Xavier Díez de Urdanivia

Hay quienes creen que el movimiento social que se hizo visible el domingo 8 de marzo será efímero. Mucho me temo que se equivocan.

No solo visibilizó un problema añejo, una lacra irresoluta, poniéndola sobre la mesa, sino que sacudió los cimientos de tradiciones anquilosadas y pletóricas de vicios y sociopatías agrupadas en una designación: machismo.

No faltará quien quiera sacar raja política del tema, como ya se ha intentado. Como siempre, se habla de expedir nuevas normas o reformar las existentes, de respeto y apoyo, de políticas públicas adecuadas al tema, etc. Nada de eso, aunque ocurra, satisfará los reclamos legítimos de las mujeres del mundo, de nuestro México particularmente, que no van en busca de dádivas ni están pidiendo limosnas.

Tampoco podrá deslegitimarse el movimiento por los desmanes –excepcionales, hay que decirlo, y además sospechosos– que hubieran podido empañar el ordenado transcurso de la impresionante marcha.

Con todo, no es la visibilización del problema lo que prevalecerá, aunque contribuya a mantener la atención en el tema. Se mantendrá la actitud manifiesta en la gráfica expresión del “ya basta” que aglutinó, sin reservas y sin distinguir entre clases sociales, condición económica, formación académica, origen étnico, o cualquier otro dato accidental, lo que influirá en los nuevos métodos de construcción de estructuras garantes de la esencial igualdad en dignidad de los seres humanos.

La coincidencia fue contundente, vigorosa y clara. El expreso motivo convocante fue protestar por la violencia contra la mujer, pero en realidad fue un consenso que llegó más lejos: el grito estremecedor que irrumpió desde miles de gargantas poniendo un “¡hasta aquí, no más!”, al decadente y anacrónico modelo seudopatriarcal que sustenta, todavía, intereses espurios.

En todo el país, simultáneamente, marcharon las mujeres. Impresionante fue la vitalidad del río de color morado que discurría, como torrente incontenible pero ordenado, por las avenidas de la Ciudad de México, caja de resonancia y crisol de los movimientos en el país, a pesar de las marrullerías y artimañas violentas de –se supo luego– grupos patrocinados o cuando menos afines al Gobierno de sedicente izquierda que, hoy, en esa urbe y el Gobierno federal, detenta el poder político.

Todas las mujeres, en la marcha o fuera de ella, ocupando con firmeza y energía nunca vistas su lugar en el movimiento, montadas en sus derechos y determinadas a defenderlos más allá de las leyes amañadas y las instituciones ineficientes. Se vieron como una sola y sentaron un precedente que, seguramente, abrirá brecha.
Incluso la coincidencia, nada gratuita, con otros fenómenos similares en el mundo –en sospechosa sincronía– y aún suponiendo que forme parte de la estrategia de las izquierdas del mundo la promoción de una nueva dialéctica, superada la “lucha de clases”, habría que indagar cómo es que consiguió la convocatoria concitar tanta simpatía y activa participación, abarcando un amplio rango de personas tan distintas, con intereses tan disímbolos, como fueron las amalgamadas en torno al movimiento.

El éxito de la convocatoria, que nadie se engañe, no tuvo base en las ideologías. Tuvo lugar porque cayó en tierra fértil, porque entre las crisis paradigmáticas que experimenta el mundo, destaca, hoy de manera trascendente y no solo relevante, la del rol social de las mujeres y su presencia efectiva en la vida política y social, también económica, del país.

A partir del 8 de marzo, quienes no habían querido oírlas se toparán cada día con las actitudes y acciones de ellas; quienes no habían querido verlas, van a escuchar sus reclamos y voces. No bastarán, en adelante, los recursos retóricos y los artilugios de nuevas leyes e instituciones “piadosas” para paliar su presencia y acallar su exigencia.

Sumarse a la búsqueda del nuevo modelo social es un imperativo ineludible, teniendo claro, por fin, que no hace falta buscar ninguna “nueva masculinidad”, sino asumir de una vez por todas que el “machismo” no es parte de ella, sino un lastre, una patología que hay que erradicar, para siempre.