Rubén Aguilar Valenzuela
Ilustración: Estelí Meza
En los años de la guerra civil en El Salvador fueron asesinados miles de mártires que desde diferentes espacios luchaban porque su país fuera más justo e incluyente. El Ejército, la Policía Nacional y grupos paramilitares organizados por la ultraderecha fascista dieron muerte a incontables sacerdotes, religiosas, políticos, campesinos, obreros, maestros y estudiantes.
Del 18 al 22 de mayo, en compañía de Rubén Moreira y Marco Antonio Mendoza, estuve en El Salvador a recordar y rendir homenaje a doce de estos miles de mártires. Benjamin Cuellar, que fue director del Instituto de Derechos Humanos de la UCA (IDHUCA), nos guió en el recorrido por los lugares donde los asesinaron y ahí, en silencio, los traje a mi memoria e invoqué.
A minutos de arribar a San Salvador, la sobrecargo anuncia que vamos a aterrizar en el aeropuerto internacional monseñor Oscar Arnulfo Romero, el obispo mártir. Estamos en tierra de mártires.
19 de mayo
En la noche del 11 de noviembre de 1989, las fuerzas del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) realizaron la ofensiva urbana más fuerte de la guerra civil salvadoreña, que inició el 10 de enero de 1980, conocida como la Ofensiva General. Hubo enfrentamientos entre la guerrilla y el Ejército en diversos puntos de la ciudad y a lo largo del día las emisoras salvadoreñas cubrieron los hechos desde las barriadas donde se combatía. A las 23:00, la situación cambió y las radios recibieron la orden de conectarse a una "cadena nacional" de la emisora de la Fuerza Armada.
Ya no había cobertura directa de los combates y se decía que la lucha estaba muy focalizada, y que pronto todo estaría bajo control del Ejército. Al mismo tiempo, en la radio empezó una serie de ataques verbales contra los jesuitas. Ignacio Ellacuría, el rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), era el más mencionado y se le acusaba de guerrillero. El vicepresidente de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), el partido de la extrema derecha, acusó a Ellacuría de haber envenenado las mentes de la juventud salvadoreña con sus enseñanzas en la UCA y en el Colegio Externado de San José.
El 13 de noviembre de 1989, el Ejército de El Salvador, sin ninguna orden, cateó la casa de los jesuitas que trabajaban en la UCA. La acción de los militares causó preocupación, pero entre los integrantes de la comunidad ganó la versión de que como estos no habían encontrado nada sospechoso ahora estaban más seguros que antes. Tres días después, el 16 de noviembre por la madrugada, el Ejército salvadoreño, con la información recabada, se introdujo a la casa y asesinó a seis jesuitas y dos mujeres, madre e hija.
Fueron masacrados los padres de origen español Ignacio Ellacuria (1930), filósofo, teólogo y rector de la UCA; Ignacio Martín-Baró (1942), psicólogo social; Segundo Montes Mozo (1933), sociólogo y superior de la comunidad; Armando López Quintana (1936), teólogo y consejero espiritual; Juan Ramón Moreno Pardo (1946); teólogo y consejero espiritual, y el salvadoreño Joaquín López y López (1918), fundador y director de Fe y Alegría, sistema de escuelas en zonas marginales. En la casa también fueron asesinadas Julia Elba Ramos (1947) y su hija Celina Ramos (1973), de quince años. Julia Elba, que trabajaba como cocinera en el teologado de los jesuitas, por las noches venía a dormir con su esposo Obdulio Ramos, jardinero de la comunidad, en una pequeña vivienda junto al portón de entrada a la casa.
