Xavier Díez de Urdanivia

La violenta irrupción en el Capitolio de Estados Unidos que tuvo lugar el 6 de enero, no es sino una consecuencia del discurso irracional, racista y discriminatorio en extremo, del presidente Trump.

Él pasará a la historia, de manera nada halagüeña, por muchos motivos, pero ninguno como este escabroso cierre de su ejercicio.

México, de manera muy directa, habrá de enfrentar consecuencias funestas por la misma causa, potenciada para todo efecto por la actitud adoptada por su homólogo mexicano, que mientras se muestra altanero con quienes no le son ciegamente incondicionales, ha hecho gala también de una actitud medrosa frente a los extremos de Trump.

Mucho me temo que el panorama se pinta sombrío, al menos en cuanto se refiere a la relación personal entre los titulares del Poder Ejecutivo en cada uno de los dos países –que tanto más puede pesar por tratarse de depositarios unipersonales– según los indicios que están a la vista de todos.

Para nadie ha sido oculta la notoria preferencia de AMLO por Trump frente a Biden, así como su actitud en cuanto a ser grato a sus ojos y satisfacer sus deseos de manera puntual, aunque en el discurso expresara otra cosa.

Así fueron, por ejemplo, el esmero con que fue contenida la migración en el sur, la resistencia en el reconocimiento del triunfo de Biden y la demora excesiva en la cortesía diplomática de expresarle parabienes por su triunfo.

Son ya las vísperas mismas de la ceremonia en que deberá rendir protesta Joe Biden, y todavía Trump no arría banderas: insiste en que fue víctima de un fraude electoral (¿dónde más se ha oído eso?) y continúa impulsando acciones de esas que enervan a la ultraderecha ignorante que, a pesar de hacer gala pertinaz y palmariamente de su incivilidad, no tiene empacho en proclamar su supuesta “supremacía blanca”.

Esta misma semana visitó Trump la población de Álamo, en el emblemático estado de Texas, con la intención expresa de supervisar los avances del celebérrimo muro que se prometió erigir entre los dos países, a pesar de contar ya con la barrera militarizada que le obsequió el Gobierno mexicano en su frontera con Centroamérica.

Ahí volvió a agradecer públicamente al Presidente mexicano su apoyo y ayuda para guarecer la frontera sur estadunidense de las hordas de “criminales, narcotraficantes y violadores”, como se refirió Trump a los migrantes, mexicanos en su mayoría, durante su campaña hacia la presidencia en 2016, y repetidamente después.

Si algo destaca de la presidencia de Trump –y será sin duda su más trascendental legado, más allá de lo anecdótico– es la profunda división que ha prohijado al exacerbar, con su retórica y sus acciones, los ánimos de los más violentos.

No deja buen sabor de boca quien, sembrador de vientos, genera tempestades que no solo él recogerá, sino que afectarán también a sus vecinos, especialmente si encuentran coincidencia en la práctica de la división y el escarnio como estrategia política.

También las palabras generan violencia, y es bueno que quienes tienen responsabilidades públicas, particularmente las de mayor jerarquía política, tengan también en cuenta aquel otro refrán que reza: “Cuando veas las barbas de tu vecino cortar, pon las tuyas a remojar”.

Si algo enseña la historia, y la de México no es diferente, es que cuando han existido violencia discriminatoria y división, quienes las han practicado fracasan en sus propósitos estrepitosamente y aun terminan defenestrados.

Ojalá que, allá, no pasen a mayores las cosas, a pesar de los temores fundados de que la violencia vuelva a expresarse; y acá, que la experiencia en cabeza ajena ilustre y concite a la cordura y la unión, antes de experimentar la vivencia de un descalabro en la propia.

Actitud de estadista y diplomacia de altura son, en este momento, las claves para recomponer el estado interior de las cosas y esa tan importante relación bilateral. Es de desearse que ambas sean desplegadas en México, con la requerida destreza.