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La administración del sufrimiento como política pública

Xavier Díez de Urdanivia

Uno de los efectos negativos del renacimiento más o menos reciente de los derechos humanos como categoría política es, a no dudarlo, el vaciamiento de la noción causado por el abuso de su invocación como recurso retórico, sin que en el fondo se les considere como imperativos políticos.

Esa circunstancia ha conducido, incluso, a la creación de rituales protocolarios no solo innecesarios, sino altamente inconvenientes, porque tienden cortinas de humo ocultan la inacción, aparentando preocupación por la materia. Así, por ejemplo, se firman convenios para establecer compromisos que ya constan en la constitución, los tratados y las leyes, que no requieren de compromisos o declaraciones adicionales para que sus imperativos sean válidos.

Hay todavía un efecto más pernicioso y socialmente corrosivo: “Los poderes de dominación elaboran diversas intervenciones tecnológicas para <> el sufrimiento social, mismas que intensifican este debido a sus efectos morales, económicos y de género, y a que terminan normalizando patologías sociales o patologizando la psicología del terror”, según con tino afirma Ariadna Estévez en su artículo “Los derechos humanos como administración del sufrimiento: el caso del derecho de asilo” (Gaceta “Políticas”, No. 270, “Sin fronteras”, febrero 2019), en referencia a la obra “Social Sufering” (coordinada por los investigadores Arthur Kleinman, Veena Das y Margaret M. Lock (1997, University of California Press).

“Estas políticas transforman las expresiones locales de las víctimas en lenguajes profesionales universales de queja y restitución —como el de derechos humanos, lo cual rehace las representaciones y experiencias de sufrimiento, induciendo a la intensificación del mismo”, y a su juicio, esa “burocratización” del sufrimiento social “tiene el objetivo de manipular el tiempo de las víctimas, pues la espera es una dimensión simbólica de la subordinación política”.

Es así como la vida de aquellos que sufren “acontece en un tiempo orientado por agentes poderosos, en una dominación que se transforma en espera” y anula la acción política adversa de esos colectivos sociales.

En cambio, se construyen sujetos “funcionales” y se conjuntan diversos tipos de lo que los autores citados denominan “necropolítica pública”, como son los “comités y comisiones especiales, reglamentos, unidades de atención a víctimas”, cuya operación se da a través de tecnologías que regulan la agencia política.

La primera de esas tecnologías que identifican es la “complejidad interinstitucional”, por medio de la cual se conjuntan “representantes de los poderes Ejecutivo y Legislativo en comités o consejos en los que las organizaciones pueden o no tener representación, pero que sirven de foros de colaboración sin influencia real”.

A partir del andamiaje así construido, se pone en práctica “un complejo juego de trámites burocráticos que dan al sujeto la ilusión de que están avanzando hacia la justicia…aunque la característica fundamental sea la espera”.

La segunda es la “subjetivación”, por medio de la cual, las políticas públicas “construyen” a un “sujeto pasivo”, que es sujeto de intervención para gestionar “positivamente” su sufrimiento; los individuos se convierten en “objetos de intervención gubernamental que sólo esperan, y la espera genera comportamientos sumisos”.

La práctica nos ha enseñado que esa tecnología de las “necropolíticas públicas” ha sido ampliamente empleada, con efectos muy cercanos a la descripción de los que Kleiman, Das y Lock detectaron como conclusión de sus estudios en la materia.

Lo peor del caso es que no solo se han generado complejas tramas burocráticas y rituales de simulación para prolongar el efecto de la ilusión y la capacidad de control de las situaciones políticas derivadas del sufrimiento y el dolor, sino que también han dado lugar a la construcción de verdaderas organizaciones corporativas, con todo y “holding”, para encubrir -al margen de la ley o, cuando menos, con gran riesgo de ello- lucrativas gestiones que favorecen a unos cuantos que no son , precisamente, aquellas personas aquejadas por el sufrimiento.

