recientes de un cúmulo enorme de problemas, carencias y arbitrariedades con los pacientes del Instituto Nacional de Salud para el Bienestar (INSABI), muchos de ellos graves, todos inmersos en niveles profundos de precariedad económica, que se toparon con cuotas que superaban por mucho las que hasta entonces habían cubierto, sin atención ni medicamentos, y además infundadamente, porque toda contribución -y esas cuotas lo son- debe estar sustentada, de manera proporcional y equitativa, en una ley, como lo exige la constitución.

Todo se atribuyó a insuficiencias financieras de la nueva institución, afectada en aras de una alegada austeridad, que en este caso concreto tiene visos de mezquindad.

Mientras eso ocurría, se anunciaba con bombo y platillo que, con el objeto de promover el deporte, se concedía una subvención millonaria al equipo de beisbol profesional de Tabasco (curiosamente, el deporte favorito del presidente y en su tierra), en una suma aparentemente superior a la necesaria para el fin de atender las necesidades de salud mencionadas, que son las de los más necesitados (¿Primero los pobres?).

El remate de esta representación de absurdos, más dramáticos que tragicómicos, fue el más reciente episodio de ese culebrón telenovelesco que bien podría llamarse “El avión presidencial”. Ya le habían tocado “Las Golondrinas” pero esta semana llegó de regreso (aunque, por lo visto, nunca acabó de irse).

Volvió a México porque no era nuestro y uno no puede vender lo que tiene como arrendatario, aunque el arrendamiento sea financiero y conceda el derecho de adquisición al término del contrato. Tampoco queda exento el arrendatario del pago de la renta por el hecho de no usar el bien arrendado. Eso, que es elemental, no fue tomado en cuenta por quienes era debido que lo consideraran.

Como bien se sabe, el mantenimiento del avión y su almacenamiento costaron muchos dólares, que bien pudieron ahorrarse porque el gobierno federal cuenta con las instalaciones -sin uso desde que se llevaron el avión- y el personal adecuado para ello. Ni se vendió, ni se usó -y en cambio se gastó en pasajes- y ahora ya está de vuelta sin que se sepa qué hacer con él.

Todo eso deja entrever improvisación, falta de claridad en los objetivos, carencia de metas, nula Planeación y, lo que es peor, capricho y terquedad, que no perseverancia, y quizás algo peor, porque bastaban un par de sumas y restas para poder darse cuenta de que las cosas deberían ir por otro rumbo para mantener siquiera, ya no mejorar, las condiciones de vida de los menos favorecidos. No se hicieron, o a nadie le importo hacerlas, entre quien toma las decisiones y quienes debieron hacer notar esas “minucias”. 

Cuando se creía que la cosa no daba para más, llegó el “gran finale”: Como no hubo manera de vender el avión, ni siquiera ofreciéndolo en copropiedad (y tampoco conviene admitir el fracaso), había que deshacerse de él de otra manera.

¿Cuál? ¡Una rifa!, aunque a sea más onerosa para el ganador que la rifa de un tigre.

Tanto desatino movería a la risa si no fuera porque la gravedad de la situación lo impide. El paraíso de bienestar y justicia que se había prometido no se aprecia en el horizonte.