Xavier Díez de Urdanivia

Ante la presencia, aparentemente muy virulenta, de la mutación “ómicron” del virus Covid-19, los gobiernos de Europa han tomado medidas drásticas. En Alemania, se tramita una ley para hacer obligatoria la vacuna; en España han vuelto las restricciones severas, incluida la restricción de movilidad para quienes no estén vacunados. Los vuelos están restringidos y, en algunas rutas, suspendidos.

La magnitud de la amenaza, aunque todavía es temprano para justipreciarla, se teme que sea mayor, porque a los pocos días de haberse detectado en Sudáfrica se han detectado ya por todo el mundo, incluso entre gente sin antecedentes recientes de viaje, lo que denota la presencia de “contagios comunitarios”, lo que significa que el virus se ha asentado ya en esas áreas.

La OMS recomienda prudencia, e insiste en observar, ineludiblemente, las medidas que ya conocemos: evitar las reuniones masivas, mantener una distancia de cuando menos un metro y medio entre las personas, usar siempre el cubreboca y lavar constantemente las manos.

En México, en cambio, se minimiza el riesgo y no se anuncian medidas preventivas “ad hoc”.

En esa circunstancia, el líder político de mayor envergadura en el País convocó a una multitudinaria concentración en la plancha del zócalo de la Ciudad de México, para “informar al pueblo” de lo que se ha hecho bajo su mando al cabo de los primeros tres años del periodo para el que fue electo, cuando menos de aquello que el convocante estima positivo y luminoso.

Cuando, en el curso de una “mañanera” anterior al evento se le preguntó sobre las medidas sanitarias preventivas, respondió, con ese talante despreocupado y ligero que imprime a sus respuestas cuando no tiene respuesta, que él no coartará las libertades del pueblo sabio y responsable.

Se calcula por La Jornada y otros medios que en la “AMLOfest” -como la han llamado algunos- se congregaron 250 mil personas, provenientes de todos los puntos cardinales, transportados en autobuses y desplegando una logística sofisticada.

Las fotografías del evento ratifican que el espacio abarcaba toda la superficie de la plaza y se extendía hasta las desembocaduras en ella de las calles y avenidas aledañas. Si no se conocieran los métodos que emplean los partidos para estos propósitos -que no en balde se conocen como “acarreos”- podría pensarse que hay una capacidad de convocatoria que, sin negar que exista, sería muy superior a aquella con la que, con sensatez, pueda calcularse que en realidad se cuenta.

Puede apreciarse también en ellas que pocas personas usaban cubrebocas, y de la distancia interpersonal recomendada por la OMS, ni hablar. Mientras más apretados, más cabrían.

Aunque se insiste en que fue una jornada “con saldo blanco” y “sin mayores incidentes”, hay que esperar para afirmarlo, porque el peligro no consistía en que se desataran desmanes -la logística y el control fueron impecables- sino en la posibilidad de contagios masivos, sea peligrosa en extremo o no lo sea la nueva mutación, porque de todas maneras se espera una nueva ola de contagios en vista de la temporada.

Imposible dejar de cuestionar si, en las condiciones presentes, fue prudente la convocatoria ¿No fue, acaso, una temeridad? ¿Qué beneficio -además de la satisfacción personal del gobernante- pudo acarrear? En todo caso ¿ameritaban sus propósitos el riesgo de diseminar el contagio de un mal todavía presente y sin evaluar a cabalidad en sus consecuencias?

Lo menos que puede esperarse de un gobernante es que tenga sentido de que “buen gobierno” no es una entelequia ni un postulado teórico, sino que se concreta en el deber de tomar decisiones, actuar conforme a derecho y siempre en vista del interés general, no el de sectores parciales de la población, por mayoritarios que fueran, y el de asumir la responsabilidad por sus actos u omisiones.

El derecho a un “buen gobierno” es un derecho fundamental, y de mayor rango que el “derecho a gobernar” que pudieran tener las personas elegidas para hacerlo. Convendría tener esto siempre presente.