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Una Cuaresma en cuarentena

Xavier Díez de Urdanivia

En sus orígenes, la Cuaresma fue destinada a la oración, la meditación y la ejercitación del espíritu, con miras a llegar a la Pascua de Resurrección reconvertidos y aptos para iniciar una vida nueva apegada a las enseñanzas de Cristo.

Al paso del tiempo, ese original sentido sufrió una mudanza: El vigor de la fe cedió terreno frente al becerro de oro y las costumbres se relajaron, a la par de que las tradiciones perdieron significado.

A fin de cuentas, su culmen, la Semana Santa, y la de Pascua que le sigue, se convirtieron en un periodo vacacional más, tan antitético del primigenio sentido que dio en el surgimiento de los “spring breakers” y sus desenfrenos, como signo más representativo.

Por eso, según muy generalizada afirmación, esta Semana Santa fue atípica desde que la pandemia mantuvo a la gente en sus casas.

Sin embargo, podría también afirmarse que la crisis de salud pudo haber restituido al periodo sus prendas originales, porque no dejó de ser una oportunidad para la introspección.

Durante tan prolongado aislamiento, después de ordenar papeles, arreglar las averías de la casa, leer el libro postergado y saturarse ver películas, en el último rincón del hastío, las personas quizás hayan encontrado tiempo para meditar y reflexionar, hasta toparse consigo mismas, así haya sido en el último rincón del hastío.

Perdido ya todo delirio de omnipotencia, dadas las circunstancias, es casi imposible ignorar que en el abandono de los principios y valores no están las respuestas, pero sí la simiente de los fracasos y las debacles.

Tal vez una vez que las aguas retomen su cauce y las emergencias cesen, la gente volverá a relajarse y a bajar la guardia, pero es de esperarse que algo quede de los cambios interiores y sea suficiente para influir en las actitudes y, con ellas, en una definición de mejores derroteros para el mundo.

La pandemia ha provocado, también, respuestas solidarias que, muy a pesar de los protagonismos de nueva factura y del inevitable rejuego de las ideologías, han cobrado vigor y relevancia.

En este punto, la confusión es el enemigo por vencer; lo rescatable, que frente al pasmo de las autoridades federales, la sociedad ha tomado medidas correctas y, algo que no es menor, las razones que dan valor al principio federativo han emergido del maremágnum, con nitidez que resalta la diversidad y la conveniencia del trato diferenciado, a la par de la responsabilidad local, que demanda contar con los medios que le son necesarios para resolver los problemas.

Tampoco, creo yo, que la vía pase por la fractura de la cohesión necesaria para mantener la unidad del país, desempolvando proyectos viejos, como el de la “República del Río Grande”, o alentando nuevos, como la “República del Bajío”, ocurrencia reciente de algún otro, aunque el tema amerita muy seriamente tomarse en cuenta, como lo hará esta columna en alguna muy próxima oportunidad.

Mientras tanto, hay que insistir en que defender la vida y la salud son deberes ineludibles, que hay que cumplir de modo que no se descuide el futuro, porque sería negligente perder de vista los estragos que en la economía va a causar la pandemia. El mundo ha cambiado en las décadas recientes y más cambiará después de esta crisis. Los equilibrios políticos serán muy otros, también la economía y hasta la cultura.

Quien pierda de vista esa realidad, perderá eficiencia, legitimidad y poder político. La reacción frente a esos menoscabos puede ser extrema y exige estar prevenidos.

Ojalá que al término de esta cuaresma -que no, todavía, de la cuarentena- se haya producido ese auto encuentro y hayan tenido lugar los cambios de actitud que hacen falta para transformar la cultura del mundo, de modo que resulte una vida mejor y más digna para toda persona, de cualquier parte, en todo tiempo y sin distinción de ninguna clase.

Todo es posible. Hasta la utopía, si se persigue con perseverancia e inteligentemente.

