Xavier Díez de Urdanivia

La diplomacia es el arte de cultivar las buenas relaciones entre los países. México tiene en ello una tradición de gran categoría, y aun ha producido momentos luminosos, para sí mismo y para el conjunto mismo de cuantos países forman la comunidad internacional.

A ello han contribuido personajes de la talla de Isidro Fabela, Genaro Estrada, Antonio Gómez Robledo, Rosario Castellanos, Octavio Paz, Carlos Fuentes y Rosario Green, por solo mencionar a unos pocos de los muchos que han contribuido a dar lustre, en la normatividad y en el ejercicio, a la diplomacia mexicana.

El impulso surgido de esas vertientes definió los perfiles de la vocación pacifista y contraria al intervencionismo que ha caracterizado a la política exterior mexicana, acrisolada originalmente en la llamada doctrina Estrada, que postula los principios de “no intervención” y “autodeterminación de los pueblos”, y ha sido el germen desde el cual se desarrolló el conjunto de “principios normativos” a los que debe sujetarse la vinculación de México con otros países, los que, de acuerdo con la fracción X del Artículo 89 constitucional, son: “la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales”.

Sería ocioso bordar sobre la idea de que la diplomacia, para cumplir con esos principios, necesita transitar por caminos de conciliación, acercamiento y buenas maneras, porque nadie se acerca a aquellos –o aquellas– que se muestran hostiles, provocadores, ofensivos y retadores, por mucho que quienes así se conducen aduzcan que lo hacen porque les asiste un supuesto derecho a expresarse con total libertad; pues aunque eso fuera cierto, se ceñiría a la esfera y no cabe en el desempeño de una función pública.

Por contrapartida, las vías diplomáticas son vías de cortesía, sujetas a fórmulas y protocolos, pensados para atar, no para generar animadversión. Bien se sabe –vox populi– que “caen más moscas en la miel que en la hiel”.

Es de lamentarse que eso, que tan claro se muestra al sentido común, se oculte a quien debe conducir la política exterior mexicana y hacer los nombramientos idóneos para el desempeño de esa misión.

A nadie escapa el desapego de quienes conducen la vida pública del país frente a las normas que rigen su quehacer, lo que muestra una profunda aversión por el orden institucional que es significado por el “estado de derecho”.

Da la impresión de que eso, que ya de suyo resulta inconveniente, hace todavía más lúgubre la perspectiva cuando esa actitud adquiere visos de fobia contra todo lo establecido, al grado de que lo racional se combate con irracionalidad, lo sensato con insensatez y lo natural con medidas contra natura, dando en la destrucción de los esquemas y prácticas establecidos, aunque hayan acreditado ser adecuados.

El universo de reclutamiento, puestos en esa actitud, deja de ser el propio de las personas adecuadas para proyectar la mejor imagen de México y los mexicanos, representar sus intereses inteligentemente y con observancia de las normas y la más elemental cortesía, para volver la mirada hacia las antípodas, buscando que la nueva fuente sea un sector social que, para efectos de la diplomacia, equivale al que el propio Marx estimó incapaz de hacer aportaciones positivas, en general, y denominó “lumpenproletariado”.

Acudir a esa fuente para reclutar a embajadores y cónsules no puede conducir sino a la degradación de la función diplomática y a desviar su rumbo, causando animadversión, rispidez y rupturas, en vez de tender puentes y construir relaciones positivas.

Detener esa tendencia y enmendar el rumbo es imperativo para evitar que se asiente, en el lugar que ha ocupado la práctica correcta y ameritada, esa indeseable política que bien podría designarse como lumpendiplomacia, un vicio que es imperioso evitar.