Xavier Díez de Urdanivia

Difícil emprendimiento sería el de intentar siquiera hacer un balance del 2020. No fue, ni con mucho, un año más, ni se parece a ningún otro anterior, por la sencilla razón de que lo que pasa en un punto del globo terráqueo, tiene repercusiones casi inmediatas en todo el planeta. Lo mismo da si se trata de la economía, que de la política o, como se ha visto ya, de la salud.

En esta época del año suele flotar un ánimo festivo, lleno de buenos deseos y catarsis personal y social, pero esta vez no va a ser así, y eso sólo es ya de suyo chocante. La pandemia se coló por todo resquicio y provocó una serie de profundas crisis, cuyas consecuencias apenas empiezan a dar señales en el horizonte. Estos días, en consecuencia, no pueden ser vistos como su fin, sino como el inicio de una época que va a demandar una percepción distinta de la vida en sociedad.

A pesar de eso, me resisto a dedicar estas líneas a la exposición de reflexiones catastrofistas, sino que opto por recordar que, sean cuales fueren las condiciones adversas y las amenazas que haya que enfrentar, un buen ánimo es fortaleza que alienta al ingenio para diseñar y construir las vías de solución que nos hace falta encontrar, las nuevas y las que han estado ausentes siempre, que a lo mejor son las mismas.

Es buena época esta para recuperar la serenidad que, como en algún lugar decía con sabiduría Jorge Luis Borges, puede que sea una forma de ella o, añado yo, su antesala imprescindible.

Bueno será pensar este compendio de crisis que desató la pandemia, siguiendo la sabiduría oriental, como una gran oportunidad para enmendar el camino, para dejar la pasividad egoísta que suele confundirse con “resiliencia”, para convertir en oportunidades las amenazas y en fuerza la debilidad. Se puede. La cultura es eso, precisamente: actuar sobre el medio para mejorarlo, en beneficio de todos, incluso los que vengan en el futuro, con mirada de horizonte profundo.

Habrá quienes piensen que esa es una utopía, que no cabe considerarla con visos de posibilidad. A quienes así lo vean habrá que decirles que la única opción que queda si no es esa, es el declive, la descomposición y la decadencia, que según muchos diagnósticos se consideran ya como la fuente de todos los males de nuestro tiempo.

A pesar del adagio que dice que un pesimista es un optimista bien informado, en medio de un cúmulo enorme de datos, indicadores e indicios de turbulencias magnas, la evocación de renacimiento que implican estas pascuas invita a hacer un alto en el camino falta para reciclar las adversidades.

Sin importar las creencias de cada quien, el nacimiento que se conmemora es también un llamado a la esperanza, la fe y la solidaridad, no sólo para los cristianos, sino que también puede serlo para todo el mundo, para toda persona de buena voluntad, incluso como defensa contra quienes no lo sean.

En estos días de reclusión activa di con un tuit de Javier Salvat que, evocando el espíritu de su libro “Derribando Muros, Construyendo Puentes”, dice: “Un sentimiento duradero de insatisfacción puede ser una excelente noticia si logramos transformarlo en un galvanizador del cambio”.

Yo creo, sin demérito del reconocimiento a la propuesta de Salvat, que no hay que dejar que sea duradera la insatisfacción para sentir el impulso por sacudírsela de encima, de transformar, mejorándolas, las condiciones de nuestro entorno vital, teniendo presente -ya que estamos en plan de evocaciones- aquello que dice el poema de León Felipe: “Voy con las riendas tensas y refrenando el vuelo/ porque no es lo que importa llegar solo ni pronto/ sino con todos y a tiempo”.

Eso me dispongo a hacer estos días. Estaré de vuelta, si Dios me concede licencia y ustedes el favor de su atención, el próximo 10 de enero. Hasta entonces. Feliz año.