El 11 de noviembre estalló una bomba en ese lugar y Julia Elba y Celina decidieron dormir en un cuarto de la casa de los sacerdotes porque se sentían más seguras. Obdulio se salvó de la muerte porque se quedó en el sitio donde siempre dormía. Los asesinos no sabían que se encontraba en ese lugar. Por su parte, el teólogo Jon Sobrino, que vivía en esta comunidad, se salvó de la muerte porque en esos días se encontraba dando un curso de teología en Singapur. Y también lo hizo el historiador jesuita Rodolfo Cardenal, que en esos días se cambió de comunidad porque presentía que esta podía ser objeto de un ataque del Ejército.
En diciembre de 1978, cuando yo era jesuita, estuve hospedado algunos días en esa casa. Un domingo, que la comunidad iba a pasar el día en el mar, el padre Ellacuria me invitó a que fuera con ellos. Le di las gracias, pero le dije que ese día iba a visitar a Alberto Enríquez en la cárcel de Mariona. Entre 1970 y 1972, Alberto y yo estudiamos filosofía en el centro de estudios que los jesuitas tenían en San Ángel, lo que ahora es el ITAM. Él había sido detenido, junto con otros compañeros, por el Ejército en una casa de seguridad de la guerrilla. En la visita estuvo también su madre, que venía de Guatemala, y la madre de su compañera. En 1977, Alberto me reclutó para ingresar a las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) Farbuno Martí.
En esta última visita volví a estar en la casa donde los padres fueron asesinados por los integrantes del Ejército. Me detuve en cada uno de los rosales sembrados por Obdulio, para recordar a su esposa, a su hija y a los jesuitas asesinados. Hasta su muerte, en 1994, siguió haciéndose cargo del jardín. Después de ver la casa y estar en el Jardín de las rosas visitamos, dentro del Centro Monseñor Romero en la UCA, el Museo de los Mártires, que los jesuitas han levantado para honrar a sus hermanos asesinados, pero también a otros mártires.
Ahí se recuerda al jesuita Rutilio Grande y a los laicos Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus, los tres asesinados en 1977. A monseñor Oscar Arnulfo Romero, asesinado en 1980; al franciscano italiano Cosme Spessotto Zumuner, asesinado en 1980. Todos por órdenes de los fascistas salvadoreños. A las religiosas estadunidenses de la congregación Maryknoll, Ita Ford, Maura Clarke y Dorothy Kazel, y a la misionera laica, Jean Donovan, quienes en diciembre de 1980 fueron torturadas, violadas y asesinadas por elementos de la Guardia Nacional cuando iban del Aeropuerto Internacional de Comalapa a su casa en la capital.
En ese tiempo ya vivía en San Salvador. Había llegado en noviembre, con la responsabilidad de dar forma y posicionar a Salpress, la agencia de prensa de la guerrilla. Estuve en el sitio del asesinato y cubrí esa tragedia, que me dolió e impactó. Todavía me acuerdo de ese día y el lugar donde aparecieron sus cuerpos.
En el museo hay ropa, alguna ensangrentada, y objetos personales de las y los mártires: Crucifijos, medallas, rosarios, libros, cartas y notas personales. La museografía es sencilla y digna. Interpela y conmueve. Grita que las víctimas no pueden ser olvidadas. En un salón contiguo se pueden ver las fotografías que se tomaron a los cuerpos y a los rostros de los asesinados en la UCA tal como fueron encontrados. Son imágenes terribles que atestiguan la brutalidad del crimen de los inocentes.
Luego visitamos la capilla de la Universidad donde están enterrados los que ahora se conocen como los mártires de la UCA. Frente a sus nichos recordé su vida y trabajo. Hablé con ellos. A algunos los conocí. Hice presente su compromiso por hacer de éste un mundo mejor, por construir un país más fraterno y solidario. El seguimiento de Jesús guiaba sus vidas. Lo expresaron con palabras, con escritos, pero sobre todo con su trabajo. Por eso los asesinaron. Sus vidas me inspiran y fortalecen mi fe en su Dios, insondable y misericordioso, que también es el mío. En la iglesia me impresionó, como en otras veces, el Vía Crucis del pintor salvadoreño Roberto Huezo. Las imágenes en blanco y negro con los cuerpos torturados y masacrados del pueblo.
