Xavier Díez de Urdanivia

La crisis que atraviesa nuestro país no es la primera, pero si la más grave del último siglo, a pesar de aquellas, muy agudas, que desde los años 70 del siglo 20 se hicieron crónicas. En esta hora, todos los anteriores procesos críticos parecen haberse reunido en un solo caudal, volviéndose incontrolables.

Las crisis anteriores habían encontrado válvulas de desahogo que daban margen para introducir los remedios necesarios, aunque mucho me temo que, en general, fueron oportunidades desperdiciadas porque las más de las veces lo que se hizo fue aplicar paliativos y placebos, buscando recuperar los controles políticos más que solucionar de fondo los males.

La gran crisis de justicia social no fue nunca atendida y la energía producida se fue acumulando hasta que, con el nuevo milenio, alcanzó niveles que al fin se salieron de madre y dieron en el mundo de inseguridad, ineficiencia, mentiras y rispidez en las relaciones que se han enseñoreado en el otrora armonioso espacio vital mexicano.
La gravedad de la situación se ve actualmente intensificada, además, por algunos factores que no se habían presentado en tan apretado conjunto y en niveles tan desarrollados como los que hoy confluyen.

A la situación económica en declive hay que añadir un Gobierno que poco respeto (si alguno) tiene por las normas y está afectado por un caudillismo exacerbado, con tintes dictatoriales evidentes. También, lo que es todavía más preocupante, una presencia muy activa y extendida de la delincuencia organizada, que no solo ha construido apoyos sociales en diversos territorios, sino que ofrece muchos indicios de infiltración en las instituciones y ha intervenido, muy clara y violentamente, en los procesos electorales.

Agréguense a ese volátil compuesto los evidentes afanes del Gobierno federal por deconstruir instituciones autónomas garantes del buen Gobierno, tanto como sus empeños por romper todo resquicio que quede de democracia genuina en los procesos electorales y en el ejercicio gubernamental, y se tendrá un panorama apenas próximo a la grave situación que afecta las relaciones políticas de México en la hora actual.

Así y todo, como en la mítica caja de Pandora, ese terrorífico cúmulo de males está acompañado por la esperanza de rescatar al país de la ruta poco promisoria en que se ve enderezada su proa.

Hace falta, por lo pronto, recuperar los equilibrios formales indispensables para contar con un sistema eficaz de frenos y contrapesos, lo que podría ocurrir en los comicios generales que tendrán lugar en exactamente dos semanas. Acudir a votar, por lo tanto, es un imperativo cívico inexcusable para toda persona en capacidad de hacerlo.

Pero si se consiguiera ese propósito, no bastaría. Aun rotos los mecanismos de sumisión y control que hoy operan, las cosas no mejorarán mientras no se resuelvan de fondo las causas que han dado origen al insostenible estado de cosas que reina en nuestro país, abriendo la puerta a la lucha entre el nihilismo y el becerro de oro que se contempla en la arena y ante la cual lo peor que se puede hacer es mantenerse como espectador pasivo, aunque poco se piense que se puede hacer.

Nada se habrá logrado incluso si se retoma la ruta de los equilibrios políticos en el Gobierno, si eso solo sirve para reinstalar el estatus injusto y desequilibrado que acondicionó el terreno para el florecimiento de la indignación y el hartazgo que votaron mayoritariamente en el pasado inmediato por la única opción que en la alternativa no había gobernado y alentaba la expectativa de que con ella fueran mejor las cosas.

La sempiterna esperanza vuelve a asomarse en el horizonte, pero para verla satisfecha hará falta instaurar un proceso de maduración cívica que no ha dado muestras de existir todavía y que, para hacerlo, necesita que se cobre, generalizadamente, conciencia de que la pertenencia a la comunidad impone deberes de solidaridad que no parecen sentirse hoy en día.

Si no se consigue ese cambio profundo, todo habrá sido en vano.