Xavier Díez de Urdanivia

Escuchar Nota Sucedió otra vez, cuando apenas se disipaban los festivos ecos de la Navidad y los aires de renovación que cada año trae consigo. La tragedia volvió a extender sus alas.

Eran las 8:30 del segundo día de labores escolares, cuando un joven alumno del Colegio Cervantes, de la ciudad de Torreón, inopinadamente arremetió a balazos contra una profesora, a la que dio muerte, mientras hería también a algunos alumnos que se encontraban, circunstancialmente, en el lugar de los hechos. Luego, se pegó un tiro y se quitó la vida.

Hoy, más que nunca, la autoridad está obligada a despojarse de poses y mantener incólume la transparencia, para evitar encubrir situaciones tan graves como la ocurrida al adoptar actitudes de genuino o ficticio pesar, mientras se pretende que “no pasa nada” y que el origen de la tragedia se debe al contexto violento de los videojuegos o a situaciones abstractas e impersonales, como la “pérdida de valores”, como el propio fiscal general expuso en una de las primeras entrevistas que dio después del infortunado y trágico evento.

¿Qué hacia un jovencito, todavía niño, con dos pistolas en su poder? ¿De dónde las obtuvo? ¿De dónde, y sobre todo por qué, nació la idea de llevarlas a la escuela? Son estas preguntas tan elementales como primordiales son sus respuestas para poder empezar a entender la gravedad social que, más allá de la ingente pena individual, incuban estas conductas cada vez más frecuentes.

No basta decir que la sociedad es culpable porque vive una “crisis de valores” ¿A qué valores se refieren quienes acuden a ese lugar común? En todo caso ¿quién o quiénes son responsables de esa crisis? ¿Fuenteovejuna?

Tampoco sirve intentar transferir las responsabilidades, como ya va ocurriendo entre los grupos e instituciones directamente afectados por el caso y, como es habitual, empiezan a pulular los señalamientos y hasta las explicaciones “expertas” de la conducta, como si fuera un caso aislado.

Los datos dicen que un joven, cuya edad lo ponía en el umbral de la adolescencia, inexplicablemente arremetió contra una profesora y en el camino hirió a otros compañeros.

Hay versiones, aparentemente sólidas, que sostienen que actuó así después de haberse cambiado de ropa para vestirse como Eric Harris, uno de los dos adolescentes que, el 20 de abril de 1999, en Columbine, Colorado, masacraron a sus compañeros de High School. Empiezan también a correr versiones que afirman que el joven era objeto de “bullying”, no solo por parte de sus compañeros, sino generalizadamente.

Ha trascendido también que vivía con sus abuelos, porque su madre había fallecido hace poco y su padre se ausentaba con frecuencia por razones de trabajo.

No viene al caso hacer el juego a esas circunstancias como distractores, sino descubrir su trascendencia en la descomposición sicológica que llevó a lo acontecido, porque esos son indicios que podrían apuntar a una disfuncionalidad familiar, que podría ser el campo de cultivo de los motivos desencadenantes de la conducta que hoy todos lamentamos.

Sean cuales hayan sido las causas específicas, la justicia demanda que se esclarezcan los hechos en el caso concreto, pero también que se tracen los paralelos con otros fenómenos similares y con el grave cúmulo de suicidios que han tenido lugar en los últimos tiempos, sin perder de vista el contexto de violencia endémica en el que todo eso ha tenido lugar. De las respuestas y su confiabilidad dependerán en mucho las soluciones.

En todo caso, para cortar las alas del ángel de la muerte que se regodea, revoloteando sobre nuestra gente, habrá que remediar desde sus causas profundas, la grave descomposición social, teniendo en cuenta que en el trecho entre el dicho y el hecho se incuba la corrupción, que no es otra cosa que la putrefacción de los vínculos sociales cuya cohesión se funda, precisamente, en esos valores que tanto se cacarean y tan poco se procuran.

Obras son amores, y no buenas razones.