Xavier Díez de Urdanivia

El ritual se cumplió, aunque de manera deslucida si se compara con el boato de los tiempos idos y en el día dedicado a los derechos humanos por la ONU se destacó, simbólicamente, la importancia que dice concederles el gobierno mexicano, expidiendo el Programa Especial en la materia, derivado del Plan Nacional de Desarrollo 2019-2024.

El documento, publicado el 10 de diciembre en el Diario Oficial de la Federación, se afirma, a manera de introducción diagnostica, que: “La herencia más dolorosa que recibió la presente administración es la profunda crisis de derechos humanos que se vive en todo el país. Su naturaleza es histórica y sus expresiones más sensibles son la desigualdad, la pobreza, la violencia y la impunidad, así como los obstáculos y limitaciones que han enfrentado las víctimas para acceder, gozar y ejercer sus derechos humanos”.

Eso es rigurosamente cierto. Lo malo es que la visión que refleja es corta y da la impresión de que el problema es de génesis reciente, cuando que sus orígenes son tan antiguos como la historia del ser humano.

De ahí que sea insuficiente e inexacto el giro que se pretende dar por el programa a la cuestión, a renglón seguido, acudiendo a la consabida fórmula de atribuir el origen de la crisis a las “políticas de Estado fallidas, un pasado de abandono institucional y el desmantelamiento de los órganos de Estado para beneficio de unos pocos” y reduciendo a dos vertientes sus efectos.

Con todo, es correcto el sentido diagnóstico cuando apunta hacia la inexistencia de políticas públicas efectivas para rescatar la que bien podría llamarse “dignidad perdida” en nuestro país, defecto de gestión que trasciende toda perspectiva ideológica, porque se genera en la carencia quede una cualidad perdida de vista hace ya tiempo y que solía conocerse como “buen gobierno”, noción que requiere más que de buena voluntad para encontrar un significado aceptable.

El “buen gobierno” debe contar, siempre y en primer lugar, con la conciencia del deber que impone el ejercicio de las potestades de la soberanía que le han sido confiadas a la autoridad, que inexcusablemente deberá ejercerlas de la manera en que la ley indica.

Nadie esperaría perfección en ese quehacer, pero sí esmero y pundonor, lo que a su vez exige preparación y sentido de responsabilidad.

En eso consiste el propósito de la “gobernanza”, que no es otra cosa, en el fondo, que la conjunción de una atinada conducción política con una eficiente y eficaz gestión de los recursos públicos, que no son ni pueden ser actividades divergentes, sino procesos destinados a la convergencia en beneficio de la colectividad.

Ese, aunque no se llegue a enumerar expresamente en una constitución o tratado, es el primer deber de los gobernantes y administradores públicos, porque para eso, y solo para eso, es que se han instituido los puestos que ocupan y las funciones que desempeñan.

El concomitante derecho, que corresponde a todos los habitantes del estado en el que se gobierna, es el de contar con una conducción política y una gestión pública que garanticen que los derechos y libertades de cada uno de ellos y ellas sean reconocidos y respetados, en igualdad de condiciones.

La plataforma básica para darle cabida a esa circunstancia es, naturalmente, la provisión de los medios que garanticen el goce por igual de las libertades, compensando en lo posible las desigualdades de origen, como sucede en el llamado “estado social de derecho”.

En ese empeño, las ideologías encasillan y lejos de ayudar, limitan, por eso hay que evitarlas y estimular, en cambio, la apertura política y la preparación técnica, porque el buen gobierno no es cosa de camarillas e improvisación, sino de solidaridad comprometida y aptitud técnica.

Siempre será bueno contar con planes para proteger los derechos fundamentales, pero sería mejor gobernar bien, respetándolos y protegiéndolos, aun sin los planes y proclamas que proliferan por todos lados, con poca o ninguna efectividad práctica.