Como anillo al dedo

Xavier Díez de Urdanivia

Pensar siquiera que una crisis generalizada e incontrolable, que amenaza gravemente la salud y la vida de los seres humanos, viene como “anillo al dedo” para hacer las circunstancias propicias a la realización de un proyecto político personal, es inaudito y no debe extrañar a nadie que arranque, en los demás, expresiones que califiquen como perverso ese pensamiento, sea quien sea la persona que lo exprese. 

Cuando esa actitud corresponde a un jefe de estado y de gobierno, cuya responsabilidad primera y mayor es precisamente velar porque tenga lugar lo contrario, en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo, esa visión de las cosas generaría dudas sobre la idoneidad del gobernante para cumplir con su misión, de su integridad moral y, en mucha gente, incluso de su salud mental.

Es así en cualquier circunstancia, pero cuando las cosas pintan mal y el panorama se vislumbra más denso y difícil, la magnitud del deber de prudencia y objetividad del líder que carga con esa responsabilidad es, sin duda, mayor.

A los riesgos vitales emergentes a causa de la pandemia seguirán, ya se sabe, condiciones muy severas en materia económica. Ellas causarán estragos, muy principalmente, en quienes se ganan el sustento cotidiano con su trabajo.

Por esa razón, lo sensato es mantener firmes las estructuras que puedan abrir, superada la crisis humanitaria, lo más pronto y de la mejor manera que sea posible las oportunidades para acceder a los espacios en los que puedan generar los ingresos necesarios para proveer, a sí mismos y a sus familias, los satisfactores indispensables para tener una vida digna.

Nada más lejos que pretender la defensa de doctrina alguna que desconozca el sentido humano de la economía y se base sólo en la ley de la oferta y la demanda, olvidando que la propiedad privada tiene, necesariamente, una función social y las libertades, todas, solo sobre bases de solidaridad y justicia pueden coexistir.

Irse al otro extremo sería igualmente pernicioso, o más, pero nada peor que derruir hasta carcomer los cimientos sin tener manera de reconstruir nada.

Lo peor del caso es que una actitud tal es auto destructiva porque, sin ingresos - y los más cuantiosos provienen de las rentas generadas por quienes producen frutos de su capital y su trabajo- no habrá modo de cumplir, tampoco, con la intención de subsidiar a quienes carecen de un empleo u ocupación lícita, a través de los mal llamados, a mi juicio - “programas gasto sociales”.

Lo cierto es que, en un escenario en el que la economía mostraba ya un decremento severo, el ahorro interno es una quimera, la inversión extranjera huye frente a señales desalentadoras para ella, el crédito se encarece y el petróleo baja de precio, el horizonte se ennegrece todavía más y no se ven por ningún lado las fuentes de financiamiento para, ya no se diga apuntalar la mermada economía, sino siquiera para detener su picada.

Hoy por hoy -es una pena- solo una actividad se ha mantenido próspera, pero la sola idea de su inadmisible inclusión en los planes de financiamiento aterra. A causa de ella se ha desatado el encono violento, síntesis del desorden que ha sentado sus reales en este país, y respecto del cual riesgo se han dado episodios recientes que, conociéndose los procederes y apetencias reiterados por quienes controlan las actividades ilegales, nutren la natural suspicacia y alientan la preocupación por la posibilidad de injerencias impensables.

La solidez del legado de Morelos, de Juárez, de Madero, de Cárdenas -si se quiere- y de muchos patriotas más, anónimos y anónimas la mayoría, convocan a una actitud constructiva que sea realista y rescate al discurso político del sentido vacío de la demagogia, para darle el contenido que la real democracia demanda.

Esta cuaresma, transformada en cuarentena, es buena época para reflexionar y tomar decisiones que permitan mudar las debilidades en fuerzas y las amenazas en oportunidades, para sentar nuevas bases, sin estériles y nocivos rencores. 

¿Hay un lado luminoso en la pandemia?

