Xavier Díez de Urdanivia

Hace ya algunos años, mientras transitaba en mi Volkswagen rumbo a la Junta Local de Conciliación y Arbitraje de la Ciudad de México para atender una audiencia, me detuve al llegar a la esquina de la avenida Orizaba y la calle de Puebla, y fui detenido, con el concurrido caudal de tráfico que a esa hora por ahí transitaba, por un agente de Tránsito que nos marcaba el alto.

De repente sentí que mi coche se movía, como si alguien estuviera balanceando su suspensión, presionándola y soltándola. miré de inmediato por los retrovisores para descubrir al causante, sin haber visto a nadie.

Cuando volví los ojos al frente, vi cómo las torres del templo de La Sagrada Familia, a mi derecha, se aproximaban y alejaban entre sí perceptiblemente y vi al agente de Tránsito al centro del cruce, todavía con los brazos abiertos en cruz, como señalando el alto, pero girando sobre su eje y revoloteando de un lado a otro, sin dejar de soplar su silbato.

Estaba ocurriendo un terremoto y al agente de tránsito, sorprendido por el fenómeno, le resultaba imposible ocultar la confusión y el descontrol que le había ocasionado.

Por alguna razón ese episodio ha venido a mi memoria en estos días en los que una sociedad civil, consciente y con sentido común, a pesar del vacío de liderazgo decidió guardarse para no ponerse en riesgo y cuidar a los demás del contagio con una enfermedad cuyos orígenes siguen siendo oscuros, pero con resultados socialmente devastadores en aquellos lugares que no tuvieron el buen sentido de precaverse a tiempo.

Cuando al fin, apenas hace unos días, la sensatez hizo acto de presencia en medio de muchos desatinos, surge una nueva inquietud, debida a la incertidumbre acerca de las cifras que se difunden, pues no puede menos que sospecharse que no son confiables.

Mientras, por ejemplo, los estados fronterizos del sur de los Estados Unidos arrojan cifras oficiales -no exentas del riesgo del encubridor maquillaje- que llegan a miles, en los estados limítrofes mexicanos apenas rebasan, en algún caso, la decena y en una entidad pasan de medio centenar: California, 3169, Baja California, 14; Arizona, 401, Sonora, 4; Nuevo México, 112, Chihuahua, 6; Texas, 1345; Coahuila, 12; Nuevo León 52, y Tamaulipas, 6, al 27 de marzo (elimparcial.com).

El comentario general ha sido, como era de suponerse, sarcástico: O ellos no tienen idea de lo qué hay que hacer y los mexicanos son excepcionalmente aptos en la materia, o alguien está cercenando las cifras de este lado de la frontera.

Como la primera hipótesis no es verosímil, habría que desecharla: Ni son ineptos los servicios de sanidad estadounidenses, ni los mexicanos, a pesar de la calidad profesional de los médicos y enfermeras y su compromiso, están tan bien dotados instrumentalmente como para sustentar superioridad alguna sobre los vecinos del norte.

En cambio, hay indicios de que los decesos, y es válido suponer que también los enfermos, son reportados como debidos a neumonía, sin especificar la causa de ella.

Eso no sería mentira, pues es sabido que, en los casos extremos y graves, lo que ocasiona el covid-19 es precisamente esa enfermedad, pero sería un ocultamiento culpable, en las condiciones actuales, no especificarlo.

Un botón de muestra: La Unión de Funerarias del Valle de Toluca afirma que “los casos de decesos por coronavirus podrían estar disfrazados con diagnósticos por ‘neumonía en comunidad’”, y exhortó a las autoridades de Salud, “así como a los hospitales públicos, sanatorios privados y clínicas médicas, a ser certeros con las actas de defunción que emiten”, debido a que tienen casos “donde no se registra en el certificado de defunción la causa de muerte por Covid-19”, al que ellos y sus trabajadores quedarían expuestos (Observatorio ciudadano, obsci.org).

La calidad de las decisiones depende de la información en que se basen y, por lo tanto, se nutran las medidas de solución que se adopten. Principio básico.