En conclusión y por lo visto, el nombre de “necropolíticas públicas” que los autores en cita les dan a estas prácticas, por crudo que parezca, podría ser acertado.

Las falacias en la política (2)

Xavier Díez de Urdanivia

Si la política es una actividad que pretende convencer a los demás miembros de una comunidad de que aquello que se propone como acción o programa es conveniente y positivo, la destreza en el arte de mover voluntades a partir de planteamientos que descansan en valores generalmente aceptado se convierte en un imperativo inexcusable.

Apelar a la razón con ese fin debería ser, como parece, lo natural. Sin embargo, según se ha comprobado por la moderna sicología social, las decisiones humanas no siempre se rigen por la razón, sino que lo hacen en muy buena medida desde reacciones por o principalmente emocionales, sobre todo cuando ese proceso tiene lugar en el seno de conglomerados masivos.

Los oradores políticos lo saben bien, o lo intuyen, y acuden al recurso de figuras retóricas grandilocuentes como instrumento eficaz para la consecución de tal propósito, no siempre veraces, no siempre bien construidas.

A pesar de eso, hay límites. Cuando el planteamiento falaz se confronta con las realidades y se ve contradicho por ellas, la razón emerge; no se deja engañar y se convierte, idealmente, en el antídoto.

De ahí que, por infortunio, el engaño y la simulación hagan acto de aparición en la escena, disfrazados de verdades incontestables, en argumentos que son sutilmente tramposos por incorrectos en su construcción, o por partir de premisas erróneas o de plano falsas.

Ya en la entrega anterior se ofrecieron algunos ejemplos típicos de construcción falaz, de entre los muchos que componen el universo de aquellos a los que más frecuente acuden quienes anteponen el interés personal a los destinos comunitarios que se les han confiado, los “aduladores del pueblo”, como también se llamaba en la antigüedad clásica a los demagogos.

Hoy se mencionan otras, con ningún otro fin que convocar a la reflexión frente a los argumentos falaces que por desgracia abundan y a los que no poco debe el declive en que los valores humanísticos han caído, corrompiendo el tejido social.

¿Quién no ha enfrentado apelaciones al sentimiento de piedad para justificar una acción o apoyarla? ¿Quién no se ha visto ante el intento de conducirlo a conclusiones determinadas bajo el argumento de autoridad?

De las últimas es frecuente toparse con aquellas que desde la antigüedad se llaman “ad verecundiam”, que quieren fundarse en la autoridad individual; o con las que ya entonces se agrupaban en la categoría denominada “ad populum”, que invocaba la autoridad del pueblo.

De las primeras, la apelación al temor o la amenaza de usar la fuerza, que se conocen como falacias “ad baculum”, en referencia a la contundencia que el báculo o bastón de la autoridad puede aportar a la aceptabilidad de los argumentos de quien lo porta.

También, por desgracia, son frecuentes las llamadas “falacias de transferencia”, aquellas que pretenden predicar de un todo determinado lo que solo cabe decir de una de sus partes, o a la inversa, como ocurre cuando se aduce que, porque una de las partes es disfuncional, lo es también el todo.

O la descalificación “ad hominem”, que tiene lugar cuando se pretende refutar una tesis a partir de la descalificación de la persona que la propone, en lugar de rebatir la propuesta misma.

Cosa similar pasa cuando se aduce que quien propone lo hace porque tiene intereses que se verían beneficiados si su proposición lógica fuera admitida, en lugar de atender al fondo y a la corrección formal del argumento mismo.

La lista puede seguir casi infinitamente, porque casi infinita es la capacidad de los seres humanos para encontrar sofismas capaces de aparecer como argumentos válidos, aunque en el fondo encierren engaños y falsedades; nada más lejos, además, de los propósitos de este artículo.

Valga, pues, cerrar estas reflexiones sobre los riesgos que representan tales argucias para la cotidiana tarea de construir civilidad, no sea que lleguen las horas de asumir desagradables consecuencias si son desestimados, como la historia enseña que ha sido siempre que eso acontece.

