Xavier Díez de Urdanivia

Gran alboroto se ha armado en torno a la intención de someter a una “consulta popular” el enjuiciamiento de los expresidentes por actos que les sean imputables y hayan tenido lugar durante sus respectivos ejercicios.

Curiosa cuestión que, en las circunstancias que imperan, algo parece tener de distractor y mucho de arma política.

Desde una época temprana de la actual administración federal, todavía en el clima de “amor y paz”, el presidente había dicho que no se procedería en contra de los expresidentes, “a menos que el pueblo lo pidiera”.

Mucho se ha hablado de un “pacto de no agresión” con su antecesor, lo que explicaría el cambio de actitud entre la beligerancia del candidato y la afabilidad del presidente en funciones durante sus primeros tiempos, pero causaría extrañeza lo ocurrido en los días recientes, que no hubiera tenido lugar de existir ese pacto, a menos que, por alguna causa o presión desconocidas para el común de los mortales, haya quedado insubsistente.

Pormenores técnicos aparte, la cuestión es relevante porque se refiere a un asunto que ha sido tabú en México, porque, a tono con la marca de la casa, se busca una mano ajena para sacar la castaña del fuego es evidente, pero sobre todo porque ratifica una actitud preocupante: se invoca, una vez más, al “pueblo”, en términos abstractos, para asumir su autoridad soberana y ejercerla en su nombre y sin cortapisas, incluso por encima de la ley.

Ese juego de la política no es nuevo ni cosa de “los anteriores”, porque ya, guardada toda proporción, ocurría en tiempos de la remota antigüedad clásica.

Aristóteles decía, en el libro sexto, capítulo IV, de su “Política”, que “…en las democracias en que la ley gobierna, no hay demagogos, sino que corre a cargo de los ciudadanos más respetados la dirección de los negocios. Los demagogos sólo aparecen allí donde la ley ha perdido la soberanía” (versión tomada de http://www.filosofia.org/cla/ari/azc03192.htm, el 29 de agosto de 2020).

Cuando eso pasa, aparecen los líderes que aducen actuar, siempre, en nombre del pueblo y se hacen, por lo tanto, prácticamente “monarcas”, comportándose como tales, al grado de aspirar a sacudirse “el yugo de la ley” y haciéndose déspotas.

Decía el mismo Aristóteles, al abundar sobre el tema, que “los aduladores del pueblo tienen un gran partido”, y afirma que esta “democracia” corrompida es “en su género lo que la tiranía es respecto del reinado. En ambos casos encontramos los mismos vicios, la misma opresión de los buenos ciudadanos; en el uno mediante las decisiones populares, en el otro mediante las órdenes arbitrarias”, lo que, a fin de cuentas, confirma ese otro aserto del estagirita, quien demostró que los extremos son iguales.

Toda invocación que desde entonces se hace del “pueblo” en abstracto -y conste que las circunstancias políticas y jurídicas eran harto diversas- irremisiblemente conduce a la inmersión en una atmósfera de rasgos de demagogia, esa democracia corrompida cuando se sustrae de la ley para implantarse en una voluntad omnímoda que, para justificarse, acude al falso recurso de la decisión popular que nunca podrá ser homogénea y que, en todo caso, perdería de vista los derechos y libertades fundamentales de las minorías, lo que constituiría una vulneración inaceptable de ese que es, seguramente, el principal basamento de la legitimidad de todo sistema político contemporáneo: la garantía de los derechos y libertades fundamentales de toda persona humana, sin distinción ni exclusión.

Terminar con palabras de Aristóteles es la mejor rúbrica para la reflexión que aquí se sugiere, porque describen inmejorablemente lo que ocurre cuando los aduladores del pueblo entran en acción: “Los demagogos, para sustituir la soberanía de los derechos populares a la de las leyes, someten todos los negocios al pueblo, porque su propio poder no puede menos de sacar provecho de la soberanía del pueblo de quien ellos soberanamente disponen, gracias a la confianza que saben inspirarle”.

Que tengan una buena semana.