Xavier Díez de Urdanivia

Con cuánta frecuencia se oye y se ve mencionada la expresión “estado de derecho”! Lo mismo la traen a colación los políticos que los “analistas”, los críticos, los medios de comunicación y hasta en las redes sociales hace frecuentemente acto de presencia.

Se ha vuelto un lugar común: que si falta el “estado de derecho”; que si se viola el “estado de derecho”; que es necesario construir el “estado de derecho”, etc.

De tanto ir y venir, y tan gratuita como ligeramente, ha dejado de tener sentido, me parece.

Ya voy pensando que hace falta que alguien nos explique qué debemos entender al verla o escucharla, para que al repetirla no la convirtamos en una de esas “palabras comodín”, que sirven bien para llenar los huecos en el discurso o el argumento, pero que, a poco de excavar en su superficie, se nota de inmediato que están vacías, aunque suenen bien en la retórica.

Por lo pronto, a poco que se medite, parecería repetitivo hablar de “estado de derecho”, porque el “estado” sin derecho ¿no sería un mero fenómeno de dominación, de fuerza bruta, en el que mandaría el capricho y no la razón impregnada de justicia?

Toda actividad humana requiere de “reglas del juego” objetivas y conocidas por todos los jugadores, de modo que sepan siempre a qué atenerse y puedan anticipar las consecuencias, para bien o para mal, de cada ficha que muevan en el tablero.

Uno podría pensar que, así, en la vida cotidiana de la comunidad, se necesitan reglas que todo mundo acate, que sean estables, para propiciar estabilidad, y que, si bien no sean inmutables, tampoco estén sujetas al capricho del “dueño del balón”, especialmente cuando el balón es de todos y nada más se le ha confiado su custodia a aquel a quien le es entregado para ese fin.

En la democracia –¿hay otra forma, hoy por hoy, de concebir al estado?–, la igualdad se impone y sólo en la salvaguarda de las libertades y derechos para todos por igual se justifica un aparato de reglas obligatorias, según las cuales toda la actividad pública debe dirigirse a tal propósito, sin ambigüedades ni desviaciones.

Cuando menos tal cosa se suponía. Por eso, cuando en el ambiente, sin importar época o lugar, reverberan los ecos de Luis XVI –“el Estado soy yo”– el oído se altera, el ánimo se sobresalta y la razón tiende a confundirse.

El pensador francés Teilhard de Chardin pensaba la evolución humana como una espiral ascendente, queriendo decir con ello que en el camino del desarrollo colectivo (y puede que hasta en el individual) a veces parece que se dan vueltas y se pasa muchas veces por el mismo lugar, lo cual es cierto, pero un poco más arriba.

Esa metáfora da cuenta de la dificultad en el ascenso, que no puede ser lineal, sino que requiere de rodear la montaña hasta llegar a la cima, lo que puede causar la impresión de que no se avanza y provocar la fatiga que mal aconseja. Quien se vea avasallado por ella y tire los instrumentos necesarios para el ascenso, perderá el piso y muy probablemente se despeñará al vacío.

El sentido común (y ya se que “es el menos común de los sentidos”) recomendaría, por lo tanto, no “romper los paradigmas”, sino revisarlos y modificarlos o sustituirlos, si cabe.

Si se mandaran “al diablo”, con ellos se irán el piso que sirve de sustento, los techos que guarecen y, lo que puede ser peor, los cauces por los que corren las aguas de las energías sociales.

Mejor es pensar las cosas con calma –“despacio, que llevo prisa”, decía Napoleón– y cimentar bien los nuevos caminos que, a no dudarlo, hacen falta.

La democracia es quehacer de legitimidad en el Gobierno, no nada más elecciones universales y libres.

Así me ha parecido hasta hoy, cuando menos. Espero que, si hay algún yerro en ello, alguien tenga la bondad de aclararlo.