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La alternancia del sistema

Xavier Díez de Urdanivia

Las graves consecuencias que, particularmente en lo económico, ha empezado a producir el inminente “estilo personal de gobernar” –Cosío Villegas dixit– ha provocado una polarización inusitada.

De una parte, no deleznable, el presidente electo es tachado de autoritario, caprichoso, mesiánico y “antisistema” –como si fuera tal cosa una anomalía inusitada en nuestro país– cuando en realidad surge y se desarrolla en el seno mismo del sistema político mexicano, del que sin duda forma parte. AMLO y sus seguidores abrevaron, aprendieron, se adiestraron, se han desarrollado y forman parte de él, con todo lo que eso significa.

¿Es acaso inédito que las decisiones, trascendentales o no, incluso las legislativas, se tomen en última instancia por el Presidente? ¿No es replicada la misma práctica en todo el esquema, repitiendo el esquema de las jerarquías políticas en “niveles”, al margen de lo que diga la ley, e incluso contra ella?

La descomposición del sistema –del que todos formamos parte– ha alcanzado un grado alarmante porque la primacía del interés de los gobernantes sobre la ley se ha convertido en regla, al grado de que el deber de fundar en la ley los actos públicos ya no sólo ha perdido importancia a sus ojos, sino que incluso ha llegado al grado de que quien se acoge a ella y no se pliega –o “alinea”– a la voluntad del poderoso en turno, aunque éste infrinja el derecho, sea denostado.

La centralización reforzada –hacia el centro, por una parte, y al Poder Ejecutivo por otra- que caracteriza a nuestro sistema político no es nueva, pero eso no justifica el autoritarismo, de cualquier signo, que siempre degrada la vida social.

Así se han deteriorado las instituciones y, en esas condiciones, no es extraño que se haya capitalizado el justificado malestar, la indignación incluso, de quienes, paulatina, pero consistentemente, han ido cayendo en la marginación.

A pesar de todo, la degradación del sistema político es algo que ha estado ausente en el debate. En cambio, la polarización ha inundado el espacio de la discusión, ocultando el verdadero problema.

Es muy difícil analizar los acontecimientos en medio del frenesí que provocan, pero es necesario intentar el ejercicio de ser espectador racional, aunque se esté en su vórtice, pero hace falta no sólo un análisis serio entre los partidos perdedores acerca de las causas medulares de su derrota, sino también un examen sereno y objetivo respecto de las razones del triunfo, porque la reacción de los votantes mayoritarios no fue tan sólo para sacar de Los Pinos al PRI y evitar que volviera el PAN, sino, según se ve a poco que se profundice, para erradicar la arbitrariedad ventajosa, la ilegalidad de los actos de autoridad, recubiertos muchas veces de un simulado apego a derecho.

Votaron las mayorías para demostrar su hartazgo y para recordar a la autoridad que el respeto de los seres humanos pasa por el respeto a las normas, así como que la elaboración o modificación de estas, sean generales o individualizadas, debe atenerse a los procedimientos establecidos y estar alineada hacia la garantía y protección de los derechos fundamentales, en igualdad de circunstancias, de toda persona.

Por la misma razón, el contundente vuelco en las urnas a favor de esta nueva alternancia, si bien resulta explicable, en modo alguno puede justificar imposiciones, y menos aún que, en nombre de las mayorías, sean conculcadas las libertades de los sectores minoritarios. Con ellos, en un régimen de verdad democrático, se requiere del respetuoso intercambio de ideas, de debatir las propuestas racionalmente, no de manera emocional, sin odios cervales y sin rencores. Hay que buscar, lealmente, construir los consensos necesarios.

La autoridad, o quien aspire a serlo, debe acatar, invariablemente, las reglas del juego para evitar que se instituya el caos, siempre pernicioso sin distingos, y si es necesario cambiarlas, hacerlo conforme a los procedimientos democráticos establecidos.

En democracia también las minorías cuentan, y la democracia que pasa por alto la ley, deviene demagogia.

