Xavier Díez de Urdanivia

El derecho al buen gobierno no es una proclama política de buenas intenciones ni puede limitarse a ser propaganda. Tampoco es solo un imperativo moral, un postulado teórico de la ciencia o enunciado de la filosofía.

Es, además de todo eso, un imperativo jurídico que encuentra su fundamento, por si la demeritada Constitución no bastara, en los compromisos internacionales -que tanto se precian y temen hoy en día- contraídos por nuestro país. Por eso, la demagogia es contraria al buen gobierno.

Desde los tiempos clásicos del pensamiento socrático -ya Platón daba cuenta de ello- tres formas básicas puras y tres corrompidas de gobierno se han identificado. Las primeras, monarquía, aristocracia y democracia. Las segundas, la tiranía, la oligarquía y la demagogia.

¿Cómo es que unas, las primeras, dan en convertirse en su par degenerado? Desde aquellos remotos días se descubrió que la clave para que eso acontezca está en que se gobierne conforme lo dicta el Derecho, no el capricho o la conveniencia personal del gobernante o grupo en el poder.

Lamentablemente, los afanes napoleónicos de “meter” todo el derecho en un código ha dado en formar una cultura en la que pareciera que solo el derecho escrito es ley, cuando no es así, porque hay principios y costumbres que también forman parte de él.

Tampoco puede decirse que todo lo legislado es derecho, cuando esa legislación surge de una mayoría que dicta normas en un mero ejercicio del poder, sin oír y atender las razones de las minorías, ese vicio que en la jerga parlamentaria mexicana se conoce bien como “mayoriteo”.

Cuando nadie se esmera en convencer a nadie, sino que se empeña a imponer su postura, ya la corrupción asoma más que la sola nariz a la escena. Pericles, según las palabras de Sócrates recogidas por Platón, afirmaba, con contundencia, que en esos casos no hay ley, sino violencia.

Son la razón y la buena intención, informada y honesta, las que deben privar en el debate, la toma de decisiones y la acción política; no la fuerza, que solo se hace presente cuando falta el verdadero poder político, ese que descubre el verdadero interés general y mueve las voluntades en el sentido de garantizar los derechos y libertades de todas las personas, proveyendo los medios para compensar las desigualdades de origen, no desposeyendo a nadie para beneficiar a ninguno.

Cuando la cultura política se caracteriza por la concentración del poder, por el voluntarismo y la simulación, el Derecho se utiliza nada más como parapeto y falsa plataforma de “justificación” de los actos arbitrarios. La democracia deja de serlo y entonces, ya plenamente adentro, la demagogia corrompe todo el cuerpo social, ese sistema del que todos formamos parte (y, por lo tanto, a todos afecta lo que en él pase), aunque algunas y algunos actores políticos pretendan “deslindarse” de sus responsabilidades en el proceso de descomposición.

Cuando se soslayan los deberes de hacer o no hacer- impuestos por las normas- se inocula en el cuerpo social el germen que lo llevará a la putrefacción, si no se revierte el proceso.

Eso no se hace con juegos de palabras rimbombantes, sino con acciones sometidas a la ley justa, no la sumisión ante el poderoso.

En nuestro país la circunstancia es crítica, desde hace mucho tiempo. El remedio, aunque no se quiera ver, está a la mano: generar leyes justas y racionales, basadas en el interés general y no en el de facciones o individuos, y apegarse a ellas.

Cuando eso no ocurre y el desapego a la ley se generaliza, relajando las instituciones republicanas, la corrupción se hace dueña y señora del acontecer social, del que capaz de alcanzar hasta los rincones más escondidos.

Si eso llega a pasar, el poder corruptor de la demagogia no solo habrá devorado a la democracia, sino que habrá carcomido también los cimientos de la vida civilizada.