Xavier Diez de Urdanivia

La “cuarta transformación” se ha iniciado entre traspiés. Las promesas de campaña, las tajantes oposiciones al “establishment”, se han atenuado y empiezan a mostrar matices de incongruencia que han dado lugar, apenas empezando la ruta, a discordancias notorias en el no tan coherente y bien cohesionado contingente vencedor.

Los pactos marginales entre partidos para asegurar intereses sectarios, las reformas apresuradas en la legislación de algunos estados, aparentemente para blindar a los poderes ejecutivos locales contra las mayorías adversas a ellos cuyo arribo se avecina, o ya llegó, dan cuenta, por si alguien tenía duda, de la lejanía entre las motivaciones reales de los más notorios actores políticos y su discurso bañado de sedicente democracia.

Pronto ha sido posible corroborar que el único y verdadero factor de unidad, el más vigoroso (que no es, por lo pronto, poca cosa), es el culto y la devoción por un líder que, desde hace ya mucho tiempo, ha demostrado ser carismático.

El clima que se ha generado, y no hay por qué sentirse llamado a sorpresa, tiene la desventaja, si se ha de oír a la historia, que los regímenes fincados en el caudillismo tienden, inexorablemente, a convertirse en dictaduras excluyentes, en “dictaduras de las mayorías”, mientras existe una amplia base social de apoyo, lo que no suele ser perdurable.

La propia historia enseña -Nicaragua es una lección viva- cómo es que aun esos regímenes tienden a endurecerse y a incurrir en excesos de fuerza, que siempre se hará presente cuando el poder político se ausenta.

El riesgo de una regresión a épocas de dictaduras es patente, pero eso no es lo único riesgo, porque ese cúmulo de contradicciones, con la disgregación que conlleva, sus quebrantos la confusión que conllevan, hacen propicio el terreno, en el contexto político mundial, para un debilitamiento institucional que abre la puerta a las renovadas formas de colonialismo, ya perceptibles en el panorama nacional.

Ya se ha visto que las grandes corporaciones enfrentan a los países y a los gobiernos para obtener ventajas, no solo económicas, sino, hoy por hoy, políticas.

Subastan las inversiones, las promesas de empleo, y el crecimiento económico “al mejor postor internacional y se niegan a instalarse en países cuyos impuestos o costes laborales les parecen altos o donde las condiciones son severas o no se les conceden subvenciones o préstamos, y si ya están instaladas, amenazan con marcharse” (Noreena HERTZ, El poder en la sombra. La globalización y la muerte de la democracia, Barcelona, Planeta, 2002).

Trabajan a través de fundaciones diversas y no es infrecuente que hagan causa común con algunas agencias gubernamentales para conseguir sus propósitos.

“Open Society Foundations”, por ejemplo, creada por el financiero internacional George Soros en 1979, fue muy activa en promover y subsidiar proyectos que, si bien pueden haber acarreado beneficios tangenciales a los países, han promovido modificaciones en las estructuras institucionales de ellos que permiten influir en las decisiones políticas, conforme a los “valores” que él sustenta y, a fin de cuentas, sus propios intereses.

Entre las agencias gubernamentales, juega un papel destacado la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional. Según ella misma, su trabajo favorece “la seguridad nacional y la prosperidad económica de los Estados Unidos”, mientras “demuestra la generosidad estadounidense y promueve un camino hacia la autosuficiencia y resiliencia de los receptores” de la ayuda que prodiga.

A estas dos organizaciones se les ha visto muy activas recientemente por estas tierras. Si su apoyo no tendría que ser “per se” deleznable, habrá que cuidar bien que su participación responda a propósitos concertados con plena responsabilidad, no sea que la resiliencia que la segunda ofrece generosamente conseguir se traduzca en la adaptación a un “agente perturbador” contrario a los mejores intereses del humanismo en México.

En ese contexto, el verdadero reto es evitar las regresiones degradantes, tanto como las nuevas formas de colonización, que aniquilan la identidad que todavía, como país, estamos en camino de definir.