Los ingredientes del autoritarismo

Xavier Díez de Urdanivia

La reflexión expresada aquí hace una semana encuentra, por infortunio, un contexto adecuado en las circunstancias que embocan en nuestro país al nuevo sexenio.

Desde los primeros escarceos, se vislumbra ya claramente una metodología poco transparente, errática y confusa para la toma de decisiones, lo que no abona nada, pero sí resta, a la democracia y a la transparencia que constituye uno de sus puntales más sólidos.

La condición que eso anuncia no es halagüeña, y lo es menos al advertir que lo más grave que se ha producido, además de la confusión, es un cúmulo escisiones y fracturas sociales que tienden a profundizarse y pueden, a poco que se descuide el tema, convertirse en irreversibles.

Por eso he creído importante profundizar algo más en el examen de las raíces del autoritarismo, sin pretender exhaustividad alguna en el ejercicio, solo esbozar algunas líneas de reflexión que creo necesarias.

Los seres humanos, según Erich Fromm -como se reseñó aquí la semana anterior- temen a la libertad, y mientras más de ella dispongan, más sus temores y angustias serán, porque con ella aumenta su inseguridad.

¿Cómo enfrentar ese estado de ánimo? Según Fromm hay dos principales vías de solución, entre otras posibles, a las que las personas suelen acudir: El autoritarismo y “la conformidad automática”.

El autoritarismo es, en primer lugar, un mecanismo de evasión. Se caracteriza por “la tendencia a abandonar la independencia del yo individual propio, para fundirse con algo o alguien exterior a uno mismo, que tiene autoridad o se le atribuye”.

Las personas proclives a refugiar sus temores libertarios tras la figura protectora de una autoridad reconocida por ellas. Se caracterizan por “una fuerte tendencia a la sumisión y la dependencia”, actitud que se arraiga en sentimientos de inferioridad, impotencia e insignificancia individual, que buscan guarecerse en una figura protectora que mucho recuerda la figura paterna.

Implica, desde luego, la contrapartida de un líder fuerte, capaz de asumir ese rol, con una tendencia -aunque variable, firme- a someter a los demás, usualmente de manera ilimitada y absoluta.

En esa relación, sin duda alguna anómala, los individuos sometidos tienden, con o sin prurito, a jugar el papel de meros instrumentos.

La otra vía, que se identifica como “conformidad automática”, implica que los individuos abandonan su “yo” propio, dejan de ser él o ella mismos, para convertirse en “uno de tantos” identificado con la mayoría, en la que se subsume y diluye.

“La raíz del problema -y por tanto también la posibilidad de solucionarlo- no está tanto en las condiciones socioeconómicas ambientales, cuanto en la estructura de la personalidad de los individuos que se someten a toda autoridad y a toda norma. Aunque, evidentemente, esa estructura de personalidad venga determinada por las estructuras socioeconómicas en que le ha tocado formarse”, dice Ovejero en el artículo que fue citado la semana anterior (“El autoritarismo: Enfoque sicológico”, EL BASILISCO, número 13, noviembre 1981-junio 1982, http://www.fgbueno.es).

Es decir: se trata de un problema cultural, que no obedece a épocas ni regímenes, sino que subyace, más activo que latente, en la cotidianeidad de las relaciones sociales, tan disparejas, disímbolas y asimétricas en nuestro país, como son también diversas las culturas, tradiciones, creencias y condiciones de las comunidades que en su configuración concurren.

Es necesario cobrar conciencia de esa realidad y obrar en consecuencia, en la seguridad de que no es dividiendo y enconando, caprichosamente, sino uniendo y creando condiciones de identidad a partir del respeto a nuestra variedad sociocultural, como puede cimentarse el futuro establemente digno, dinámico, que en justicia debería -y puede- ser construido.

Por eso México es una república federal. El paulatino desmantelamiento que, sobre todo en los años recientes, ha padecido, no favorece la fortaleza, sino que debilita al cuerpo social y lo hace vulnerable a la corrupción.