Xavier Díez de Urdanivia

Después de la Segunda Guerra Mundial Europa quedó devastada. Un manto extenso de muertes cubrió su territorio, las fronteras mudaron sus perfiles, muchas familias se desintegraron o fueron separadas y una profunda crisis económica se abatió sobre ella como resultado de la contienda bélica.

No fue lo más grave: En estado de necesidad, la civilizada Europa dejó de lado su sofisticación y descarnadamente se lanzó contra lo que fuera para sobrevivir. Los “valores” culturales dejaron de lado el refinamiento y se enseñoreó el “todo se vale” en aras de la sobrevivencia.

A la postre, sin embargo, algo quedó de bueno en medio de la debacle: los europeos dijeron “nunca más”, y se dieron a la tarea de poner los medios para evitarlo.

El resultado está a la vista: un sistema político y económico estructurado por un sistema político bien construido y vigoroso, que ha ocasionado que, por primera vez en su historia, Europa transcurra un tramo de más de siete décadas en paz, sin dirimir por las armas sus conflictos. Algo bueno dejó la guerra.

Por alguna razón, al contemplar los estragos que ya va haciendo la pandemia que ha provocado el virus Covid-19, vino a mi mente ese fenómeno, especialmente después de contemplar las imágenes de Wuhan, de Venecia y de Roma que han circulado en las redes los días anteriores. En ellas pueden verse los cielos limpios de la primera, antes ensombrecidos por una densa nube parduzca; las aguas claras de los canales, otrora turbias hasta la opacidad y ahora capaces de permitir que se vean claramente los peces que las habitan; también es posible constatar que los patos se bañan y nadan en las fuentes de Roma.

Nunca, desde la debacle postbélica del siglo 20, se había sentido en Europa el pánico que en esta hora produce el asedio del Covid-19, ni se habían hecho pronósticos más pesimistas para la economía que los que ya dan la vuelta por el mundo.

De China proviene el virus y de China proviene también el principio que identifica a las crisis también como oportunidades.

De Japón, por los mismos rumbos del lejano oriente, es Haruki Murakami, y en estos días de forzado encierro, de creativo ocio, topé con una cita suya, tomada de su novela “Kafka en la orilla”, que dice: “…y cuando la tormenta de arena haya pasado, tu no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena”.

Me pareció una metáfora ineludible para los tiempos que corren, signados por el temor y la incertidumbre y aderezados por la inconciencia que la ignorancia y la irresponsabilidad engendran.

Como tormenta de arena, la pandemia ha envuelto al mundo con furor, plantándose con encono mayor ahí donde la inconciencia ha sido mayor, según todo parece indicar, aunque la vorágine misma del fenómeno, todavía en curso, impida ver bien el entorno y vislumbrar sus consecuencias.

Una cosa es segura: como en el texto de Murakami, quienes sobrevivan a la pandemia no serán ya las mismas personas ni el mundo en que vivirán será ya el mismo.

Ojalá que la humanidad, tan desprovista de instrumentos y destrezas espirituales y éticas hoy en día, salga fortificada y sepa hacer de la crisis una oportunidad propicia para hacer de este mundo, y de cada ser humano que lo habita -no hay remedios abstractos ni soluciones mágicas- un mejor lugar, poblado por personas conscientes de sus propias responsabilidades y respetuosas de ellas.

Hay que provocar que, siendo así, el valor de la tormenta sea de envergadura mayor. De no ser así, si prevalecen el egoísmo, la codicia y el desdén por la justicia, ese valor se traducirá en una triste pérdida.

Las cifras de la pandemia

Xavier Díez de Urdanivia

Hace ya algunos años, mientras transitaba en mi Volkswagen rumbo a la Junta Local de Conciliación y Arbitraje de la Ciudad de México para atender una audiencia, me detuve al llegar a la esquina de la avenida Orizaba y la calle de Puebla, y fui detenido, con el concurrido caudal de tráfico que a esa hora por ahí transitaba, por un agente de Tránsito que nos marcaba el alto.