Machetazo a caballo de espadas

Xavier Díez de Urdanivia

Concluyó una semana agitada. Dentro del cúmulo de acontecimientos noticias y efemérides importantes, destaco una nota que trasciende el folclor político en que aparentemente podría inscribirse, porque se trata de un acto de taumaturgia retórica que quiso invertir los polos del control social del poder público: AMLO presentó, según él mismo afirmó en su cotidiana conferencia de prensa el 8 de febrero pasado, una queja ante la CNDH, relativa al bloqueo de las vías ferroviarias en Michoacán por personas pertenecientes a la CNTE.


Un reportero preguntó: “Oiga, hoy se cumplen 25 días de este bloqueo que mantiene la CNTE en Michoacán, la verdad es que un día bloquean una vía férrea, al siguiente lo desbloquean, pero vuelven a bloquear de nuevo una vía férrea… ¿Cómo está leyendo el Gobierno federal? Pareciera que la CNTE siempre se convierte en un problema para los gobiernos, sí, estatales, pero también para el Gobierno federal, ¿cómo lo están leyendo?”.

Tras un breve preámbulo para precisar su punto de vista acerca de la necesidad de distinguir entre la CNTE y el “grupo de maestros” de Michoacán, así como para expresar una breve referencia a su noción de democracia, dijo: “Entonces, yo vuelvo a hacerles un exhorto, un llamamiento, de que liberen las vías y también informarles que hace dos días tomamos la decisión de presentar una denuncia, una queja ante la Comisión Nacional de Derechos Humanos… Le instruí al consejero jurídico que presentara ante la Comisión de Derechos Humanos una queja por violación a derechos humanos, para que la Comisión de Derechos Humanos recomiende lo que deba de hacerse”.

No sólo eso. El reportero interlocutor siguió preguntando: “¿Esta queja se presentó contra los líderes o contra los que están bloqueando?”. La respuesta fue: “Contra quien resulte responsable y que la Comisión dé una recomendación, porque hay la costumbre o había la costumbre de que siempre la queja era a la autoridad. Y ahora lo que se va a hacer en estos casos es que vamos a pedir a la Comisión Nacional de Derechos Humanos que nos recomiende, o sea, ¿qué se hace en estos casos?”.

La respuesta no se hizo esperar. El mismo día, la CNDH publicó un comunicado de prensa en el que asienta: “Ante el anuncio hecho el día de hoy por la Presidencia de la República, en el sentido de que habría instruido al titular de la Consejería Jurídica del Ejecutivo federal para que presentara una queja ante esta Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) para que la misma recomiende las acciones que se deban tomar en relación con los bloqueos de vías férreas que actualmente se llevan a cabo, este organismo nacional buscará un acercamiento con dichas autoridades para abordar el tema partiendo del ámbito de sus atribuciones constitucionales y legales, conforme a las cuales sólo está posibilitada para conocer de actos u omisiones de autoridad que violenten derechos humanos”.

La CNDH concluyó diciendo: “El que las autoridades estén obligadas a respetar y defender los derechos humanos no implica que, en virtud de ello, no puedan ejercer sus atribuciones legales o que dicho ejercicio dependa o quede condicionado a que exista un pronunciamiento o resolución por parte de un organismo de protección y defensa de los derechos humanos. Por el contrario, la omisión de las autoridades en el cumplimiento de sus obligaciones puede constituir, por sí misma, una conducta que vulnere derechos fundamentales, máxime cuando se esté en presencia de actos ilegales que atenten contra la integridad física o el patrimonio de las personas”.

Más claro, el agua. El intento de reversión argumentativa anticipada tuvo una respuesta adecuada y oportuna. Las autoridades y los entes públicos sólo pueden hacer aquello para lo que han sido creados y dotados de atribuciones. Esa facultad no es potestativa; si es límite, también es impulso; la atribución impele a cumplir con las funciones encomendadas, sin excusa ni pretexto.