Romper esa inercia requiere reconfigurar, racionalmente, las instituciones -no destruirlas- y hacerlo en democracia y con legitimidad permanente, no solo con la que proporciona la mayoría electoral.

@10urdanivia

¿Un ‘localismo globalizado’?

Xavier Díez de Urdanivia 

La reciente visita del doctor Ricardo Rabinovich a la Universidad Autónoma del Noreste, campus Saltillo, sacudió algunas conciencias y, provocativo siempre –como cualquier buen profesor– despertó entre quienes lo oyeron –principalmente estudiantes de esa universidad, pero también profesores de ella, juristas e integrantes de la sociedad civil– reflexiones y visiones nuevas sobre el tema de los derechos humanos.

En cuanto a mí respecta, me hizo recordar algunas reflexiones de Boaventura de Sousa Santos, acerca de la noción “derechos humanos” y su universalidad, respecto de las cuales se formularon ya, hace algún tiempo, diversos comentarios.

Plantea Boaventura de Sousa que, mientras se presenta generalmente a los “derechos humanos” como “un producto histórico consensual, lineal y universal”, en realidad se trata de un discurso dialéctico en el que hasta hoy aparece como victoriosa esa idea, que se presenta como única capaz de reivindicar la dignidad en la vida de los seres humanos. La verdadera pregunta, en ese orden de ideas, dice, tendría que ser sobre si el modelo en boga de “derechos humanos” cumple con las expectativas que se les han asignado, y por lo tanto, si representan una victoria o un estrepitoso fracaso.

Un párrafo que bien ilustra su posición, y que por eso transcribo a la letra, dice: “El concepto de naturaleza humana es eurocéntrico, individualista, y como tal no es universal, es un localismo globalizado. En segundo lugar, el paradigma de los derechos humanos es bastante ‘estadocéntrico’, trabaja sobre el Estado y sobre las instituciones, y por eso no sabe dirigirse a otros actores que son grandes violadores de los derechos humanos, pero que no son el Estado. El Estado es, muchas veces, cómplice de ellos, pero no es el violador directo, y ahí́ tenemos un primer resultado: hay mucha violencia en el mundo que no se considera violación de los derechos humanos” http://www.idhc.org/cat/documents/DUDHE_SousaB.pdf, consultado el 13 de octubre de 2018).

“…los derechos humanos –sigue diciendo– privilegian un universalismo abstracto, que no tienen espacio para las culturas propias, para las comunidades culturales”; por eso, entre tantos lenguajes para expresar la dignidad humana, “algunos se afirman como derechos humanos, otros como deberes humanos y otros a través de otros conceptos. La idea es ver cómo insertar este multiculturalismo progresista dentro de una estrategia de Derechos Humanos”.

El tema de la discordia, en este punto, sigue siendo la noción de “dignidad”. Cuando De Sousa señala que la idea del consenso en torno a los derechos humanos se ha sustentado en “espejismos” haciendo creer que se trata de un triunfo en beneficio de toda la humanidad, en tanto que se pregonan como universalmente válidos, en realidad se apoyan en una noción de dignidad sustentada en una concepción de naturaleza individual y desconocen otras ideas de dignidad, tanto como otras diversas lecturas de lo que debe considerarse como “derechos”, en función de cada cultura y momento histórico.

El tema da para mucho. Sería ingenuo pretender agotarlo en tan breve espacio, que sin embargo permite sembrar la inquietud –o cultivarla, si es que ya existe– de reflexionar acerca de que, en tanto que producto cultural –la idea misma de “consenso social” así lo acredita– los llamados “derechos humanos” son, en algunos casos, irreductibles, pero muchos otros de los que se suelen incluir en la perspectiva hegemónica no lo son, y aún hay que decir quedan supeditados a los primeros. Por eso, tomar en cuenta de la identidad y las peculiaridades históricas, axiológicas y culturales que caracterizan a cada comunidad de las que por lo general se llaman “naciones”, es imprescindible.

