Xavier Díez de Urdanivia

Una noticia alentadora recorrió los medios esta semana: la Fundación Carlos Slim suscribió un acuerdo con AstraZeneca para contribuir a la producción y distribución en Argentina y México de la vacuna contra el virus Covid-19, cuya disponibilidad está a la vista.

La contribución de la fundación, a decir de Sylvia Varela –presidenta y directora general de AstraZeneca en México– permitirá contar, inicialmente, con 150 millones de dosis, que prometen ser accesibles para cualquier persona.

La bondad del acuerdo, que incorpora a los gobiernos de los países mencionados, ha producido reacciones que no se corresponden con la esperanzadora actitud que se supondría le corresponde.

En las “benditas redes sociales”, como las llamara un clásico contemporáneo, se han expresado algunas reacciones.

Hay quien da gracias al ingeniero Carlos Slim “y a los billonarios que nos ha dado el neoliberalismo” porque, se dice, “pueden sustituir al Estado” en la asistencia necesaria para cumplir con el deber de garantizar el elemental derecho de acceder a la salud, y hasta algunos trajeron a colación algún tuit viejo que cierta secretaria de la actual Administración habría puesto en su espacio, refiriéndose con ironía a quien hoy se ensalza desde la cúspide. No han aparecido, como es habitual que lo hagan, los detractores irracionales de todo lo que tenga que ver con las empresas ajenas, pero no es sensato descartar que permanezcan agazapados.

En todo caso, hay que subrayar que en los extremos no está la virtud, cuya presencia tanta falta nos hace hoy. Está en el medio y bueno será que se busque ahí.

Por eso, en tiempos de satanización recíproca de los bandos que los ocupan, he creído conveniente reflexionar sobre una cuestión que puede darle sentido al debate, sin las tensiones emocionales que tanto lo afectan.

Una buena perspectiva, en general y en el caso concreto del convenio referido, es la que ofrece el sustrato social de la justicia, esa actitud que Ulpiano fincaba en la constante y perpetua voluntad de reconocer y respetar a cada uno su propio derecho, pero complementado con un sentido de corresponsabilidad respecto de los problemas, retos y necesidades compartidos con el resto de los integrantes de la comunidad.

Eso es congruente con el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, que entre las medidas que deberán adoptar los estados para asegurar la plena efectividad del derecho a la salud física y mental, establece la “prevención y el tratamiento de las enfermedades epidémicas, endémicas, profesionales y de otra índole, y la lucha contra ellas” (Art. 12, inc. 1, subinciso c).

Cuando la comunidad se expande como nunca lo hizo y las necesidades crecen a la par de las carencias, se impone una acción solidaria generalizada, basada en una efectiva justicia social que, a pesar de que se trata de una noción de origen decimonónico, encuentra sus raíces en Aristóteles, las vigoriza en la escolástica, y emerge con plenitud como respuesta al individualismo exacerbado de la modernidad.

Hoy, frente a la gravísima emergencia de la pandemia que acosa al mundo, se imponía una actitud que honrara el deber de solidaridad que la justicia social enarbola y pregona, y que el derecho internacional de los derechos humanos impone como deber. No hay otra forma de hacerle frente a su incisivo acoso.

Por eso la iniciativa planteada por la Fundación Carlos Slim al laboratorio AstraZeneca y, por ambos, a los gobiernos de México y Argentina, es digna de aplauso.

Me parece una buena manera de alcanzar ese ideal enunciado por el jesuita Luis Taparelli –a quien se atribuye la acuñación de la idea– en su Ensayo Teórico del Derecho Natural Apoyado en los Hechos, publicado en 1843, en Livorno, Italia: “...la justicia social debe igualar de hecho a todos los hombres en lo tocante a los derechos de humanidad...”.

Esa fórmula, con algún matiz lingüístico, es todavía empleada por muchos con aires de novedad progresista, pero obras son amores y no buenas razones.