Xavier Díez de Urdanivia

La que se ha dado en llamar, no sin pomposidad, “Reforma Judicial con y para el Poder Judicial de la Federación” dio ya sus primeros pasos firmes y se encamina a recorrer la ruta de los congresos estatales para cumplir con el ritual de las formas, lo que a la postre no será más que mero trámite, porque las decisiones han sido tomadas y seguramente pactados los acuerdos políticos necesarios.

Desde el proyecto original se ha rodeado este empeño de la retórica en boga, invocando en su beneficio la protección de los derechos humanos, pero olvidándose de que, en esa como en toda otra aspiración, siempre son mejores las leyes malas aplicadas por personas buenas, que impecables normas cuando se aplican por gente mala.

Mejorar el sistema y erradicar de él la corrupción –llámese prevaricación, nepotismo o como sea– no radica en modificar la ley, sino en prevenir las conductas de quienes, teniendo el deber de garantizar su observancia imparcialmente, se desvían de ella.

Si se comparan las bondades de las adiciones y reformas en camino con las posibilidades que se abren a la injerencia de vectores capaces de entorpecer, distorsionar o influir de cualquier manera la autonomía e imparcialidad del juzgador, esas bondades palidecen.

Es el caso, por ejemplo, del notorio ensanchamiento de las atribuciones del Consejo de la Judicatura Federal ante el desempeño de jueces y magistrados, que bien puede dar lugar a influencias indeseables e indebidas.

Creo necesario en este punto subrayar que el titular del Poder Judicial, a plenitud, es cada uno de los jueces, y no puede ser otro.

En el ejercicio jurisdiccional no puede haber jerarquías. Lo que hay son competencias. Por eso es inadmisible cualquier distorsión del sentido impreso por la ley a las conductas sociales y de la imparcialidad que debe ser inexcusable en la actuación del juzgador.

Este es un principio sin cuya observancia es inviable cualquier reforma judicial que se intente.

Sobre los hombros de cada juez descansa, independientemente del grado, territorio y materia que le correspondan, toda la responsabilidad de velar y asegurarse de que el orden jurídico soporte y encauce eficazmente los flujos sociales, de manera que discurran con la estabilidad y certidumbre que la vida en comunidad requiere para ser próspera y justa.

Sólo así se podrán prever y planear actividades y proyectos de largo plazo, así como prevenir escollos, y no sólo en el muy corto. De ahí la importancia de partir del juez y su función para rediseñar adecuadamente la rama judicial del poder público, cosa que no ocurre en el proyecto que de aquí se trata.

Para eso hace falta más que una maquinaria bien ajustada, porque en la función de control jurisdiccional de la Constitución está implícito el papel que corresponde jugar al aparato judicial en el sistema de frenos y contrapesos del poder público, que es un elemento básico en la fórmula democrática del tan traído y llevado “estado de derecho”, otro enunciado que también ha sufrido abusos y perdido, con ello, significado.

Hay que recuperarlo, para vivificar la efectiva incorporación institucional de México a una modernidad civilizada, en la que se garantice a cada uno y a todos sus habitantes el pleno goce de los derechos y libertades que les corresponden.

Viene bien recordar en este punto las palabras con que James Madison, en El Federalista, realza esa función: “Si los hombres fueran ángeles, no haría falta Gobierno. Si los gobernantes fueran ángeles, ningún control, externo o interno, sobre los gobiernos sería necesario.

“La gran dificultad para diseñar un Gobierno de hombres sobre hombres estriba en que primero debe otorgarse a los dirigentes un poder sobre los ciudadanos y, en segundo lugar, obligar a este poder a controlarse a sí mismo”.

Como bien dice el mismo James Madison: es verdad que “el voto de la gente constituye un control primario sobre el Gobierno, pero la experiencia enseña a la humanidad que son necesarias precauciones adicionales”.