En el Centro Monseñor Romero platicamos con su director, el historiador jesuita Rodolfo Cardenal (1952), el que se salvó del asesinato, biógrafo de Rutilio Grande y estudioso de los mártires de la UCA. En la conversación me aclaré sobre puntos específicos de sus historias. Hablamos de la UCA y de lo que ahora se vive en El Salvador. Estos días Cardenal publica regularmente en el portal de la Universidad sus análisis de la realidad salvadoreña, que son críticos y también lúcidos.
20 de mayo
En la mañana desayunamos con el padre José María Tojeira (1947), que era el provincial de la Provincia de Centroamérica de la Compañía de Jesús cuando el asesinato de los jesuitas. Fue también rector de la UCA. Desde ese entonces ha exigido que se sepa la verdad y se haga justicia. El jesuita de origen español, que estudió por dos años teología en México, es un agudo analista de la realidad salvadoreña. Hombre de diálogo y constructor de acuerdos. Sacerdote comprometido con la opción por los pobres.
Después nos encontramos con la religiosa Rubí Lemus, de la congregación de las Hermanas Carmelitas, que atienden el Hospital de la Divina Providencia, conocido como el Hospitalito. Ella nos hizo una visita guiada por la pequeña casa donde vivió, sus últimos diez años, monseñor Oscar Arnulfo Romero, ahora santo de la Iglesia católica y también anglicana. Es una casa radicalmente austera de dos cuartos y una sala. En la recámara del obispo hay una pequeña cama individual muy angosta; a su lado, un buró; luego un viejo escritorio con una máquina de escribir y una radio de transistores de pilas. Una vieja silla con ruedas y una mecedora. Un baño muy pequeño con cortina de plástico. Afuera hay un espacio con libros.
La hermana Lemus nos dice que todo se conserva como estaba en el momento del asesinato de monseñor. En una vitrina se exhiben el alba y la casulla ensangrentadas, que utilizó en la celebración de la misma cuando fue abatido por un sicario. Se oye la voz de monseñor Romero en su homilía del 23 de marzo de 1980 en la Catedral de San Salvador:
Quiero hacer un llamamiento muy especial a los hombres del Ejército, y en particular a los oficiales de la Guardia Nacional, de la policía, de los cuarteles: hermanos, sois de nuestro propio pueblo, estáis matando a vuestros propios hermanos campesinos. La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede callar ante semejante abominación [...] En nombre de Dios, pues, y en nombre de este pueblo que sufre desde hace mucho tiempo, y cuyos lamentos se elevan al cielo cada día más tumultuosos, os imploro, os ruego, os ordeno: ¡en nombre de Dios, detened la represión!
Al día siguiente, Romero fue asesinado.
En el jardín hay una gruta de la Virgen de Lourdes y el carro que utilizaba el obispo mártir. Algunos exvotos. La hermana Lemus nos comenta que solo una hora antes de nuestra vista estuvo el embajador de Corea y un grupo de diputados de ese país. A lo largo del año miles de visitantes de todo el mundo vienen al lugar, para honrar y rendir tributo a este hombre excepcional y algunos, como yo, también a rezar.
Guiados por la religiosa luego vamos a la capilla, a unos pasos de la casa, para estar en el lugar que monseñor Romero fue asesinado el 24 de marzo de 1980, a eso de las seis de la tarde, mientras celebraba misa. El asesino, instrumento de la ultraderecha fascista, que ordenó su asesinato, con un rifle de mira telescópica desde la entrada de la capilla le disparó al pecho con una bala expansiva. El obispo cayó de inmediato. El asesino huyó en el vehículo en el que venía.