De repente sentí que mi coche se movía, como si alguien estuviera balanceando su suspensión, presionándola y soltándola. miré de inmediato por los retrovisores para descubrir al causante, sin haber visto a nadie.

Cuando volví los ojos al frente, vi cómo las torres del templo de La Sagrada Familia, a mi derecha, se aproximaban y alejaban entre sí perceptiblemente y vi al agente de Tránsito al centro del cruce, todavía con los brazos abiertos en cruz, como señalando el alto, pero girando sobre su eje y revoloteando de un lado a otro, sin dejar de soplar su silbato.

Estaba ocurriendo un terremoto y al agente de tránsito, sorprendido por el fenómeno, le resultaba imposible ocultar la confusión y el descontrol que le había ocasionado.

Por alguna razón ese episodio ha venido a mi memoria en estos días en los que una sociedad civil, consciente y con sentido común, a pesar del vacío de liderazgo decidió guardarse para no ponerse en riesgo y cuidar a los demás del contagio con una enfermedad cuyos orígenes siguen siendo oscuros, pero con resultados socialmente devastadores en aquellos lugares que no tuvieron el buen sentido de precaverse a tiempo.

Cuando al fin, apenas hace unos días, la sensatez hizo acto de presencia en medio de muchos desatinos, surge una nueva inquietud, debida a la incertidumbre acerca de las cifras que se difunden, pues no puede menos que sospecharse que no son confiables.

Mientras, por ejemplo, los estados fronterizos del sur de los Estados Unidos arrojan cifras oficiales -no exentas del riesgo del encubridor maquillaje- que llegan a miles, en los estados limítrofes mexicanos apenas rebasan, en algún caso, la decena y en una entidad pasan de medio centenar: California, 3169, Baja California, 14; Arizona, 401, Sonora, 4; Nuevo México, 112, Chihuahua, 6; Texas, 1345; Coahuila, 12; Nuevo León 52, y Tamaulipas, 6, al 27 de marzo (elimparcial.com).

El comentario general ha sido, como era de suponerse, sarcástico: O ellos no tienen idea de lo qué hay que hacer y los mexicanos son excepcionalmente aptos en la materia, o alguien está cercenando las cifras de este lado de la frontera.

Como la primera hipótesis no es verosímil, habría que desecharla: Ni son ineptos los servicios de sanidad estadounidenses, ni los mexicanos, a pesar de la calidad profesional de los médicos y enfermeras y su compromiso, están tan bien dotados instrumentalmente como para sustentar superioridad alguna sobre los vecinos del norte.

En cambio, hay indicios de que los decesos, y es válido suponer que también los enfermos, son reportados como debidos a neumonía, sin especificar la causa de ella.

Eso no sería mentira, pues es sabido que, en los casos extremos y graves, lo que ocasiona el covid-19 es precisamente esa enfermedad, pero sería un ocultamiento culpable, en las condiciones actuales, no especificarlo.

Un botón de muestra: La Unión de Funerarias del Valle de Toluca afirma que “los casos de decesos por coronavirus podrían estar disfrazados con diagnósticos por ‘neumonía en comunidad’”, y exhortó a las autoridades de Salud, “así como a los hospitales públicos, sanatorios privados y clínicas médicas, a ser certeros con las actas de defunción que emiten”, debido a que tienen casos “donde no se registra en el certificado de defunción la causa de muerte por Covid-19”, al que ellos y sus trabajadores quedarían expuestos (Observatorio ciudadano, obsci.org).

La calidad de las decisiones depende de la información en que se basen y, por lo tanto, se nutran las medidas de solución que se adopten. Principio básico.

 

Ríos de color morado

Xavier Díez de Urdanivia

Hay quienes creen que el movimiento social que se hizo visible el domingo 8 de marzo será efímero. Mucho me temo que se equivocan.

