Xavier Díez de Urdanivia

¡Qué paradoja! Los tiempos revueltos del mundo han motivado un clamor creciente por el respeto y la garantía de los derechos humanos y, sin embargo, cada día se exhiben proclamas y se despliegan acciones que atentan en contra de la universalidad y la igualdad que, en la teoría más generalizada, los distinguen.

Los cambios delmundo se ven necesariamente reflejados en la crisis de los modelos tradicionales de organización y en los que tienen que ver, inclusive, con los patrones individuales de conducta.

Las rutinas y hábitos cotidianos se ven alterados en toda faceta, y la confusión se hace presente profundamente. La crisis se extiende y, aunque no se entiendan sus causas ni se comprendan sus manifestaciones, se resienten sus efectos y resulta imposible evitar inquietudes que nadie atina a disolver. 

Según Anastasio Ovejero Bernal, esa, como cualquier otra crisis, tiene como una de sus consecuencias “la falta de estructuración del campo cognitivo del individuo, lo cual le crea al hombre moderno una gran ansiedad e inseguridad, fenómenos estos que le empujarán hacia el autoritarismo y hacia el prejuicio como soluciones a esa inseguridad y a esa ansiedad” (El Basilisco, número 13, noviembre 1981–junio 1982, http://www.fgbueno.es).

En el fondo, se trata de ese añejo “miedo a la libertad” que tan bien describiera 

Erich Fromm durante los años de la Segunda Guerra Mundial, en los tempranos cuarenta del siglo pasado.
Según la conocida tesis de Fromm, que bien sintetiza Ovejero, el ser humano, mientras más gana en libertad, más pierde en seguridad, lo que hace recordar el sorprendente resultado de una encuesta que hace ya algún tiempo levantó 

Latinobarómetro entre los habitantes de países latinoamericanos que ya para entonces habían retomado el camino de la democracia, después de férreas dictaduras militares.

Coincidentemente, los índices de violencia también crecieron, a la par que la delincuencia organizada.

En ese contexto, la encuesta versó sobre las preferencias de la gente: ¿Más democracia y, por consiguiente, mayor libertad, o más seguridad, aunque ello fuera en detrimento de la democracia?

Sorprendentemente para la mayoría de los analistas políticos de la época, en aquellos países que tanto sufrieron por la imposición de lo que entonces se llamaba “la bota militar” y tantas vidas ofrendaron para restaurar la democracia, la opción mayoritaria es que optaban por mayor seguridad, aun a costa de las libertades.

AFromm seguramente no le hubiera sorprendido, como tampoco a Adorno, porque este último afirma que el autoritarismo muestra “una tendencia general a colocarse en situaciones de dominancia o sumisión frente a los otros como consecuencia de una básica inseguridad del yo”, en lo que puede encontrarse coincidencia con aquel.
Hay que decir que, si bien esos pensadores alemanes, afectados directamente por el régimen nazi de Hitler, enfocan sus baterías –sobre todo Adorno– a los autoritarismos fascistas, lo cierto es que si se hace abstracción del signo que según la tradicional geometría política lo distinga –derecha o izquierda– todo autoritarismo germina ahí donde concurren, cuando menos, estos diversos factores: un amplio margen de libertad, acompañado de un reducido sentido de responsabilidad; un contingente comunitario integrado, mayoritariamente, por personas más emocionalmente reactivas, que reflexivamente activas; una sensación generalizada de inseguridad y angustia; un régimen decadente, debilitado por la prevalencia de intereses sectarios y proclive, casi por consecuencia, a la simulación y el cinismo y, por último, un líder carismático, capaz de intuir los descontentos, temores y rencores de una base social amplia.

En esas condiciones, el terreno será feraz para que broten regímenes autoritarios de todo cuño –y hasta las dictaduras– que pueden parecer promisorios al principio, pero que a la postre suelen resultar tan perniciosos como las demagogias, o más, según la historia ha mostrado en innúmeras ocasiones.