Ahora ese sitio está marcado con una cubierta de plástico transparente. Detrás del altar hay una reliquia de monseñor en una urna de cristal. La hermana nos enseña el primer cuarto donde vivió el obispo a un lado de la sacristía de la capilla. La más absoluta sencillez. Monseñor sabía que podía ser asesinado, así lo plantea en su diario, pero nunca dejó de decir lo que pensaba Dios le pedía y asumía con convicción propia. Su congruencia siempre me llama la atención e interpela.
Por la tarde visitamos la Catedral, el lugar donde todos los domingos monseñor Romero celebraba la misa y predicaba. El espacio se llenaba. Sus homilías se transmitían en directo por la radio del arzobispado. La prensa nacional e internacional se hacían presentes. Lo que decía el arzobispo era noticia. Ante su palabra no se podía permanecer indiferente. Era un profeta como los del Antiguo Testamento, que hablaban en nombre de Dios.
Recordé, la tragedia del domingo 30 de marzo de 1980, aquí en la Catedral, durante el entierro de monseñor Romero, el ahora santo, cuando 44 personas murieron durante una estampida después que francotiradores de las fuerzas de seguridad dispararon desde el Palacio Nacional contra los fieles que formaban el cortejo fúnebre.
Luego bajamos a la cripta donde está su cuerpo. El monumento en bronce es obra del escultor italiano Paola Borghi. Las personas con devoción se arrodillan y tocan la tumba. El ruido de la calle no se oye y el silencio es total. Sentado en una banca recuerdo a monseñor, su valentía y congruencia. Medito.
En la cripta visité el sitio donde está enterrado Enrique Álvarez Córdova, que fue presidente del Frente Democrático Revolucionario (FDR), asesinado el 27 de noviembre de 1980 junto con los otros integrantes del Comité Ejecutivo: Juan Chacón, Manuel Franco, Enrique Escobar Barrera, Humberto Mendoza y Doroteo Hernández.
Todavía en México, llevé al aeropuerto a Quique, como se le conocía, cuando iba a ingresar a El Salvador. Se había pintado el pelo y cambiado su imagen. Supimos que al llegar al aeropuerto de Comalapa en San Salvador no tuvo ningún problema. Se incorporaba a nuevas tareas en el marco de la lucha revolucionaria.
El día que los tomaron presos y asesinaron, yo iba a una conferencia de prensa en el Estado Mayor, junto con el periodista italiano Renato Camarda, en una esquina, en el centro histórico, se acercó un hombre joven a la ventana del carro y nos dice: En el Externado San José, de los jesuitas, han tomado presos a los dirigentes del FDR, y no se sabe quién fue y a dónde se los llevaron. De inmediato nos dirigimos al lugar, que ya estaba cercado por la policía cuando llegamos. Había que esperar lo peor y así fue: los seis fueron asesinados. El 28 de noviembre la dirección del FMLN publicó un comunicado donde denunciaba los asesinatos y culpaba a las autoridades de los mismos. Desde Salpress lo difundimos al mundo.
El 2 de diciembre de 1980, en la puerta principal de la catedral hubo una misa celebrada por diez sacerdotes que participaban en el Comité Coordinador de la Iglesia Popular Oscar Arnulfo Romero, en memoria de los dirigentes del FDR. Había unas 7000 personas. El ambiente era muy tenso. Había miedo porque era posible que el gobierno reprimiera la celebración como lo había hecho en otras ocasiones.
No hubo actos de violencia y los dirigentes, al término de la misa, fueron enterrados en la cripta de la Catedral. El FDR había pensado sepultarlos en el cementerio general, pero a última hora, y por falta de garantías de seguridad, decidió hacerlo en la cripta de la catedral. Con uno de los celebrantes, el jesuita Gorka Garate, que después salió de la Compañía de Jesús, platiqué en la cripta. La represión en esos días era brutal. La posibilidad del secuestro y el asesinato siempre estaba presente.