Bien hace la UANE en generar la reflexión de calidad e innovadora entre sus alumnos, porque sólo así se genera conocimiento útil. Ya se comentará la visión de Rabinovich. Por lo pronto, la tesis planteada por De Sousa en cuanto al discurso de los derechos humanos como visión vencedora, que por lo tanto no es universal, en tanto que impuesta, se antoja sugerente. ¿No lo cree así?

El miedo a la libertad

Xavier Díez de Urdanivia

¡Qué paradoja! Los tiempos revueltos del mundo han motivado un clamor creciente por el respeto y la garantía de los derechos humanos y, sin embargo, cada día se exhiben proclamas y se despliegan acciones que atentan en contra de la universalidad y la igualdad que, en la teoría más generalizada, los distinguen.

Los cambios delmundo se ven necesariamente reflejados en la crisis de los modelos tradicionales de organización y en los que tienen que ver, inclusive, con los patrones individuales de conducta.

Las rutinas y hábitos cotidianos se ven alterados en toda faceta, y la confusión se hace presente profundamente. La crisis se extiende y, aunque no se entiendan sus causas ni se comprendan sus manifestaciones, se resienten sus efectos y resulta imposible evitar inquietudes que nadie atina a disolver. 

Según Anastasio Ovejero Bernal, esa, como cualquier otra crisis, tiene como una de sus consecuencias “la falta de estructuración del campo cognitivo del individuo, lo cual le crea al hombre moderno una gran ansiedad e inseguridad, fenómenos estos que le empujarán hacia el autoritarismo y hacia el prejuicio como soluciones a esa inseguridad y a esa ansiedad” (El Basilisco, número 13, noviembre 1981–junio 1982, http://www.fgbueno.es).

En el fondo, se trata de ese añejo “miedo a la libertad” que tan bien describiera 

Erich Fromm durante los años de la Segunda Guerra Mundial, en los tempranos cuarenta del siglo pasado.
Según la conocida tesis de Fromm, que bien sintetiza Ovejero, el ser humano, mientras más gana en libertad, más pierde en seguridad, lo que hace recordar el sorprendente resultado de una encuesta que hace ya algún tiempo levantó 

Latinobarómetro entre los habitantes de países latinoamericanos que ya para entonces habían retomado el camino de la democracia, después de férreas dictaduras militares.

Coincidentemente, los índices de violencia también crecieron, a la par que la delincuencia organizada.

En ese contexto, la encuesta versó sobre las preferencias de la gente: ¿Más democracia y, por consiguiente, mayor libertad, o más seguridad, aunque ello fuera en detrimento de la democracia?

Sorprendentemente para la mayoría de los analistas políticos de la época, en aquellos países que tanto sufrieron por la imposición de lo que entonces se llamaba “la bota militar” y tantas vidas ofrendaron para restaurar la democracia, la opción mayoritaria es que optaban por mayor seguridad, aun a costa de las libertades.

AFromm seguramente no le hubiera sorprendido, como tampoco a Adorno, porque este último afirma que el autoritarismo muestra “una tendencia general a colocarse en situaciones de dominancia o sumisión frente a los otros como consecuencia de una básica inseguridad del yo”, en lo que puede encontrarse coincidencia con aquel.
Hay que decir que, si bien esos pensadores alemanes, afectados directamente por el régimen nazi de Hitler, enfocan sus baterías –sobre todo Adorno– a los autoritarismos fascistas, lo cierto es que si se hace abstracción del signo que según la tradicional geometría política lo distinga –derecha o izquierda– todo autoritarismo germina ahí donde concurren, cuando menos, estos diversos factores: un amplio margen de libertad, acompañado de un reducido sentido de responsabilidad; un contingente comunitario integrado, mayoritariamente, por personas más emocionalmente reactivas, que reflexivamente activas; una sensación generalizada de inseguridad y angustia; un régimen decadente, debilitado por la prevalencia de intereses sectarios y proclive, casi por consecuencia, a la simulación y el cinismo y, por último, un líder carismático, capaz de intuir los descontentos, temores y rencores de una base social amplia.

