Xavier Díez de Urdanivia

Pensar siquiera que una crisis generalizada e incontrolable, que amenaza gravemente la salud y la vida de los seres humanos, viene como “anillo al dedo” para hacer las circunstancias propicias a la realización de un proyecto político personal, es inaudito y no debe extrañar a nadie que arranque, en los demás, expresiones que califiquen como perverso ese pensamiento, sea quien sea la persona que lo exprese. 

Cuando esa actitud corresponde a un jefe de estado y de gobierno, cuya responsabilidad primera y mayor es precisamente velar porque tenga lugar lo contrario, en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo, esa visión de las cosas generaría dudas sobre la idoneidad del gobernante para cumplir con su misión, de su integridad moral y, en mucha gente, incluso de su salud mental.

Es así en cualquier circunstancia, pero cuando las cosas pintan mal y el panorama se vislumbra más denso y difícil, la magnitud del deber de prudencia y objetividad del líder que carga con esa responsabilidad es, sin duda, mayor.

A los riesgos vitales emergentes a causa de la pandemia seguirán, ya se sabe, condiciones muy severas en materia económica. Ellas causarán estragos, muy principalmente, en quienes se ganan el sustento cotidiano con su trabajo.

Por esa razón, lo sensato es mantener firmes las estructuras que puedan abrir, superada la crisis humanitaria, lo más pronto y de la mejor manera que sea posible las oportunidades para acceder a los espacios en los que puedan generar los ingresos necesarios para proveer, a sí mismos y a sus familias, los satisfactores indispensables para tener una vida digna.

Nada más lejos que pretender la defensa de doctrina alguna que desconozca el sentido humano de la economía y se base sólo en la ley de la oferta y la demanda, olvidando que la propiedad privada tiene, necesariamente, una función social y las libertades, todas, solo sobre bases de solidaridad y justicia pueden coexistir.

Irse al otro extremo sería igualmente pernicioso, o más, pero nada peor que derruir hasta carcomer los cimientos sin tener manera de reconstruir nada.

Lo peor del caso es que una actitud tal es auto destructiva porque, sin ingresos - y los más cuantiosos provienen de las rentas generadas por quienes producen frutos de su capital y su trabajo- no habrá modo de cumplir, tampoco, con la intención de subsidiar a quienes carecen de un empleo u ocupación lícita, a través de los mal llamados, a mi juicio - “programas gasto sociales”.

Lo cierto es que, en un escenario en el que la economía mostraba ya un decremento severo, el ahorro interno es una quimera, la inversión extranjera huye frente a señales desalentadoras para ella, el crédito se encarece y el petróleo baja de precio, el horizonte se ennegrece todavía más y no se ven por ningún lado las fuentes de financiamiento para, ya no se diga apuntalar la mermada economía, sino siquiera para detener su picada.

Hoy por hoy -es una pena- solo una actividad se ha mantenido próspera, pero la sola idea de su inadmisible inclusión en los planes de financiamiento aterra. A causa de ella se ha desatado el encono violento, síntesis del desorden que ha sentado sus reales en este país, y respecto del cual riesgo se han dado episodios recientes que, conociéndose los procederes y apetencias reiterados por quienes controlan las actividades ilegales, nutren la natural suspicacia y alientan la preocupación por la posibilidad de injerencias impensables.

La solidez del legado de Morelos, de Juárez, de Madero, de Cárdenas -si se quiere- y de muchos patriotas más, anónimos y anónimas la mayoría, convocan a una actitud constructiva que sea realista y rescate al discurso político del sentido vacío de la demagogia, para darle el contenido que la real democracia demanda.

Esta cuaresma, transformada en cuarentena, es buena época para reflexionar y tomar decisiones que permitan mudar las debilidades en fuerzas y las amenazas en oportunidades, para sentar nuevas bases, sin estériles y nocivos rencores.