21 de mayo
El 12 de marzo de 1977 fueron emboscados y asesinados en Tres Cruces, cerca de la parroquia de El Paisnal, el sacerdote jesuita Rutilio Grande (1928) junto con los laicos Manuel Solórzano (1905) y Nelson Rutilio Lemus (1960). Ahora los tres son beatos de la Iglesia católica, que confirma que sus vidas fueron arrebatadas a causa de la fe.
Grande, que nació en El Paisnal, era párroco de Aguilares y desde ahí atendía diversas poblaciones, Manuel y Nelson lo apoyaban en el trabajo con las Comunidades Eclesiales de Base (CEB). Los tres iban en un Volkswagen Safari blanco camino a la celebración de la misa vespertina de la novena de San José, en El Pasinal.
Fueron atacados con ametralladoras y los tres niños que viajaban con ellos lograron sobrevivir. Las investigaciones señalan que los asesinos fueron perpetrados por integrantes de los Escuadrones de la Muerte, organización paramilitar financiada por la ultraderecha fascista y creada por el exmilitar Roberto D'Abuisson, un mayor encargado del espionaje político que después funda el partido de ultraderecha, ARENA.
Monseñor Romero, para ese entonces obispo de la arquidiócesis de San Salvador exigió al gobierno encabezado por el coronel Arturo Armando Molina que se investigara el caso y suspendió todo encuentro con el gobierno hasta que se aclararan los hechos. Romero y Grande tenían una relación de amistad de muchos años. El obispo a partir del asesinato de su amigo eleva el tono de su protesta ante los crímenes de Estado. Donde fueron asesinados los ahora beatos hay un pequeño monumento con una cruz y una placa de mármol con sus nombres y la fecha del crimen. En el sitio los recordé y también a los cientos de mártires qué hay en este país.
Benjamín Cuéllar y yo nos trasladamos luego a la pequeña iglesia de El Paisnal, treinta kilómetros al norte de la capital, donde celebraba el padre Grande, lugar en el que está enterrado junto con sus compañeros de martirio. Es una iglesia como hay en otros tantos pueblos de El Salvador y América Latina. Está muy limpia y bien cuidada.
Coda
En este viaje por El Salvador, tierra de mártires, hice un repaso de los 14 años, apasionantes y llenos de sentido, que viví en la Compañía de Jesús. La experiencia de Dios. Los maestros, los compañeros, los estudios, el trabajo educativo y social con campesinos en Santiago Tianguistenco, Estado de México; los rarámuris en Chinatu, en Chihuahua; los jóvenes de Tizapán en la Ciudad de México; los jóvenes y adultos en la colonia Ajusco, en Coyoacán; los tzeltales de Bachajón, Chiapas, y con los campesinos otomíes en el Valle del Mezquital en Hidalgo.
Y también de mi salida de la Compañía de Jesús, con la que siempre estaré agradecido, y mi ingreso a las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) Farabundo Marti. Mis años en El Salvador y Managua. El trabajo de comunicación, para señalar el genocidio que tenía lugar en El Salvador y dar a conocer el accionar y las posiciones y propuestas de la guerrilla. En Managua conocí a Sybille, la periodista alemana con la que he compartido los últimos cuarenta años de mi vida.
La realidad económica, social y política de El Salvador y América Latina es hoy en día diferente a la de los años setenta y ochenta del siglo pasado. Hoy ya no hay lugar para la lucha armada, que demostró no ser el camino para transformar la realidad y construir un mundo más justo, incluyente y fraterno. Ya no debe haber mártires, aunque dolorosamente todavía los hay. Los miles que hubo en El Salvador, durante los años de la Guerra Civil, son un ejemplo de vida, de congruencia y de compromiso por hacer de éste un mundo más humano y justo donde nadie sea excluido y todos gocen de los beneficios del desarrollo.
Es también un testimonio de cómo vivir la fe y el seguimiento de Jesús. Una fe que no se refugia en una falsa espiritualidad y en una práctica de rituales vacíos, sino se traduce en acción que transforma el mundo. Que combate, como dirían los mártires de la UCA, el pecado estructural.