Xavier Díez de Urdanivia
Es común que se inicie el año con un listado de buenos propósitos, que usualmente se incumplen y por eso se reciclan un año tras otro.

Esa práctica, que da la impresión de ser anodina, podría no serlo tanto cuando se considera que es capaz de socavar el vigor de la actitud personal frente a los problemas cotidianos, que cuando son importantes requieren racionalidad, entereza, persistencia y presencia de buen ánimo.

Mientras eso ocurra en la esfera personal y ahí quede, es cosa de cada uno juzgar sobre la conveniencia de continuar con el hábito, pero cuando la ligereza trasciende la esfera de lo particular y se instala en el ámbito de lo público, la cosa se pone seria, porque debilita la capacidad colectiva de atender preventivamente, o remediar, las cuestiones públicas.

Cuando Julio César informó al senado romano sobre su campaña en las Galias, se refirió a los pueblos enfrentados por él diciendo que, entre todos los más fuertes fueron los belgas, aduciendo que eso era porque estaban muy alejados del género de vida y de las costumbres de las provincias, y con muy poca frecuencia llegaban a ellos los mercaderes que traían consigo aquellas cosas que suavizaban los ánimos, además de que su vecindad con los germanos y el constante estado de guerra que mantenían con ellos los fortificaba.

La analogía es evidente: La vida muelle produce una languidez inconveniente a la hora de plantar cara a las dificultades y amenazas que la cotidianeidad impone, especialmente en momentos de violencia, inestabilidad y riesgo como son los que corren.

Cuando eso le pasa a un país, la frivolidad carcome su capacidad de mantener sus instituciones con firmeza suficiente para garantizar el orden justo, pacífico y perdurable que toda sociedad reclama y sin el cual no hay desarrollo posible.

Los gobernantes -que forman parte de esa cultura y de ella participan- suelen refrendar cada año los compromisos expresamente adquiridos por ellos y algunos otros que, para resolver problemas que a lo largo del camino se van presentando, suman a los originales.

Uno de los recursos más socorridos para este último fin consiste en invocar la instauración de un “verdadero estado de derecho”, pretendiendo que se tendrá por satisfecha esa finalidad con la sola emisión de leyes y aun reformas constitucionales, sin reparar en que ellas no sirven de nada si no van acompañadas de una acción congruente, concertada, planeada conforme a diagnósticos confiables y aptos para dilucidar estratégicamente el funcionamiento institucional, para lo cual hace falta el diseño políticas públicas aptas para el caso, pero regularmente se pasa por alto que ellas son medios técnicos para prevenir y resolver problemas de índole pública que se nutren de información verídica, oportuna y confiable, para traducirse en acciones susceptibles de ser medidas y evaluadas en orden a su eficacia.

Las proclamas, los buenos deseos y los propósitos de cada año, por noble y sinceros que sean, no sirven de nada si no se resuelven en actitudes y acciones que puedan llevarlas a cabo. De otra manera lo que se tendrá será solamente un catálogo de buenos propósitos que, por su parentesco con las buenas intenciones y como dice el refrán, buen pavimento han de ser para los caminos del infierno, que en esta ocasión se hace presente muy vívidamente en la caótica crisis generalizada en que vivimos.

Lejos de mi intención está romper con el optimismo propio de la época, pero dadas las circunstancias, bueno me ha parecido recordar que la diligencia es una virtud cuya presencia desplaza a la negligencia, y que las cosas públicas son cosa de todos -muy especialmente y en primer lugar de quienes tienen encomendadas funciones propias de su gobierno- y por lo tanto no es dable que nadie se desentienda de ellas.

Acciones planeadas, correctas y congruentes es lo que falta, no “buenos propósitos” que son, a la postre y según mi juicio, perniciosos y contraproducentes si no se cumplen bien.