Xavier Díez de Urdanivia

“En definitiva, ¿dónde empiezan los Derechos Humanos universales? En pequeños lugares, cerca de casa; en lugares tan próximos y tan pequeños que no aparecen en ningún mapa. Si esos derechos no significan nada en estos lugares, tampoco significan nada en ninguna otra parte. Sin una acción ciudadana coordinada para defenderlos en nuestro entorno, nuestra voluntad de progreso en el resto del mundo será en vano”, dijo Eleanor Roosevelt en ocasión de expedirse, en Paris, la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Setenta y un años después, que se cumplieron en esta semana, esa aspiración sigue siendo utópica. Lejos, muy lejos estamos de alcanzar el ideal de que esas prerrogativas fundamentales encuentren el arraigo cultural necesario para convertirse en la actitud generalizada de respeto a ellas que la justicia reclama.

A ratos parece, por el contrario, que los riesgos a que están expuestas no han disminuido significativamente, porque los medios para eludir el deber de proteger los derechos han sufrido mutaciones y se han sofisticado los instrumentos para vulnerarlos impunemente desde los centros mismos del poder, internos y externos, muchas veces en contubernio culpable.

Es necesario reconocer que subsisten, y por momentos arrecian, los procederes tradicionales que los quebrantan. Las estadísticas no mienten y en ellas aparecen, en los primeros lugares por el número y la gravedad, los actos violatorios de las fuerzas del orden público. La lenidad de las autoridades administrativas y parlamentarias, en lo que les corresponde hacer, se ha convertido en un incentivo pernicioso que fortalece esas prácticas en vez de desalentarlas.

No puede decirse que haya presencia en el sector privado de una conciencia clara de los deberes frente a los derechos humanos, lo que no beneficia las condiciones necesarias para que opere su arraigo en la sociedad.

Como símbolos generalizados, por otra parte, los derechos humanos son un móvil muy efectivo para concitar el apoyo generalizado de las masas populares, moviendo su voluntad en el sentido de la que expresan sus líderes. Eso hace que cada vez más se conviertan en instrumento político.

Con todo, y aunque parezca mentira, quizá la peor amenaza proviene del seno mismo de quienes se ostentan como defensores y promotores de los derechos humanos. El vigor de esos derechos como “idea fuerza” de la democracia sustancial, los ha convertido, además de bandera política, en una fuente de ingresos nada despreciable debido a los montos financieros internacionales que las potencias y los organismos, públicos y privados, dedican a su promoción. La abundancia de fondos que se canalizan hace de la proclamación y promoción de los derechos humanos una actividad muy lucrativa.

Eso explica que, a pesar de ser llamados a incomodar al poder por contener sus abusos, proliferen las alianzas de él con sectores controlados y organizaciones creadas “ad hoc” para apropiarse de los reclamos y administrar el sufrimiento de las víctimas.

También explica la aparición en escena de grupos de juristas -o seudo juristas- “ajenos a la teoría constitucional, alérgicos a cualquier atisbo de nacionalismo, en su gran mayoría posmodernos (aunque ellos no lo sepan), intolerantes a la historia, pasionales y sentimentalistas (sic)”, como dice el profesor Juan Jesús Garza Onofre (@garza_onofre) en un tuit suyo del 10 de este mismo 2019.

Dice -y concuerdo con él- que ellos se ostentan como nuevos constitucionalistas que “exigen garantismo sin leer a Ferrajoli, invocan principios sin conocer a Alexy, (son) dúctiles hasta la médula y reconocen la inefabilidad (sic) la Corte Interamericana”, y se asumen como “herederos de una tradición de izquierda ilustrada, y deudores de un sinfín de luchas sociales inconclusas”.

Siete décadas han pasado desde que fue proclamada la Declaración Universal. Poco se ha avanzado en su aspiración de universalidad. Los nubarrones en su horizonte, renuentes a disiparse, dan hoy motivos adicionales de preocupación.

No es la menor de ellas el asalto de las hordas de aventureros que no procuran otro beneficio que el propio peculio y sus intereses políticos. Se ven desde lejos.