En esas condiciones, el terreno será feraz para que broten regímenes autoritarios de todo cuño –y hasta las dictaduras– que pueden parecer promisorios al principio, pero que a la postre suelen resultar tan perniciosos como las demagogias, o más, según la historia ha mostrado en innúmeras ocasiones.

De la democracia a la demagogia: el camino de la corrupción

Xavier Díez de Urdanivia

El derecho al buen gobierno no es una proclama política de buenas intenciones ni puede limitarse a ser propaganda. Tampoco es solo un imperativo moral, un postulado teórico de la ciencia o enunciado de la filosofía.

Es, además de todo eso, un imperativo jurídico que encuentra su fundamento, por si la demeritada Constitución no bastara, en los compromisos internacionales -que tanto se precian y temen hoy en día- contraídos por nuestro país. Por eso, la demagogia es contraria al buen gobierno.

Desde los tiempos clásicos del pensamiento socrático -ya Platón daba cuenta de ello- tres formas básicas puras y tres corrompidas de gobierno se han identificado. Las primeras, monarquía, aristocracia y democracia. Las segundas, la tiranía, la oligarquía y la demagogia.

¿Cómo es que unas, las primeras, dan en convertirse en su par degenerado? Desde aquellos remotos días se descubrió que la clave para que eso acontezca está en que se gobierne conforme lo dicta el Derecho, no el capricho o la conveniencia personal del gobernante o grupo en el poder.

Lamentablemente, los afanes napoleónicos de “meter” todo el derecho en un código ha dado en formar una cultura en la que pareciera que solo el derecho escrito es ley, cuando no es así, porque hay principios y costumbres que también forman parte de él.

Tampoco puede decirse que todo lo legislado es derecho, cuando esa legislación surge de una mayoría que dicta normas en un mero ejercicio del poder, sin oír y atender las razones de las minorías, ese vicio que en la jerga parlamentaria mexicana se conoce bien como “mayoriteo”.

Cuando nadie se esmera en convencer a nadie, sino que se empeña a imponer su postura, ya la corrupción asoma más que la sola nariz a la escena. Pericles, según las palabras de Sócrates recogidas por Platón, afirmaba, con contundencia, que en esos casos no hay ley, sino violencia.

Son la razón y la buena intención, informada y honesta, las que deben privar en el debate, la toma de decisiones y la acción política; no la fuerza, que solo se hace presente cuando falta el verdadero poder político, ese que descubre el verdadero interés general y mueve las voluntades en el sentido de garantizar los derechos y libertades de todas las personas, proveyendo los medios para compensar las desigualdades de origen, no desposeyendo a nadie para beneficiar a ninguno.

Cuando la cultura política se caracteriza por la concentración del poder, por el voluntarismo y la simulación, el Derecho se utiliza nada más como parapeto y falsa plataforma de “justificación” de los actos arbitrarios. La democracia deja de serlo y entonces, ya plenamente adentro, la demagogia corrompe todo el cuerpo social, ese sistema del que todos formamos parte (y, por lo tanto, a todos afecta lo que en él pase), aunque algunas y algunos actores políticos pretendan “deslindarse” de sus responsabilidades en el proceso de descomposición.

Cuando se soslayan los deberes de hacer o no hacer- impuestos por las normas- se inocula en el cuerpo social el germen que lo llevará a la putrefacción, si no se revierte el proceso.

Eso no se hace con juegos de palabras rimbombantes, sino con acciones sometidas a la ley justa, no la sumisión ante el poderoso.

En nuestro país la circunstancia es crítica, desde hace mucho tiempo. El remedio, aunque no se quiera ver, está a la mano: generar leyes justas y racionales, basadas en el interés general y no en el de facciones o individuos, y apegarse a ellas.

Cuando eso no ocurre y el desapego a la ley se generaliza, relajando las instituciones republicanas, la corrupción se hace dueña y señora del acontecer social, del que capaz de alcanzar hasta los rincones más escondidos.

Si eso llega a pasar, el poder corruptor de la demagogia no solo habrá devorado a la democracia, sino que habrá carcomido también los cimientos de la vida civilizada.

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