Xavier Díez de Urdanivia
En un discurso en general bien estructurado, escrito y leído con propiedad, el presidente AMLO dio cuenta de los motivos que lo indujeron a viajar a Washington la semana anterior.
En tono mesurado y con buen tino dijo, incluso, que a pesar de los agravios que no se olvidan, lo importante en el momento es tender puentes, reflexión positiva que, dicho sea de paso, bien haría en velar por que se aplicara también en interior de nuestro país.

La actitud, en todo caso, fue decorosa en un principio. Empezó bien, pero terminó –para estar en sintonía con el matiz beisbolístico que marcó la visita– pegando de “faul” cuando llegaba al final del discurso y pronunció los párrafos siguientes:

“Pero lo que más aprecio es que usted nunca ha buscado imponernos nada que viole o vulnere nuestra soberanía. En vez de la Doctrina Monroe, usted ha seguido, en nuestro caso, el sabio consejo del ilustre y prudente George Washington, quien advertía que las naciones no deben aprovecharse del infortunio de otros pueblos.

“Usted no ha pretendido tratarnos como colonia, sino que, por el contrario, ha honrado nuestra condición de nación independiente. Por eso estoy aquí, para expresar al pueblo de Estados Unidos que su Presidente se ha comportado hacia nosotros con gentileza y respeto, nos ha tratado como lo que somos: un país y un pueblo digno, libre, democrático y soberano”.
Es cierto que la diplomacia requiere tacto y tiene, por eso, su propio lenguaje, su propia simbología, pero en ningún caso se justifica llevar las cosas hasta el grado de tan exagerada
obsecuencia.

Si no se querían ver los ánimos exacerbados trayendo a colación los temas escabrosos, tampoco era necesario encubrirlos agradeciendo actitudes evidentemente ausentes en el comportamiento hostil persistente hacia México y los mexicanos que ha mostrado el presidente Trump.

No viene al caso hacer aquí un recuento de agravios y expresiones ofensivas para nuestro país, sus nacionales y los de los demás “bárbaros del sur”, como ha dejado entender que considera a todos los habitantes de los países al sur del río Bravo.

Pasó por alto el presidente AMLO, por cierto, que la intención expresa de James Monroe fue manifestar su apoyo a las naciones recién independizadas entonces, lo que estaba todavía lejos del expansionismo posterior, presente todavía, derivado de la diversa doctrina “del destino manifiesto”, que fue desarrollada a partir de la frase acuñada por John L. O’Sullivan en 1845, para justificar los afanes expansivos de Estados Unidos y justificar su reclamo de nuevos territorios.

La idea medularmente implícita en la filosofía del “destino manifiesto”, expresamente expuesta desde sus orígenes, se traduce en que el legítimo destino de Estados Unidos es extender sus dominios y dar cauce a los afanes imperialistas que ello implica.

De suyo, se desarrolló con mucho vigor y se extendió su aceptación política generalizada en la década que se inició en 1840, período durante el cual el territorio de ese país creció inusitadamente, pues se incrementó en más de un millón de millas cuadradas, buena parte de las cuáles correspondían a los territorios cercenados a México, destacadamente a Texas. 
Para justificar esa tan infundada como insostenible pretensión ha sido expuesta una plétora de razones, incluidas, por supuesto, las de carácter seudo religioso que, en una suerte de democratización del antiguo derecho divino de las monarquías, invocaban a la Providencia como fuente de legitimidad para justificar un expansionismo fincado más bien en la muy mundana ambición de acumular riquezas.

En eso sí ha sido exitoso el presidente Trump y pareciera que, al margen de lo que se dijo que motivaba la visita, era fundamentalmente buscar alianzas comerciales entre empresarios de ambos países, con seguridad tratando de equilibrar la descompensación económica que se había ya iniciado y la pandemia agravó.

¿Qué fue un viaje exitoso? Seguramente, para quienes asistieron como invitados a la cena. Queda por ver si para el resto de los mexicanos también. Ojalá.