Esa es la esencia del “estado de derecho”, no otra.

Las falacias en la política

Xavier Díez de Urdanivia

En toda actividad social la comunicación es imprescindible. Compartir los códigos conceptuales es básico para entender los mensajes e ideas destinadas a establecer relaciones claras, que permitan el libre y consciente acceso a los acuerdos necesarios para establecer plataformas comunes.

Eso -que es válido lo mismo para las relaciones jurídicas, que para las transacciones económicas y otros intercambios sociales- es especialmente relevante en el campo de la política, una actividad que gira en torno del ejercicio del poder, es decir, de la capacidad de convencer a los integrantes de una comunidad de que ir juntos hacia un destino determinado es bueno, por justo y conveniente.

Por eso es tan importante que aquello que se comunique por quienes ejercen el liderazgo se exprese a través de propuestas claras y bien fundadas, para que cumplan con su finalidad de comunicar con corrección material y formal. Así, los destinatarios entenderán bien lo que se propone y podrán evaluarlo y optar libre y conscientemente por acceder al acuerdo o rechazarlo.

Aunque no se perciba a golpe de vista, el vehículo para establecer ese diálogo es siempre argumentativo, por lo que no está de más tener en cuenta que un argumento es una “serie de razones articuladas (premisas) que se aportan con el propósito de justificar o sostener otra (llamada conclusión”, como tan clara como concisamente expone Ricardo García Damborenea ( HYPERLINK “http://www.usoderazon.com/http://www.usoderazon.com/).

Los argumentos sirven, dice también, “para sostener la verdad (verosimilitud, conveniencia) de una conclusión”. Todo buen argumento ha de partir de premisas verdaderas y transitar hacia la conclusión mediante inferencias que garanticen, por bien justificadas, la corrección en el planteamiento.

Con frecuencia, sin embargo, los argumentos son construidos mal, “con lo que su finalidad no se alcanza”. Por infortunio, no es infrecuente encontrar “argumentos aparentes”, cuya consecuencia es engañar, distraer o descalificar al adversario.

Esas formas de argumentación que encierran errores o persiguen fines ilegítimos, son conocidas como falacias, de las cuales el autor citado incluye, en su diccionario, las que considera más frecuentes. De ellas, a guisa de ejemplo, entresaco un par que aquí, allá y acullá, es fácil distinguir en el quehacer de conducir los destinos de las diferentes “polis” que en el mundo existen y han existido.

Ese par es el que componen las falacias llamadas “ad hominem” y las que se conocen como “muñeco de paja”. Ambas categorías desvían la atención del asunto que se discute hacia la persona del adversario o sus circunstancias. Ambas se basan en el hecho de que el valor persuasivo de una persona descansa, determinantemente, en su prestigio, especialmente en los casos dudosos o cuando se trata de sostener afirmaciones basadas en conjeturas, o son de plano indemostrables.

La primera se refiere a la elusión de la cuestión debatida, enderezando la respuesta contra la persona que lo formuló, con la intención, precisamente, de descalificarla, y no contra los elementos del argumento que habría que refutar.

La segunda, a la creación de un personaje irreal, al cual, sin necesidad de nombrar a nadie particularmente identificado, se le achaquen las culpas, errores y descalificaciones que, en el caso anterior, tenían un objetivo preciso.

“La difamación es tan frecuente en la vida pública -dice García Damborenea- porque los políticos comprenden instintivamente la necesidad de arruinar el crédito moral de sus adversarios. En un dirigente sin prestigio los argumentos parecerán argucias, las emociones farsa, y la sinceridad, hipocresía”.

Muchas categorías más de falacias existen y todas ellas caben -unas más, otras menos- en el ámbito de lo político, pero estas dos son especialmente frecuentes. En la política, no importa dónde ni cuándo tenga lugar, la pugna por ensalzar la imagen propia y desprestigiar la ajena es un ardid muy socorrido.

