Xavier Díez de Urdanivia

Dos semanas después de los comicios, las brumas empiezan a disiparse y ya se pueden vislumbrar, así sea difusamente, las sombras del panorama que queda frente a ellos.

Lo primero que hay que lamentar es que todo indica que, como algunos temíamos, los partidos no entendieran la circunstancia y tuvieran en mente solo la elección, sin ver más allá, a juzgar por las reacciones individuales y superficiales frente a un pretendido triunfo, que en realidad no existió.

Tampoco triunfó la posición de un sector de la sociedad civil, porque su convocatoria a las urnas, si bien superó levemente la que es tradicional para las elecciones intermedias, fue insuficiente para modificar significativamente el desequilibrio político derivado de los comicios de 2018.

Fue claro, por otra parte, el retroceso de Morena, que obtuvo la mitad de los votos que en 2018 había obtenido, aunque no puede omitirse considerar que en la elección de gobernadores arrasó, lo que no debería ser preocupante si no fuera porque la cultura política mexicana está signada por la prevalencia de los poderes ejecutivos, en muchos lugares, incluso, con tintes dictatoriales.

En ese panorama, si hubo un ganador fue Morena, aunque no tan arrolladoramente como en ese movimiento se quería y se creía que podía ser. Para ese retroceso influyó la ausencia de López Obrador en las boletas, y sin duda contribuyó también la potente campaña del “voto útil” emprendida desde la sociedad civil.

Los partidos dieron la nota al dejar de presentar el frente común que los votantes esperan de ellos, al grado de que su débil alianza pareciera no haber existido, porque cada uno, con excepción del PRD, se expresaron separadamente y nunca dejando ver programas que siquiera apuntaran a ser comunes.

Triste panorama el que ofrece la menguada estatura de los liderazgos que tan pronto perdieron el sentido de las alianzas políticas y olvidaron que el terreno que recuperaron se debió al avance y participación de una sociedad civil politizada -en el correcto sentido- y pujante y no a las ausentes propuestas suyas.

Quien sí se percató de esto último fue AMLO, que, apenas tuvo claro el panorama, arremetió contra la clase media con insultos y diatribas, en reiteración de su estrategia preferida: la división, que aparentemente volvió a ser efectiva a juzgar por los colores de los que se tiñó el mapa del país.

Si el éxito de esa filosofía de combate se toma como medida, es indudable que el gran ganador habría sido él mismo si no fuera porque su estrategia fue tan eficaz que también en el seno de su movimiento se produjeron escisiones que son muy profundas y se antoja que extenderán sus efectos hasta el ya presente, para muchos efectos, 2024.

Lamentablemente hubo otro temible participante a juzgar por la proliferación de eventos y procesos difundidos por los medios de comunicación y las redes sociales: “la gente que pertenece a la delincuencia organizada”, según el propio Presidente se refirió a ellos en la conferencia de prensa matutina del 7 de junio.

El propio Presidente destacó el muy indicativo triunfo de Morena en todos los estados que miran al Pacífico (con excepción de Jalisco, donde se ha consolidado el Movimiento Ciudadano), todos ellos con una notoria presencia de diversas organizaciones conectadas con actividades delictivas.

Poca atención se le ha prestado a ese fenómeno, monstruoso por donde se le vea, a pesar de su capacidad de infundir terror y extender la violencia por vastos territorios del país y nutridos grupos y sectores de su población, influyendo así en las decisiones públicas y privadas.

¿Quién, entonces, ganó la elección? Habrá que pugnar para que se produzca una respuesta satisfactoria, por mantener la inercia nacida en la sociedad civil, haciendo prevalecer el derecho sobre el capricho y la razón sobre las conveniencias y los intereses espurios.

Solo así podrá haber ganado el país y prevalecerán la democracia, las libertades y la verdadera justicia, hoy y más allá del año 2024.