Xavier Díez de Urdanivia

Después de la Segunda Guerra Mundial Europa quedó devastada. Un manto extenso de muertes cubrió su territorio, las fronteras mudaron sus perfiles, muchas familias se desintegraron o fueron separadas y una profunda crisis económica se abatió sobre ella como resultado de la contienda bélica.

No fue lo más grave: En estado de necesidad, la civilizada Europa dejó de lado su sofisticación y descarnadamente se lanzó contra lo que fuera para sobrevivir. Los “valores” culturales dejaron de lado el refinamiento y se enseñoreó el “todo se vale” en aras de la sobrevivencia.

A la postre, sin embargo, algo quedó de bueno en medio de la debacle: los europeos dijeron “nunca más”, y se dieron a la tarea de poner los medios para evitarlo.

El resultado está a la vista: un sistema político y económico estructurado por un sistema político bien construido y vigoroso, que ha ocasionado que, por primera vez en su historia, Europa transcurra un tramo de más de siete décadas en paz, sin dirimir por las armas sus conflictos. Algo bueno dejó la guerra.

Por alguna razón, al contemplar los estragos que ya va haciendo la pandemia que ha provocado el virus Covid-19, vino a mi mente ese fenómeno, especialmente después de contemplar las imágenes de Wuhan, de Venecia y de Roma que han circulado en las redes los días anteriores. En ellas pueden verse los cielos limpios de la primera, antes ensombrecidos por una densa nube parduzca; las aguas claras de los canales, otrora turbias hasta la opacidad y ahora capaces de permitir que se vean claramente los peces que las habitan; también es posible constatar que los patos se bañan y nadan en las fuentes de Roma.

Nunca, desde la debacle postbélica del siglo 20, se había sentido en Europa el pánico que en esta hora produce el asedio del Covid-19, ni se habían hecho pronósticos más pesimistas para la economía que los que ya dan la vuelta por el mundo.

De China proviene el virus y de China proviene también el principio que identifica a las crisis también como oportunidades.

De Japón, por los mismos rumbos del lejano oriente, es Haruki Murakami, y en estos días de forzado encierro, de creativo ocio, topé con una cita suya, tomada de su novela “Kafka en la orilla”, que dice: “…y cuando la tormenta de arena haya pasado, tu no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí estriba el significado de la tormenta de arena”.

Me pareció una metáfora ineludible para los tiempos que corren, signados por el temor y la incertidumbre y aderezados por la inconciencia que la ignorancia y la irresponsabilidad engendran.

Como tormenta de arena, la pandemia ha envuelto al mundo con furor, plantándose con encono mayor ahí donde la inconciencia ha sido mayor, según todo parece indicar, aunque la vorágine misma del fenómeno, todavía en curso, impida ver bien el entorno y vislumbrar sus consecuencias.

Una cosa es segura: como en el texto de Murakami, quienes sobrevivan a la pandemia no serán ya las mismas personas ni el mundo en que vivirán será ya el mismo.

Ojalá que la humanidad, tan desprovista de instrumentos y destrezas espirituales y éticas hoy en día, salga fortificada y sepa hacer de la crisis una oportunidad propicia para hacer de este mundo, y de cada ser humano que lo habita -no hay remedios abstractos ni soluciones mágicas- un mejor lugar, poblado por personas conscientes de sus propias responsabilidades y respetuosas de ellas.

Hay que provocar que, siendo así, el valor de la tormenta sea de envergadura mayor. De no ser así, si prevalecen el egoísmo, la codicia y el desdén por la justicia, ese valor se traducirá en una triste pérdida.