Lo cierto es que, por inducir al error, vengan de donde vengan, esas y cualesquier otras falacias resquebrajan el pacto social, incluso uno bien fincado; por eso resulta ineludible guardarse de su amenaza y sería imperdonable dejar de hacerlo.

México, Venezuela y la ‘Doctrina Estrada’

Xavier Díez de Urdanivia

México ha sido un país acosado por las grandes potencias; no es extraño, entonces, que haya desarrollado, en su defensa, los principios de “autodeterminación de los pueblos” y “no intervención”, constitutivos propiamente la “doctrina Estrada” y fueron el embrión del conjunto que hoy establece la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, en la fracción X de su artículo 89, como “principios normativos” de la política exterior mexicana: “la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.

La noción original se ha visto enriquecida de modo que, sin perder el sentido pacifista que la fundara en el tiempo de su creación, se ha superado la posición pasiva de la abstención, a la muy activa de la “protección y promoción de los derechos humanos”.

En esos extremos se encuentra hoy el desafío que para la política exterior mexicana representa la cuestión venezolana, que tan extensamente tiene agitado al mundo y parece plantear una paradoja irresoluble.

Para salvar ese obstáculo, me parece, habría que formular el planteamiento desde la perspectiva que ofrece el contexto sociopolítico de nuestros días, que dista mucho de aquel imperante en la primera mitad del siglo pasado, cuando la doctrina Estrada fue adoptada y promovida por México.

En aquel entonces el mundo estaba parcelado entre comunidades bien delimitadas por la estructura estatal que a cada una correspondía y la noción de “soberanía” -renacentista, por cierto- era la piedra de toque de una presunción de legitimidad que bastaba como recurso técnico constitucional para conjugar el poder jurídico -la autorización de la ley para actuar de una manera determinada- con el poder político -la capacidad real de mover las decisiones mayoritarias en un sentido determinado- que podían así caminar en paralelo, aunque hubiera tensiones entre ambos.

Cuando se rompen las barreras fronterizas para la comunicación, esas comunidades se transforman en un sistema global, mientras que el poder político real se desplaza a centros fuera del alcance de los contrapesos tradicionales, puesto que no están sujetos al derecho internacional, porque le son ajenas, ni a un régimen estatal determinado, porque su operación es global.

El nuevo poder, que no tiene límites y cuyo fin es primordialmente económico, aduce que solo en el “libre mercado”, sin ataduras, es posible estructurar viablemente todo orden social.

La pugna por recuperar las libertades y derechos conculcados ante tal aberrante falacia no se hizo esperar; la reacción ha tenido tanto vigor que obligó a los gobiernos y a los organismos internacionales a adoptarlos como bandera prioritaria. De ahí su calidad de “idea fuerza” de una auténtica legitimidad hoy en día.

En esas condiciones cabe preguntarse: ¿es lícito mantenerse al margen de situaciones que, a todas luces, implican vulneración grave de los derechos fundamentales, sea donde sea que ellas ocurran?

La sana convivencia y la buena vecindad implican respeto de las cosas ajenas y abstención de intervenir en las decisiones de la casa vecina, pero ¿cabe permanecer pasivo cuando en ella se masacra a sus habitantes o el dueño decide efectuar actividades ilícitas?

Valga esa hipérbole para ilustrar cómo es necesario establecer prioridades basadas en la ponderación justa de los bienes tutelados por los principios y las normas, como ha de hacerse en el caso que ocupa la atención.

¿Acaso el respeto a la autodeterminación del pueblo venezolano no implica abogar por la protección y promoción de sus derechos? ¿El hecho de no intervenir en su libre determinación deja lugar a la pasividad, sobre todo si se atiende al principio, parte del sistema rector de la política exterior mexicana, que manda “asumir la cooperación internacional para el desarrollo”?

Creo primordial el planteamiento de esas cuestiones para romper cualquier paradoja.

 

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