No solo visibilizó un problema añejo, una lacra irresoluta, poniéndola sobre la mesa, sino que sacudió los cimientos de tradiciones anquilosadas y pletóricas de vicios y sociopatías agrupadas en una designación: machismo.

No faltará quien quiera sacar raja política del tema, como ya se ha intentado. Como siempre, se habla de expedir nuevas normas o reformar las existentes, de respeto y apoyo, de políticas públicas adecuadas al tema, etc. Nada de eso, aunque ocurra, satisfará los reclamos legítimos de las mujeres del mundo, de nuestro México particularmente, que no van en busca de dádivas ni están pidiendo limosnas.

Tampoco podrá deslegitimarse el movimiento por los desmanes –excepcionales, hay que decirlo, y además sospechosos– que hubieran podido empañar el ordenado transcurso de la impresionante marcha.

Con todo, no es la visibilización del problema lo que prevalecerá, aunque contribuya a mantener la atención en el tema. Se mantendrá la actitud manifiesta en la gráfica expresión del “ya basta” que aglutinó, sin reservas y sin distinguir entre clases sociales, condición económica, formación académica, origen étnico, o cualquier otro dato accidental, lo que influirá en los nuevos métodos de construcción de estructuras garantes de la esencial igualdad en dignidad de los seres humanos.

La coincidencia fue contundente, vigorosa y clara. El expreso motivo convocante fue protestar por la violencia contra la mujer, pero en realidad fue un consenso que llegó más lejos: el grito estremecedor que irrumpió desde miles de gargantas poniendo un “¡hasta aquí, no más!”, al decadente y anacrónico modelo seudopatriarcal que sustenta, todavía, intereses espurios.

En todo el país, simultáneamente, marcharon las mujeres. Impresionante fue la vitalidad del río de color morado que discurría, como torrente incontenible pero ordenado, por las avenidas de la Ciudad de México, caja de resonancia y crisol de los movimientos en el país, a pesar de las marrullerías y artimañas violentas de –se supo luego– grupos patrocinados o cuando menos afines al Gobierno de sedicente izquierda que, hoy, en esa urbe y el Gobierno federal, detenta el poder político.

Todas las mujeres, en la marcha o fuera de ella, ocupando con firmeza y energía nunca vistas su lugar en el movimiento, montadas en sus derechos y determinadas a defenderlos más allá de las leyes amañadas y las instituciones ineficientes. Se vieron como una sola y sentaron un precedente que, seguramente, abrirá brecha.
Incluso la coincidencia, nada gratuita, con otros fenómenos similares en el mundo –en sospechosa sincronía– y aún suponiendo que forme parte de la estrategia de las izquierdas del mundo la promoción de una nueva dialéctica, superada la “lucha de clases”, habría que indagar cómo es que consiguió la convocatoria concitar tanta simpatía y activa participación, abarcando un amplio rango de personas tan distintas, con intereses tan disímbolos, como fueron las amalgamadas en torno al movimiento.

El éxito de la convocatoria, que nadie se engañe, no tuvo base en las ideologías. Tuvo lugar porque cayó en tierra fértil, porque entre las crisis paradigmáticas que experimenta el mundo, destaca, hoy de manera trascendente y no solo relevante, la del rol social de las mujeres y su presencia efectiva en la vida política y social, también económica, del país.

A partir del 8 de marzo, quienes no habían querido oírlas se toparán cada día con las actitudes y acciones de ellas; quienes no habían querido verlas, van a escuchar sus reclamos y voces. No bastarán, en adelante, los recursos retóricos y los artilugios de nuevas leyes e instituciones “piadosas” para paliar su presencia y acallar su exigencia.

Sumarse a la búsqueda del nuevo modelo social es un imperativo ineludible, teniendo claro, por fin, que no hace falta buscar ninguna “nueva masculinidad”, sino asumir de una vez por todas que el “machismo” no es parte de ella, sino un lastre, una patología que hay que erradicar, para siempre.

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