Xavier Díez de Urdanivia

Las preguntas más recurrentes en estos días son: ¿qué hacer para salir del embrollo? ¿qué para paliar las consecuencias de la pandemia?

Ya se preguntaba la gente cómo resolver los graves problemas de inseguridad y el declive económico, que había ya empezado y con la pandemia se volvió crítico.

Preguntas sin responder o contestadas dogmáticamente. Abundante retórica, cargada de referencias doctrinales, pero poca acción.

Nadie señalaba, ni ahora lo hace, hacia rumbos de verdad efectivos para el rescate de los males y vicios en que está atascado este mundo y muy agudamente nuestro país.

Ya va siendo hora, me parece, de abordar en serio el problema y empezar a pensar en las soluciones, sin caer en el recurso fácil, verdadero lugar común, de culpar de todo al gobierno y achacarle nada más a él los males y la falta de soluciones, porque eso es una elusión de responsabilidades.

Los malos gobernantes, no “el gobierno” como institución, tienen su parte de culpa, y en los gobernantes existen responsabilidades muy graves, pero las hay también en todos los otros terrenos: entre los empresarios, los académicos, los críticos, los profesionistas y en general, los habitantes de este país, sobre todo sus ciudadanos, que han olvidado que la comunidad no es sino una red que se teje con las relaciones entre individuos, por lo que de la calidad de las conductas individuales depende la del todo comunitario y en resumen, su cultura de vida.

Los vicios y virtudes de cada integrante trascienden la esfera individual, para configurar los perfiles de la colectiva.

Por eso se necesita plantear la cuestión desde el plano de cada uno. La única vía que tienen las virtudes para manifestarse efectivamente y actuar en la transformación que falta son los comportamientos individuales.

Desde la antigüedad clásica -Platón las menciona en “La República”- se distinguen como virtudes esenciales, básicas -y por eso se llaman “cardinales”- la prudencia, la fortaleza, la justicia y la templanza.

De la prudencia hay que decir que tiene como objetivo evitar la obnubilación del entendimiento, y por tanto reflexionar con frialdad antes de actuar o hablar, para hacerlo con sensatez y sabiduría.

La justicia es de alguna manera fruto de la prudencia e implica la adopción de una actitud, permanente y constante, de reconocer y respetar el derecho propio de los demás.

La fortaleza es virtud que requiere presencia de ánimo para vencer todo temor de actuar, determinación vigorosa para vencer los temores e indecisiones.

En todo, es necesario pasar a la acción y ello requiere fortaleza, presencia de ánimo, vencer los temores e indecisiones.

Como la vida humana incluye los instintos e impulsos sensoriales, se impone que sea la razón la que prevalezca, para evitar los excesos lesivos para el orden personal y también para el social. La templanza es la rienda que se requiere para refrenar los excesos que, por placenteros que sean o parezcan, sin contención provocan problemas sociales de salud y seguridad que vale más evitar (y es más fácil) que remediar.

En todo, es necesario pasar a la acción y ello requiere fortaleza, presencia de ánimo, vencer los temores e indecisiones, y todo eso ha de llevarlo a cabo un sujeto, en cuyo intelecto está la prudencia; en su voluntad, la justicia; en los impulsos la templanza, y en todo la fortaleza, que insta a vencer las dificultades y evitar los excesos de la temeridad, porque -ya lo dijo Aristóteles- en el medio está la virtud, no en los extremos.

Mucho se habla hoy en día de ética y de valores, pero poco de las virtudes capaces de concretarlos y convertirlos en conducta. Nada se conseguirá generando “códigos de ética” o pretendiendo enseñarla en las escuelas y facultades, si no se aborda la “incómoda” necesidad de asumir actitudes que ratifiquen la voluntad de comportarse de modo que se refuerce el tejido social y se enderecen sus flujos hacia buen destino.

¿Queremos soluciones? El movimiento se demuestra andando.