Xavier Díez de Urdanivia

“Miedo muy intenso” es la definición de “terror” que ofrece el diccionario de la Real Academia y quien diga en este país que no lo ha experimentado a causa de las actividades de la delincuencia organizada, pertenece a un muy reducido núcleo de privilegiados o es de plano insensible a los riesgos y amenazas de su entorno.

El terror existe ¿también el terrorismo? Para que este exista hace falta, según el mismo diccionario, que tenga lugar una de las tres cosas siguientes: que haya “dominación por el terror”; “sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”, o “actuación criminal de bandas organizadas, que, reiteradamente y por lo común de modo indiscriminado, pretende crear alarma social con fines políticos”.

Aunque en una de esas tres acepciones que asigna el lexicón al término se implica una finalidad política –y muchas veces también en su uso común– es evidente que, teniéndola o no, las bandas delincuenciales emplean en México el terror como método de control o como instrumento directo para cometer ilícitos, como en el caso de la extorsión.

Eso, que bien lo saben desde hace mucho los habitantes de Tamaulipas, Sinaloa, Michoacán y muchas otras zonas y estados del país, ha cobrado esta semana actualidad política a causa de la posibilidad de que el Presidente de los Estados Unidos decida considerar como terroristas a los cárteles del narcotráfico.

¿Puede ocurrir eso? Sí, porque la legislación estadunidense sobre la materia faculta a su Gobierno para que designe como tales, entre otras, a las organizaciones que tengan la “capacidad y la intención” de llevar a cabo actividades que quepan, según sus leyes, en tal definición, o bien que dicha actividad amenace la seguridad de personas que sean nacionales de los Estados Unidos o la seguridad nacional de ese país, que abarca los riesgos en materia de defensa nacional, de relaciones exteriores y sus intereses económicos.

Las consecuencias de esa hipotética declaratoria no serían cómodas, porque abren la puerta, incluso, a una intervención militar del estilo de las que ya se han visto en el medio oriente y Panamá (con Noriega), por ejemplo.

Se ha dicho que se trata de un mero alarde de Trump en vísperas electorales, y puede ser, pero no hay que subestimar el potencial del justificado activismo de la familia LeBarón, recientemente violentada en los linderos de Chihuahua y Sonora. 

La reacción oficial de este lado de la frontera se puede sintetizar en la frase que pronunció el presidente AMLO el miércoles previo al “día de gracias”: “Cooperación sí; intervencionismo no”. En la del viernes siguiente añadió que, en caso de que se afectara la soberanía, acudiría a la ley internacional.

Bien pensado. Nuestra inveterada actitud basada en la “doctrina Estrada”, aunque muy disminuida ahora, daría pie para eso, pero mientras tal ocurre, las cosas entre nosotros y dentro de nuestra casa, esa que decimos ser capaces de defender, seguramente seguirán por el mismo camino de descomposición.

Nadie quiere una patria mellada en su dignidad, ni su suelo hollado. Por el contrario, el anhelo es de paz, orden y respeto, para poder hacer por la vida sin temores y sobresaltos. 

Para que eso se vuelva realidad, sin embargo, hay que hacerse cargo de que esa capacidad jurídica de defender los valores, derechos y libertades, a la que llamamos “soberanía”, ha sido severamente carcomida por la actuación de los grupos delincuenciales, sin que se haya logrado siquiera detener su expansión. Ese es el verdadero problema, el meollo del asunto.

A un año de haber protestado cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes de ella emanadas, el presidente AMLO enfrenta una posible crisis internacional de consecuencias todavía imprevisibles, sin que se perciba en el horizonte algo que parezca solución a la inseguridad imperante, pero viendo cómo la circunstancia económica, aquella en la que el propio Presidente encuentra una de las causas del deterioro social, se complica. El panorama es más sombrío que un año antes.