Xavier Díez de Urdanivia

Mientras el proverbial avión atrae la atención y se aterriza en la vía adecuada para enajenarlo, hay que volver la cara hacia otros temas que son más graves. Apenas unos días después de la tragedia ocurrida en un colegio de Torreón, los medios dieron cuenta de dos cosas que bien merecen considerarse.

La primera, el preocupante dato de que los suicidios, cada uno una tragedia de todos y para todos, han aumentado alarmantemente, lo que trasciende el ámbito particular y da cuenta de la descomposición que aqueja a nuestro país, con énfasis en muchas de las comunidades que lo integran, aunque el resto del mundo no sea ajeno a ese mal.

Acerca de las causas específicas de cada caso poco, pudiera decirse, si algo; una reflexión apenas superficial induce a inferir, en cambio, que “algo huele podrido” en estos terrenos nuestros, parafraseando a Shakespeare.

En este punto es que surge la segunda noticia: en algún medio se publicó una nota de Juan M. Blanco acerca del libro Forever Young, de Marcel Danesi, profesor de antropología, que plantea una tesis sugerente.

Basado en datos empíricos, sostiene que tiene lugar un fenómeno que considera un “síndrome colectivo” y que consiste en que “la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas, generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la vida pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea”.

La opinión pública, en ese contexto, tiende a considerar la inmadurez como normal, incluso “deseable”, para un adulto, como resultado de lo cual, “cunde una sensación de inutilidad, de profunda distorsión: quienes toman las decisiones cruciales suelen ser individuos con valores adolescentes. Va desapareciendo la cultura del pensamiento, de la reflexión, del entendimiento y es sustituida por el impulso, la búsqueda de la satisfacción instantánea” (La Incontenible Infantilización de Occidente, en Disidentia, https://disidentia.com).

Destaca esta tesis el hecho de que mucho se olvida que “la madurez consiste básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar responsabilidades”.

También lo hace con la circunstancia de que los dirigentes han contribuido –“con todas sus fuerzas”, dice– “a diluir o difuminar la responsabilidad individual” y condenar a las personas adultas a una “adolescencia permanente”, porque –y esto me parece irrefutable– el estado paternalista “aseguró al súbdito que resolvería hasta la más mínima de sus dificultades a cambio de renunciar al pensamiento crítico, de delegar en los dirigentes todas las decisiones”.

El creciente infantilismo fomenta la difusión de miedos, temores inventados o exagerados, que generan una sociedad “bastante cobarde, insegura, que se asusta de su sombra, de lo que come o respira”, que siente pánico ante noticias que no debieran ser más que una excepción, y eso mueve a considerar como una causa probable del trágico panorama que se puede observar en derredor nuestro, aunque no se puede descartar otra porción de causación que reside en la dogmatización del discurso político, que a partir de esas premisas “se limita a meras consignas, pierde complejidad”.

En ese contexto, la cantidad y el tamaño de las frustraciones frente al fracaso en la construcción de una vida comunitaria sólida y la desesperanza de encontrar una vía para el propio desarrollo, explican que se produzcan decepciones y depresión que, aunadas al ambiente de violencia aguda y la disfunción familiar creciente, trastoquen los valores, con la consecuencia de ver cómo cada vez más jóvenes incurran en las explosiones de violencia y las salidas falsas que con tanta tristeza hemos experimentado.

Imposible pasar por alto que la promesa de una “interminable infancia despreocupada y feliz” del “estado paternalista” es un campo propicio para que florezca la “mentalidad infantil”.

En cambio, hay que insistir en aquello que se atribuye a Pitágoras y esta semana, providencialmente, me trajeron las redes sociales: “Educar no es dar carrera para vivir, sino templar el alma para las dificultades de la vida”.